No deja de ser curioso que los tiempos complejos, en lugar de propiciar la identificación de lo más decisivo y la búsqueda de lo más sencillo, vengan a ser épocas de las grandes excusas y disquisiciones, de las justificaciones, y no tanto de las explicaciones, momentos de lo que más parece enturbiar que iluminar. Aunque tal vez eso no haga sino confirmar que efectivamente la situación es, además, confusa. Ciertamente no habría de ser lo mismo la complejidad que la confusión, ni que algo sea complicado ha de significar que por ello haya de ser enrevesado.
Precisamente el saber y el conocimiento han venido buscando alguna forma de claridad y de distinción, no necesariamente hasta extremos cartesianos, pero sí con la confianza de discernir para entender. Leemos, escuchamos, reflexionamos, perseguimos estar informados, deseamos formarnos, tener criterio, tratar de comprender. Sin embargo, todo parece proceder por mera acumulación. Cada vez hay más y más por conocer. Si algo se incrementa a la par es nuestro desconocimiento. A medida que vamos sabiendo, ocupa más espacio lo inexplicable.
Las tareas se multiplican. No es que sea lo mismo realizarlas o no, considerando la dificultad de alcanzar con frecuencia la serenidad de algo logrado. Por el contrario, nos encontramos tan concernidos, tan afectados, tan ligados a lo que sucede, que ya prácticamente, por lo visto, nada nos ha de ser ajeno. Podría darse el caso de que, al renunciar a la posibilidad de comprender, al menos pretendamos darnos por enterados. De hecho, más bien parecería que es lo que se nos reclama.
No es inocua esta identificación del acopio de noticias con la buena información, ni de esta con la necesaria comunicación. No es fácil desprenderse sin embargo de la comunidad de los que se sienten perfectamente al tanto, que vendría a constituir la de los presunta y especialmente capacitados para el análisis. Tememos sentirnos fuera, desvinculados de esa amalgama de supuestos conocimientos aparentemente tan asequibles y que no podemos desperdiciar. Pero ellos no vendrían a producir sino los restos digeridos que constituyen el lecho necesario por el que transcurren las aguas de los ríos de un mal leído Heráclito.
Nos encontramos tan entretejidos con lo que se nos cuenta que no solo constituye nuestra epidermis, sino poco a poco nuestra identidad. No sabríamos qué pensar ni qué decir sin este cordón umbilical que nos suministra permanentemente el sustento de lo que, por lo visto, no podemos dejar de saber. El ideal sería un permanente estado de alerta, hasta el punto de incorporar con la mayor normalidad el sobresalto continuo. Lo esperamos, casi lo necesitamos, para poder proseguir en la tranquilidad que nos procura, en la confianza de que, si irrumpe, todo va según lo previsible, no según lo previsto Esto impediría el encanto de la novedad.
No deja de ser curioso hasta qué punto eso que nos adviene como noticia va incorporándose día a día a nuestro modo de ser y de pensar, configurándolo, condicionándolo. Nos nutrimos y sustentamos con lo que se nos viene diciendo. Tal vez por ello se ha subrayado que Kafka se alimentaba de la succión de la propia sangre de Felice, quien en sus cartas le procuraba, por la palabra y los afectos, la transfusión que requería. Más aún, se ha subrayado su quehacer vampírico a través de la lectura que le ofrecían sus escritos, tan para él. En esta línea se ha insistido en un Kafka necesitado de sangre; incluso se ha hablado de «Kafka-Drácula». Estas cartas a Felice, auténticas telas de araña, son, como señala Claire Parnet, producto de un vampirismo epistolar, capaz de aportarle sangre y de darle fuerza creativa, fuerza física para escribir.
Nosotros recibiríamos nuestras propias dosis en esta proliferación de novedades. Quizás así nos vamos conformando con lo que nos llega y alcanza. Buscamos y rebuscamos ansiosamente aquello con lo que trenzar nuestra existencia, para producir algo siquiera mínimamente compacto y consistente, vivo, vigente, presente. Al respecto, todo pasa a ser bien pronto, en el mejor de los casos, suelo nutricio. Y rebuscamos y escarbamos para encontrar cuanto pudiera sustentar el incipiente equilibrio entre lo que ocurre y lo que nos ocurre.
Depredadores de nuestras construcciones, dilapidadores de nuestros mismos cimientos, llegamos a entretenernos con la llegada de lo que nos desarticula. Y a celebrarlo. Es tan nuestra la incomodidad e insatisfacción que parecemos encontrar alivio en alguna suerte de desmoronamiento. Tal vez, al suponer que no es nuestro, que ello nos permite distinguirnos. Pero nos alcanza el corazón, no solo el que siente, también el que palpita y nos sostiene.
Sin embargo, es imprescindible aislar, separar, apartar. Ahora bien, siempre nos sentimos afectados, siquiera en nuestra confianza. Y es preciso volver a generar espacios de alguna certidumbre, de alguna entereza. Y tejer juntos poco a poco, no solo algo nuevo, sino de nuevo, con hilos consistentes. Eso nos obliga a distinguir, pero no como una coartada para el alivio o la parálisis. La íntima y radical imbricación de cada trastorno, altercado o alteración de lo que supone nuestra tarea común, no nuestro estado de cosas, sino nuestra labor conjunta, exige una reconstitución personal y social.
Y nada puede justificar eludir el desafío ni sustituirlo por un simple lamento coral. Cada quien hemos de analizar hasta qué punto precisamos no ampararnos en lo impresentable para dejar de presentarnos, ni ante nosotros mismos, condición indispensable de cualquier transformación. Las heridas ya son nuestras, hemos sido alcanzados. Lo que pasa nos atraviesa. El trastorno forma parte de lo que ya pensamos, sentimos y deseamos. Y no es tanto irritación, ni mero resentimiento, viene a ser ya tristeza, aunque no es cuestión de asentarse en ella, ni siquiera amparados en buenas razones.
La fuerza emergente de lo insoportable ha de constituir concretamente un preciso motivo, una fuerza impulsora para abordar las cuestiones. Y la constatación de esta múltiple raíz que nos vincula a otras voluntades constituye una suerte de convocatoria a un quehacer permanente, insistente y decidido. Que sea complejo garantiza que es arduo y no siempre evidente. Reclama todo un trabajo de pensamiento, una acción de inteligibilidad, pero asimismo determinación. Ello solo puede sustentarse en la convicción de que algo puede ser urgente sin necesidad de ser alarmante. En todo caso, no ha de descartarse incluso que podría llegar a serlo y perturbar cualquier decisión.
(Imágenes: Pinturas de Marzena Ablewska- Lech. Czas; Dark Love; Spawy Sercove; y Dormant nº 4)
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