Marina Garcés: “Más que una Gran Victoria, necesitamos una política paciente que sepa insistir y persistir”
Las narrativas políticas lineales (ganar o perder, ahora o nunca, viejo o nuevo) acaban siempre generando frustración.
Este texto de la filósofa Marina Garcés defiende una política sin ilusiones o promesas redentoras.
Este texto de la filósofa Marina Garcés defiende una política sin ilusiones o promesas redentoras.
Amador Fernández-Savater
- propone un texto de Marina Garcés (eldiario.es)
Una vieja
consigna revolucionaria decía: “abandonad las ilusiones, preparaos para
luchar”. ¿Por qué desechar las ilusiones como motor político? Porque
las máquinas de ilusión son, al mismo tiempo e indisociablemente,
máquinas de decepción y frustración. La novedad envejece deprisa, el
gran momento pasa, el mundo nuevo no es tan nuevo como se nos había
prometido, la salvación no acaba de llegar, el líder nos falla, las
certezas vacilan...
Esta oscilación entre ilusión y decepción ha marcado ya dos siglos y
medios de política clásica (tanto oficial como revolucionaria). ¿Es la
única política posible? ¿Sólo cegándonos a la realidad, con sus
clarooscuros y complejidades, nos podemos comprometer en una empresa de
cambio? ¿Sólo la retórica movilizante, la arenga permanente y el
triunfalismo que da seguridad nos inyectan energía para pelear? ¿Hay que
jugárselo siempre todo a una carta, poner todos los huevos en la misma
cesta y fiarlo todo al genio de una figura salvadora?
El 15M supuso un giro: no prometía nada, afirmaba que podríamos cambiar
lo que entre todos estuviésemos dispuestos a cambiar (partiendo en
primer lugar de nuestras propias vidas). Pero la política de la ilusión
vuelve ahora por sus fueros, en esta fase de lucha por el poder
político, imponiendo sus alternativas: ganar o perder, ahora o nunca,
viejo o nuevo, todo o nada. Por eso la voz de la filósofa Marina Garcés
se recibe en este contexto como aire puro. Como una voz que no niega la
pelea (también en el campo institucional) y sus exigencias, pero que nos
recuerda que se puede (y se debe) pelear sin abolir la complejidad de
lo real, su diversidad de planos y tiempos, etc.
El artículo que puedes leer a continuación es una versión de la intervención en la Feria de Economía Social de Catalunya junto a Ada Colau y David Fernández (CUP). Ha sido traducido del catalán por Jordi Oliveres.
Dos retos: redefinir la riqueza, declinar la política en plural
En los años 80, el capitalismo creó una ficción temporal: la de su
triunfo definitivo. A través de una victoria histórica sobre el
comunismo, y a través de una ilusión seductora que pasaba por la
ideología del progreso, del desarrollo y por tanto de la promesa de una
vida mejor para todos, el capitalismo se confundió con la realidad.
Actualmente, esta ficción, como las otras burbujas que produce el
capitalismo, ha pinchado. La promesa seductora ha mostrado sus límites,
cuando constatamos que el crecimiento ilimitado toca techo y que, por
tanto, la desigualdad no es lo que el desarrollo capitalista había de
dejar atrás, sino que es hoy la consecuencia directa de su
funcionamiento, también en los países más ricos. Por otra parte, la
victoria del capitalismo sobre el comunismo, después de la guerra fría,
no ha traído la paz. La victoria del capitalismo es la de una guerra
permanente. La crisis, por tanto, no es un accidente sino una condición
del capitalismo y de su funcionamiento, que ya sólo puede seguir
manteniéndose desde su imposición, cada vez más descaradamente brutal y
autoritaria, como demuestra en este momento la contraofensiva del TTIP
(Tratado Transatlántico para el Comercio y la Inversión).
