lunes, 8 de diciembre de 2014

La voz de Iñaki


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Lo que el viento se llevó

EL PAÍS  

Se diría que esta Constitución pasada de revoluciones es el perfecto facsímil del modelo de Estado que padecemos. Es cierto que esa Carta Magna fue providencial en su momento. Era lo único que podíamos hacer con el material del que  se disponía  en nuestro pobre y desaliñado país, analfabeto político y desarrapado social. Y resultó un milagro para poder salir adelante, pero no para permanecer encerrados in aeternum en ese armario angosto y apolillado en el que estábamos atrapados por herencia histórica.
 La Constitución es transitoria porque pertenece a un momento de transición, con disposiciones que ya no tienen sentido, como por ejemplo, que sea intocable un modelo de Estado con monarquía incorporada, que nadie eligió, o sea, nada legítimo, sino que se tomó a la fuerza como un purgante impuesto por necesidad para expulsar toxinas y evitar infecciones peores. Es una barbaridad y un riesgo de grave intoxicación seguir durante 36 años tomando el mismo preparado terapéutico. El cuerpo social no está en la misma situación; las conciencias han cambiado, también el mundo que nos rodea. Bien estuvo en su día el tratamiento de urgencias, pero alargarlo tanto está propiciando que una nueva urgencia producida por la fatal medicación, provoque otro brote que vuelva a necesitar el mismo estilo de tratamiento. Y no, ya no toca. Sí que urge, en cambio, una toma de conciencia nueva, un reconocimiento básico de que los españoles no elegimos el Estado que necesitábamos, sino el modo de sobrevivir al caos y al miedo. Y de esas premisas de tanbaja estofa política no podía derivarse algo mejor de lo que ahora llamamos Estado y "democracia". 

Necesitamos un manifiesto de las fuerzas sociales y políticas que reclamen la necesidad de un referéndum en el que se pueda elegir qué modelo de Estado requiere nuestra resituación. Y tras una campaña informativa sobre los modelos posibles de Estado, votar. Monarquía o república. República federal o Confederación -republicana o monárquica- de naciones hispánicas, o como queramos llamarla. Una vez decidido el modelo, diseñar una nueva constitución, en cuyo formato participase activamente la ciudadanía aportando propuestas y enmiendas consensuadas utilizando el sistema telemático de que hoy disponemos. Y una vez redactada, votar su refrendo. En ese nuevo modelo se reconsideraría el sistema del régimen, que podría ser de partidos, con una ley electoral nueva, de listas abiertas y porcentajes saneados: un ciudadano, un voto. Nada de porcentajes tramposos, nada de listas con gato encerrado y dedazo caciquil. También se podría ampliar el tipo de participación, para que además de los partidos se pudiesen presentar a las elecciones las Iniciativas Legislativas Populares por sectores, con el fin de que los ciudadanos puedan elegir el modo de representacion: por ideología o por temas concretos, como por ejemplo, sanidad, DDHH, igualdad,  vivienda o educación o pensiones o fomento del empleo o prestaciones sociales, etc. Así estaría asegurada la pluralidad y la participación y al mismo tiempo el control ciudadano sobre la gestión de los asuntos comunes, que tantas veces quedan relegados por una dedicación excesiva a la burocracia y por una falta de actividad en el Parlamento, tantas  veces casi vacío y sin propuestas serias de interés real para los ciudadanos. Así habría menos diputados, y el Congreso, con la participación ciudadana, podría asumir las funciones que ahora se atribuyen al Senado, con lo que se ahorraría un dineral del erario público, lo mismo que eliminando la aportación del Estado a la financiación de los partidos, que pasarían, como los sindicatos y la Iglesia católica, a sostenerse con las cuotas de sus afiliados, y unas leyes que regulasen las cantidades máximas autorizadas de las donaciones voluntarias, de las que habría que dar cuenta con declaraciones oficiales sobre los fondos recibidos. La ley de partidos debería limitar la permanencia "en política" de los legisladores y gestores elegibles del Estado, así como unos márgenes temporales de los políticos para entrar en empresas privadas una vez que abandonan su representación. lo mismo que la exigencia de que los aspirantes a políticos tengan un trabajo y una profesión a la que regresar cuando abandonen sus cargos públicos. 
También unas normas reguladoras, clarísimas, de las atribuciones y competencias de los tres poderes esenciales del Estado y una dura penalización que impida las interferencias de unos poderes en otros. En fin, esto es sólo una pequeñísima muestra de los nuevos derroteros por los que podría ir  la nueva orientación de un nuevo Estado y de una nueva Carta Magna a su medida. O sea,  la medida de los españoles del siglo XXI.  

Ojalá, el viento se llevase de una vez esta pesadilla diaria, este muermo sin ton ni son, pero con muy mala sombra, que llamamos Estado de calamidad nacional. Pero lo chungo sería que si fuese el viento y no fuésemos los ciudadanos quienes hiciéramos esa función transformadora, nada podría cambiar; volveríamos a lo viejo, con la misma inercia, con la misma tontuna suicida, con la misma adicción a la droga de la costumbre ancestral;  para que cambie el Estado, primero deben cambiar sus componentes y sostenedores y que el "pueblo", la "masa",la "gente", se convierta,  de una vez por todas, en ciudadanía, en inteligencia colectiva, responsable y solidaria.

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