Interrogarse no es simplemente hacerse preguntas. Menos aún, limitarse a plantearlas. Considerar que uno es crítico o profundo porque todo lo acompaña de signos de interrogación es confundir interpelar con cuestionar. Hay quienes encuentran que todo es fácil, en especial lo que han de hacer los demás. Necesitan que sea así para asegurarse y confirmarse.
Sin duda hay asuntos que podrían resolverse pronto, y de otra manera, pero no todo reside en su mera solución, ni siempre ofrecemos, ni tenemos, la fuerza de su disolución. Ni siquiera nuestras acciones los dilucidan con frecuencia. Podría no bastar nuestra elección para evitarnos la permanente deliberación y decisión. En muchas ocasiones, ni la constatación zanja la cuestión. Por eso sorprenden quienes pretenden despedir asuntos un tanto precipitadamente con la simple invocación al poder de la propia determinación.
Se dirá que si interrogarse es ponerse en cuestión y no limitarse a hacer preguntas, no queda claro cuáles pueden ser las ventajas o las consecuencias de tamaña osadía. Ya es suficiente la verificación de que no todo sale bien, ni todo nos sale bien. Sin embargo, cuestionarse no es replegarse, sino vivir en un permanente movimiento de plegarse, sin rendirse, y de desplegarse, sin imponerse.
Parecemos preferir mantenernos aferrados a la contundencia de lo que, sin duda, sucede, a los hechos que estimamos incontestables, a lo que indiscutiblemente ya somos, sin afrontar lo que eso puede llegar a significar. Y más aún, hasta qué punto tal contundencia precisa de una relación bien concreta con los demás, incluso para que eso pueda considerarse de ese modo. Por ello interrogar es interrogarse e interrogarse es interrogarnos. Únicamente así podremos comprender lo que se requiere para que los hechos sean tales y lo que sucede ocurra efectivamente.
Tal vez convendría comenzar por cuestionar que ni siquiera lo que somos es un hecho incontrovertible. Si “solo estamos en presencia de un hecho si podemos postular respecto de él un acuerdo universal no controvertido”, como Perelman señala, entonces destella una íntima relación entre el hecho y el acuerdo, que merece consideración. Hasta el extremo de que un suceso puede perder el estatuto de hecho cuando es suficientemente cuestionado por un auditorio. Esto lo vincula a la necesidad de pruebas y de argumentos. Ya no se ofrecería como incontestable. E incluso se requerirían determinadas condiciones de comprobación. Pero dado que el hecho queda conformado como tal en alguna suerte de enunciado, y en rigor solo es tal en una trama articulada, en cierta forma siquiera incipiente de relato, el hecho viene a ser prácticamente la conclusión de alguna modalidad de argumentación y lo es en un contexto argumentativo. Por eso los hechos no son aceptados solo por resultar observables, también pueden ser supuestos, convenidos o probables. No se limitan a imponerse.
De ahí que interrogarse suponga asimismo poner en cuestión ciertos hechos, al problematizar los argumentos que sustentan el acuerdo en el que consisten. De hacerlo, los hechos vendrían a ser otros. Si lo que realmente comprendemos es la trama en la que los hechos son tales, modificada aquella por el poder de los argumentos, o por los argumentos del poder, los hechos pasan a ser diferentes.
Por eso, cada vez que nos cuestionamos se resiente el acuerdo en el que consistimos. Y viceversa. Quiénes somos, qué somos se sostiene en un asentimiento, en un cierto consentimiento, no solo propio. Y no pocas veces encontramos suficiente comodidad y seguridad en la certeza de que eso es así. Tenemos, sin embargo, buenos argumentos para estimar que ello no es en todo caso tan incontrovertible. Y es tal la relación entre lo que ocurre y lo que se nos ocurre, que interrogarnos implica a su vez un trastorno, necesario, del actual estado de cosas.
Quizás así se explique hasta qué punto todo parece predispuesto para que no lo hagamos, para que prosigamos más o menos resignados o satisfechos en la conformidad. No deja de ser en cierto modo razonable, pero no lo es menos problematizar y problematizarnos, no dando todo por tan amable y evidente. El hecho de que esto pueda ser así y nosotros ser lo que somos es finalmente, también, un acuerdo. No unánime, por cierto. Y no en todo caso suficientemente argumentado.
No siempre disponemos de suficientes fuerzas, ni de buenas razones para que interrogarnos sea cuestionarnos. La supuesta apariencia de permanente problematización se ve muy atenuada, incluso compensada, por el afán de no encontrarnos con nuevas complicaciones. Poco a poco se va imponiendo un silencio, que acalla no solo las respuestas, sino que desdibuja la pregunta misma. Pronto viene a ser poco interesante abrir nuevos frentes, debilitados como estamos para abordar incluso los ya existentes. Entonces, ni siquiera se requiere resignación alguna. Más bien parecería una forma de supuesto realismo. Al no interrogarnos por nosotros mismos, cualquier otro cuestionamiento estaría bien delimitado, bajo control, el de que no nos alcance más de lo conveniente. Todo podría plantearse, aunque con precauciones, sin afectarnos demasiado, salvo para lograr mayores comodidades.
Estimar que somos así, somos ya así, y este es un hecho contrastado y concluyente, olvida que se trata efectivamente de una conclusión a la que se accede. Y no faltan argumentos consistentes para replantearlo, salvo que encontremos que las dificultades son insoslayables o nosotros mismos insuperables. El acuerdo estaría cerrado y nosotros también. Se trataría de un hecho ya tan hecho que resultaría pasado.
Cuando afirmamos que los tiempos son complejos, y difíciles, tendemos más bien a refugiarnos en la garantía de lo que no sería, en principio, tan incierto. Bien moderno resulta poner la subjetividad como fundamento del pensar y a nosotros mismos como sujeto que sustenta el pensamiento mismo. Pero tamaño sostén ofrece algunas inconsistencias y su solidez tiene no poco de arenas movedizas. Precisamente, al interrogar cuestionándonos, no añadimos mayor sión, sino que implicamos la necesaria labor de nuestra propia constitución en el proceso de la imprescindible transformación de lo existente.
Al tratar de mantenernos al margen, se pretendería dar el asunto por zanjado, lo que haría inútil cualquier argumento o reduciría los acuerdos que subyacen a propiciar no ya un fundamento, sino un fundamentalismo, el de los acuerdos sin posible reconstitución, sea cual fuere su salud. No es tan fácil interrogarse, y menos cuestionarse, pero no hacerlo debilita, o impide, cualquier recuperación.
(Imágenes: Intervenciones. Arte en la calle de Borondo)
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