Descansar es tan necesario como complejo. Y no siempre supone detenerse. No está claro que lo favorezca el carecer de toda ocupación. Se hace preciso descansar de lo que no es capaz de ser ni siquiera monotonía, ni nunca acaba por ser lo habitual. Descansar, no solo del ajetreo, sino en ocasiones de su ausencia. Descansar de los mismos asuntos, de las mismas controversias, de las mismas indecisiones. Descansar de los mismos rostros, de palabras idénticas o distintas, pero similares. Descansar de urgencias tan inminentes y durante tanto tiempo que pierden sus perfiles. Descansar no solo de lo que nos impide dormir, sino de lo que nos adormece. Y de lo que nos lleva a dormitar en una somnolencia sin respuesta. Descansar de tantos días de chaparrón en los que apenas llueve. Descansar de quienes nunca titubean, ni dudan, ni lo necesitan, pues se mantienen firmes en la inacción. Descansar no precisamente del esfuerzo, sino, en demasiados momentos, de la falta de lugares y de motivos para realizarlo.
Un aire cansino envuelve tamaña repetición. No es exactamente la consecuencia de una acción intensa y constante, sino de una proliferación de actividades, quizá con algún sentido, aunque fatigantes en su centelleo. Y a veces no coincide el descansar con el interrumpir. Cierta paralización puede resultar bien onerosa. Sin embargo, no lo es menos el reiterado discurso de los asuntos en un único registro que insistentemente recita socialmente lo que habría de interesarnos. Concretamente por ello, deja de ser interesante.
En ocasiones, solo el desplazamiento supone algún reposo. Y no es ni tan fácil, ni tan frecuente. No es un mero cambio de lugar, ni necesariamente de ocupación, sino de perspectiva, de mirada, de horizonte. La repetición de la escena termina por sujetarnos en la parálisis ante lo que vemos. Ello no impide que una y otra vez nos sintamos conminados a tomar posición, eso sí, en el mismo asiento. Entonces, la postura no pasa de ser prácticamente una acomodación.
El catálogo de lo que habría de interesarnos se contrae, se concentra y perfila sus aristas. Se erige y se esgrime para confirmar contundentemente su importancia. Solo su insistencia parecería ratificar su carácter decisivo. Pero quizás alguna supuesta minucia, pero de otra índole, nos despiste, o nos despierte, cuestionando la naturalidad en la que habitamos. El cansancio logra sus mejores efectos cuando ni siquiera es del todo percibido. Y resulta inquietante. Podría ofrecer incluso el apacible rostro de cierta serenidad. Aunque produciría sus frutos. Sus síntomas se atribuirían a otras causas y, si fuera preciso, a algunas bien consistentes. Así, poco a poco, esta silenciosa bruma no dejaría demasiados rastros, pero resultaría tan impecable y eficaz como la niebla que impide ver. Devoradores de la actualidad, incapaces para procurar algo diferente, estaríamos cegados para nuestro presente. Cansados no para mirar, pero sí para ver.
De ahí que una sociedad cansada no siempre lo identifique detectando sus verdaderas causas. Se precisa un proceso analítico, reflexivo, y no poca valentía, para reconocer hasta dónde ese agotamiento hunde sus raíces. Y para abordarlas. De no ser así, unos cansancios serán sustituidos por otros, más o menos llevaderos. Y no se tratará de una mera sensación, ni de una mera constatación anímica, ni de una disconformidad con la situación y con la coyuntura. La depresión, como se sabe, no es simplemente un fenómeno de baja actividad económica, sino también un síndrome que se caracteriza por una tristeza profunda.
No es fácil convivir con los cansancios más propios, aquellos que no se diluyen con el descanso. Se infiltran más en el sentido de nuestras ocupaciones que propiamente en ellas. No son meras consecuencias y vienen a ser tan constitutivos de ciertas situaciones que más parecen un estado que una circunstancia. No reconocer hasta qué punto una colectividad habita en estos o similares espacios implica la permanente incapacidad de procurar al menos un diagnóstico certero, a fin de afrontar lo que ocurre. El cansancio nos avisa, nos dice, nos señala, nos previene. A pesar de ello, somos capaces de ignorarlo. Quizá también porque no disponemos de lo requerido para sobreponernos o para reponernos de él.
Lo más alarmante es lo contagioso de este cansancio. No es el que nace de la lucidez que nos desafía, sino el que carece de las fuerzas de siquiera atisbarla. Esta visión que se transmite, que se propala, con aire, no pocas veces, de la impotencia de un falso realismo, desactiva la capacidad de respuesta. Le basta el regodeo doliente en cuanto sucede. Ahora bien, con independencia de hasta qué punto en muchas ocasiones su vértigo no resulta soportable, el pensamiento no es precisamente el sometimiento ante lo que ocurre y, menos aún, la concentración del empalagoso estado de ánimo que claudicar procura. Otro asunto es lo implacable de sus efectos y la necesidad de abordarlo y de afrontar sus causas.
Sin embargo, se hace necesario incluso descansar de esta modalidad de cansancio, la que es mero padecimiento, pura fatiga de sentido. No siempre es posible algún otro, pero, en todo caso, pronto se vislumbran sus diferentes formas, muy en especial el cansancio por lo que no ocurre. Este puede procurar la constatación de una necesidad y la reactivación de nuevas posibilidades.
Semejante fructífero cansancio supone el conato de una respuesta y puede llegar a ser un cansancio creativo, lo que en todo caso no significaría el reconocimiento de ventaja alguna. De ser así, descansar tendría a su vez un aire de impugnación de la constante retahíla de asuntos reiterados y aireados, todos ellos siempre urgentes y alarmantes, siquiera por un momento. Proclamación que a la par podría acompañarse de la permanente y paradójica ocupación en no abordarlos explícitamente.
Esto se replicaría en nuestras propias vicisitudes personales. Por ello, no todo descanso pretende únicamente reparar fuerzas, también es preciso recobrar razones. La constatación de su falta es imprescindible para tratar de procurar ámbitos que mitiguen o aligeren el pesar, que al menos lo alivien ofreciendo algunos argumentos. Motivar también es ofrecer descanso y motivarse, propiciar la acción. Tal ha de ser el impulso imprescindible para cualquier recreación.
(Imágenes: Fotografías de Peter Steward. Hong Kong)
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