Y se te vino encima esa constatación de la amargura,
una seguridad de lágrimas y arena.
Y te abofeteó aquel hedor de siglos. Aquel noser
era una nebulosa en tus sentidos,
el golpe inesperado de una espada invisible
y certera.
Tú mordiste la tierra para resucitar en los gusanos
y nombrabas el agua para perpetuarte
entre los peces ciegos
que pueblan los abismos de tristeza
Fuera de simulacros y penumbras,
lejos de tus salones y tus dogmas,
lejos del reino gris de las polillas
te llamaba la brújula del fuego.
En el fondo de ti.
Viniste a recitar los días, a confiscar
la herencia de la sombra,
a probarte vestidos de tiniebla,
ajustados al cuerpo con pliegues de amenaza
diseñados por manos inclementes.
Te cayeron encima, de improviso,
los bosques calcinados.
Te palpaban los dedos de las ramas sin vida
arañando el vacío,
te empaparon los mares
infectos de basura,
te dolieron las grutas sin salida
las cavernas oscuras agotadas
de imaginar la luz que no veían.
Perdiste tu camino, la Vía Láctea,
la esperanza, la brújula y el mapa.
Te laceró, de golpe, con toda su crudeza
el universo;
el tiempo se esfumó
en medio de la nada y su vacío.
Abandonaste todo. Un suspiro profundo
vino a recompensar tu soledad.
La brisa de un alivio agradecido.
Y entonces fue la luz.
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