Esta situación de quiebra y de ruptura plantea dos retos ineludibles
para cualquier proyecto de transformación social y política que quiera
cambiar realmente algo. El primero es redefinir el sentido de la
riqueza. La cuestión ya no es producir más riqueza y decidir,
políticamente, sobre los modelos de su redistribución (liberal,
socialdemócrata, socialista, comunista, etc). Lo que está en juego es
desvincular riqueza y crecimiento. Hace tiempo que se defienden estas
ideas desde las posiciones éticas y económicas del decrecimiento, pero
incluso hay que ir más allá de este término. Más que crecer en positivo o
en negativo, lo que todavía nos deja atrapados en la disyuntiva entre
la riqueza y la pobreza, hay que dar el salto a la desvinculación de
riqueza y crecimiento, desde una apuesta clara por la riqueza como valor
a defender y compartir. ¿Qué sentido tiene la riqueza si el valor no se
mide por el crecimiento?
Esta pregunta no puede ser respondida más que desde un espectro de
formas de politización diversificadas y al mismo tiempo articuladas,
capaces de vincular autoorganización económica y reapropiación de la
decisión política a diferentes niveles y escalas de la vida social. Ésta
es la segunda exigencia ineludible para cualquier nueva propuesta
política. Lo que está en cuestión ya no es hoy la relación dual y
binaria entre los movimientos sociales y las instituciones o entre la
sociedad civil y la política. Si actualmente hablamos seriamente de
desbordamiento institucional y de crisis de representación es que esta
dualidad ya no nos sitúa ni nos orienta. El dentro y fuera de la
política han saltado.
La política, en singular, ya no es lo que tiene lugar en los
parlamentos o en determinadas formas de organización como los partidos o
los sindicatos. La política es lo que expresa el conjunto de la vida
colectiva, en sus diferentes formas de organizarse, de manifestarse, de
decidir, de protestar, de reivindicar y de crear. La pregunta no es como
recoger y representar todo eso, sino cómo articularlo, teniendo en
cuenta que la política institucional sólo puede ser uno de los momentos y funciones de esta articulación viva.
Si algún sentido tiene hablar hoy de nueva economía y de nueva política
tiene que ver con este doble reto: redefinir el sentido de la riqueza y
articular formas de politización diversificadas y autónomas, capaces de
superar hoy la clausura institucional de la política y el determinismo
de la dictadura económica.
Una alerta, o sobre la insistencia en la novedad
No debemos confundir, sin embargo, la novedad de la situación con la
novedad del producto. Desbordar las instituciones políticas desde una
politización de la sociedad distribuida y diversificada no es un ideario
nuevo y hay muchas experiencias antiguas en el tiempo que son la base
de las propuestas actuales. Lo mismo ocurre con las prácticas de la
economía cooperativa, social y solidaria: retoman viejas experiencias y
aprendizajes para tiempos y realidades nuevas. La resistencia al
capitalismo no es nueva, pero necesita inventar y concretar respuestas
para coyunturas que cambian en cada lugar y para cada tiempo histórico.
Curiosamente, sin embargo, tanto el pensamiento revolucionario como el
capitalismo, que son igualmente hijos de la Modernidad, comparten el
culto a la novedad y a la juventud. La revolución busca hacer un mundo y
una humanidad nuevos. El capitalismo, que es su cara perversa, destruye
la sociedad antigua para producir y vender más y más novedad, en forma
de mercancías y de experiencias. Lo que la modernidad convierte en un
valor político, estético y mercantil es la novedad en sí misma. Y es que
ella misma, la Modernidad, se define como un tiempo nuevo.
La novedad, sin embargo, es un valor temporal por definición: la
novedad caduca cuando envejece o cuando entra en el terreno de lo
conocido. Al final, la novedad, revolucionaria o capitalista, siempre
resulta ser un producto de temporada. No nos podemos presentar, por
tanto, como novedad, sin condenarnos, necesariamente, a caducar o
decepcionar. ¿Qué pasará cuando los jóvenes de ahora sean viejos, cuando
las caras nuevas de ahora sean conocidas y cuando lo que parecen
propuestas nuevas muestren que no nos han llevado ni a un mundo ni a un
país tan nuevos como prometían?
“Nuevo” es un adjetivo vacío, que vacía de otros valores lo que
queremos vivir, compartir o proponer. Tenemos muchos otros adjetivos,
heredados y para inventar, con los que llenar de ideas, de indicios y de
referencias la economía y la política que queremos: social y solidaria,
decimos cuando hablamos de una economía que se sustrae al dictado del
beneficio particular. Podemos añadir: y justa, y digna, y decente, y
honesta, y libre, y cooperativa, y común, y autónoma y… y… y…
Los adjetivos comprometen, pero es un compromiso que no podemos eludir.
