Modos de perder la vergüenza
Casi siempre se piensa en delitos y asuntos ilegales al hablar de
un sinvergüenza. El robo, el dinero negro, las comisiones y las estafas
están a la orden del día en el panorama triste de la administración y la
política española. En la cárcel viven el tesorero todopoderoso del partido del Gobierno,
el cacique del Partido Popular en Castellón, un exministro y cargos muy
significativos de la red política de Esperanza Aguirre. Incluso se
intuye que dentro de poco las puertas del Palacio de las Rejas se van a
abrir para dar la bienvenida al marido de doña Cristina de Borbón.
Perder la vergüenza conduce a la ilegalidad. Pero nos
equivocaríamos al olvidar que existen muchas formas legales de perder la
vergüenza en política. En una sociedad como la nuestra, a veces resulta
mucho más grave la legalidad que la ilegalidad.
Dentro de las disputas electorales es un ejercicio legal echarle la
culpa al adversario y pintar de rosa el resultado de las gestiones
propias. Pero hace falta perder la vergüenza para afirmar como
presidente del Gobierno de España que “la crisis es historia del pasado”.
El triunfalismo mentiroso supone un desprecio inadmisible al deterioro
de la vida cotidiana de millones de desempleados y de millones de
trabajadores a los que no les llega el salario para salir de la pobreza.
Es legal que un ministro del Interior tenga su ideología sobre el trato que merecen los inmigrantes. No es legal favorecer devoluciones en caliente
que violan las leyes del país. Y sea legal o no, es una forma de perder
la vergüenza ponerse chulo con los derechos humanos y el deber de
asilo. El ministro Jorge Fernández Díaz se comporta con un impudor
cínico y alarmante cuando desprecia a las instituciones europeas
comprometidas con el cumplimiento de los derechos humanos en una
frontera. El ministro del interior es un sin papeles, porque los pierde,
al llamar hipócritas a los ciudadanos con preocupaciones humanitarias y
al pedir domicilios para enviar inmigrantes. ¿Qué idea tiene el
ministro de las obligaciones de un Estado?
Es legal que la diputada Andrea Fabra tenga sus ideas sobre la riqueza y
la pobreza, el orden social y los derechos cívicos. Pero perdió la
vergüenza –tanto como su padre con los trapicheos de dinero público–,
cuando gritó que “se jodan” en un debate parlamentario sobre los parados.
Es legal que haya diversas opiniones sobre la historia de la Guerra
Civil española y los silencios y los pactos asumidos en la Transición.
Pero Rafael Hernando perdió la vergüenza al decir en nombre del Partido
Popular que “las víctimas del franquismo sólo se acuerdan de sus familiares cuando hay subvenciones”.
Hasta aquí esta breve historia de la infamia. Existen muchos modos
legales de perder la vergüenza y los casos abundan en un país falto de educación ciudadana y de vida democrática.
Pero las ideologías políticas tienen formas más graves de perder la
vergüenza dentro de la legalidad. Sin duda parece legal que a ACS se le
haya pagado una indemnización de 1.350 millones de euros por el fracaso del proyecto Castor,
el famoso almacén de gas submarino frente a Vinarós. Sin duda parece
legal que el pago se haya hecho de forma vertiginosa, acelerando los
ritmos lentos de la administración y desatendiendo otras prioridades
humanitarias en época de crisis. Y sin duda parecerá legal que los
consumidores paguemos 4.731 euros en nuestras facturas, por un negocio
fallido, a lo largo de los años. Pero tampoco hay duda de que este
traspaso salvaje del dinero público a los negocios privados es una forma
de perder la vergüenza.
También es legal que desde 1984 los españoles hayamos pagado en el
recibo de la luz 4.383 millones de euros por la moratoria que suspendió
la construcción de tres centrales nucleares. Un acto propio de la
soberanía nacional se convirtió en obligación de pagos millonarios a
Iberdrola, Endesa y Unión Fenosa. Será sin duda legal lo aprobado por el
Gobierno de Felipe González, pero también parece una vergüenza. La broma ha marcado nuestros recibos durante 30 años.
Aquí ya no se trata de infamias personales, sino de un sistema injusto
que ha perdido la vergüenza democrática. Lo peor de nuestra sociedad es
que la ilegalidad es menos cruel y avariciosa que la legalidad vigente.
El dinero de la delincuencia es el chocolate del loro si se compara con
los impudores de la legalidad. Los ciudadanos somos lo que somos y,
además, pagamos la cama.
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Está cada vez más claro que ni las mejores leyes podrán cambiar nada mientras la conciencia no despierte, mientras nuestra mente se reduzca a cultivar un conjunto de programas y fijaciones, que no hemos comprendido ni elaborado, sino asumido y repetido mecánicamente, mientras nuestra alma esté como la Bella Durmiente y nuestro corazón sólo funcione como un reloj que marca la hora del egoísmo y no como el Maestro de los sentimientos más nobles; son los sentimientos -la síntesis entre la mente y las emociones, la inteligencia emocional- los que nos humanizan y nos convierten en maravillas vivientes capaces de cambiar todo lo que les rodea, sin violentar, sin machacar, sin tener que destruir ni odiar ni maltratar ni humillar ni causar dolor a sus semejantes ni a la naturaleza ni al habitat ni a nada. Cuando despertamos descubrimos la profunda unidad que nada puede romper: nuestra Humanidad, cuya mejor demostración es la Politeia. La Civitas. El Pentecostés. La Pietas. O sea, la Inteligencia Colectiva. El Cuerpo Social en plenitud. Donde la virtus no es una cualidad, sino una forma de ser estando y de estar siendo. No se puede aspirar a un futuro mejor que ése. ¿Utopía? Claro que sí. Utopía es lo que aún no tiene un lugar y la invitación cuántica a hacerlo posible. Imprescidindible, para que este camino que compartimos sí o sí, tenga sentido y valga la pena disfrutarlo con todo lo que aporta, enseña y regala.
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