Actualmente, tendemos a esquivar los que la historia del último siglo
nos ha legado más marcados: comunista, socialista, anarquista… Pesan,
porque van ligados a experiencias históricas y relaciones de poder que,
en muchos de sus aspectos no queremos repetir y porque sus -ismos
predeterminan lo que podemos hacer, vivir y proponer. Tergiversemos y
llenemos estos adjetivos de nuevos sentidos y experiencias, si se puede,
y busquemos otros, todos los que nos hagan falta para desarrollar
propuestas colectivas y organizativas abiertas a lo que aún no sabemos y
a los retos concretos de nuestro tiempo. Pero no caigamos en el vacío y
en la trampa de la novedad como valor. Nos durará dos días y cuando el
tiempo pase inexorablemente nos caerá encima, implacable, su lógica: nos
habremos hecho viejos, nosotros y nuestra política.
Una inquietud, o sobre los tiempos de la política y sus oportunidades históricas
Nos sentimos, de repente, en una situación de emergencia. La crisis
económica que desde 2008 marca el paso de las políticas económicas de
las sociedades más ricas, ha introducido en nuestras casas y en nuestras
vidas lo que la ficción de la promesa capitalista de una vida mejor
para todos nos permitía ignorar: los límites humanos, sociales y
ambientales del actual régimen de explotación del mundo global. Estos
límites ya no llegan en forma de denuncia o de discurso abstracto, sino
en forma de precariedad, nuestra precariedad. Pero la desigualdad, la
guerra por los recursos y la violencia económica sobre poblaciones
enteras no habían desaparecido nunca del planeta.
Percibirnos en situación de emergencia nos lleva a confundir, sin
embargo, la urgencia con la prisa y la necesidad de reaccionar con la
oportunidad histórica. Es una confusión que en nuestro país tiene que
ver con una coyuntura local. La emergencia global se solapa aquí con un
fin de ciclo histórico y generacional. Así, tendemos a interpretar el impasse
actual como una oportunidad histórica única en la que sólo se puede
perder o ganar. Es un escenario excitante y movilizador, porque enfoca
todas las energías en una jugada, aquí y ahora, ahora o nunca. Pero en
el terreno de la transformación social y política, no hay que creer en
el “ahora o nunca”. Si las novedades caducan, las oportunidades pasan.
¿Y después qué? Después, o la victoria total, que ya sabemos que no
existe, o la frustración y el fracaso. Las narraciones lineales, como
las películas, sólo tienen dos opciones: acabar bien o mal. En la lucha
por defender y construir una vida digna para todos, no hay final ni
después. Hay un ejemplo insistente, persistente y paciente que hace de
cada día un reto y una exigencia.
Más que “ventanas de oportunidad”, necesitamos aprender a ver y valorar
la potencia de cada situación desde una visión histórica. Más que a un
gran momento, es necesario prestar atención a la multiplicidad de
tiempos de vida que juntos podemos sustraer al dominio político y la
explotación capitalista. Y más que una victoria, necesitamos paciencia,
insistencia y persistencia, que son las virtudes con que realmente nos
podemos reapropiar de los tiempos de la política, sin ser víctimas de
una cruel e implacable política de los tiempos. Una de las cosas más
importantes que muchos aprendimos en los centros sociales okupados de
los años 90 fue que la mejor manera de abrir espacios de vida y de
intervenir desde ellos en los conflictos reales de nuestra ciudad era
generar calendarios y agendas propias. Esto no quería decir ir “a
nuestra bola”. Era entender que el tiempo de la historia, cuando es
único, siempre lo dirigen ellos.
Un desafío, la relación con el poder
Desde ahí se plantea el elemento clave que define la novedad de nuestra
situación política actual: la relación con el poder. Esto sí que es
nuevo, para nosotros. Y para nosotros significa para una generación muy
concreta, nacida y crecida durante la Transición española, lejos de
cualquier relación directa con el poder, ya sea económico o político.
En estos 30 años de victoria material y simbólica del capitalismo, en
sus diferentes versiones, neoliberal o socialdemócrata, no es que no se
haya combatido el poder, como a veces se quiere hacer creer. Hemos
luchado, hemos resistido y hemos creado formas de vida alternativas.
Pero estas formas de vida, de lucha y de resistencia han crecido en los
márgenes. Márgenes incómodos, en muchos casos, porque ha habido mucha
represión, destrucción y marginación. Y márgenes también cómodos, porque
también ha habido muchas formas de tolerancia, de integración y de
folklorización de las alternativas y las diferencias. En todo caso, esta
marginalidad nos ha permitido desentendernos del problema del poder.
Del poder institucional, como tal. Pero también del hecho de lo que
significa tener poder sobre o desde la vida colectiva y ejercerlo.
Reapropiarnos de nuestras vidas colectivamente exige, pues, plantear la
cuestión: ¿cómo tomar el poder (el poder de hacer y de decidir), sin
ser tomados por el poder? Se dice que el poder corrompe. Demasiado
fácil: parece un hecho natural. El poder seduce y destruye. O una cosa o
la otra, o las dos a la vez. Salir de los márgenes de la vida social
para ocupar el centro, como hemos ocupado las plazas, pide mucha
honestidad sobre nuestros límites y mucha inteligencia colectiva para
aprender a relacionarnos juntos con este poder del poder: su poder de
seducción y su poder de destrucción.
En este sentido, un elemento de preocupación y una dosis de confianza:
la preocupación viene del hecho de percibir un nuevo deseo de
autoritarismo entre nosotros y en amplias capas de la sociedad. La
situación de emergencia se traduce a menudo en un deseo de salvación y,
por tanto, de figuras salvadoras. El autoritarismo, a menudo, es
solicitado por quienes creen que necesitan ser salvados. Pero cuando la
salvación entra en el lenguaje de la política, la política muere y
entran en juego otros fenómenos que también organizan la vida colectiva,
como la religión, los movimientos de masas o los discursos redentores
del tipo que sean. Y esto ocurre a derecha e izquierda. El
autoritarismo, hoy, se disfraza de realismo y el nuevo dios, implacable,
es la realidad: funciona así y no puede ser de otra manera. Palabra de
Dios. Pero no queremos ni salvadores, ni tecnócratas de la realidad:
necesitamos compañeros capaces de compartir sus tiempos, saberes,
afectos y lenguajes para articular estas formas de vida rica, autónoma y
recíproca que queremos construir.
Desde aquí, una dosis de confianza: aunque la bestia humana es
antropológicamente incorregible y aunque la historia tiende a repetirse,
hay cosas que hemos aprendido porque las hemos vivido hace muy poco. En
este país, por suerte o por desgracia, la historia siempre es muy
reciente. Y actualmente, todavía tenemos dirigiendo la política, la
economía y los medios de comunicación a muchos de aquellos que un día
fueron caras nuevas que querían hacer un mundo nuevo. No hay que hacer
arqueología. Podríamos hacer un pesebre viviente con estas figuras.
Respecto a ellos hay un corte, y de ahí el elemento de confianza: es un
corte cultural y generacional, que es también un corte económico y
político. El corte es lo que el mismo sistema, mostrando sus límites, ha
impuesto: quienes venimos detrás, como generación, ya no nos podremos
colocar. Somos los hijos de la crisis, aquellos que dicen que ya no
viviremos nunca mejor que nuestros padres. Pero también somos los hijos
de la red, y del deseo de transparencia y de una educación poco
disciplinaria y relativamente igualitaria que nos ha permitido aprender a
vivir desde nuestros vínculos e interdependencias. Esto nos pone en
otra situación: o nos lanzamos cínicamente a la competitividad más
desaforada o desarrollamos las diferentes caras de la cooperación
necesaria. O el poder de unos contra otros, o la apuesta para descubrir
lo que juntas podemos. No hay un término medio. Estamos en una
bifurcación donde el deseo de poder económico y político se desnuda y
muestra sus cartas. Son cartas feas, pero a veces la fealdad, cara a
cara, es lo que puede inspirar más confianza. Nos enseña descarnadamente
el rostro de lo que nunca querremos llegar a ser.
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