Hoy, cuando todo el mundo anda a vueltas con Cataluña y el tortazo anunciado del honorable Mas, convertido en menos de lo que el mismo esperaba obtener, se me cruzan los cables universales, el mapamundi de los dolores solidarios y me inunda una rara sensación de agobio sociopolítico global.
No tengo nada en contra de que cada nacionalidad se independice si es que eso va hacerla más feliz y más justa, porque de paso nos ayudaría a todos a ser también mejores, más tolerantes, menos cerriles y mucho más individuos que ganado patriótico. Tampoco tengo nada en contra de quienes practican una nacionalidad conciliadora y cercana al resto del Estado; no se es más ni mejor catalán, vasco, gallego o andaluz, por ser más cerrado o más abierto en las opciones nacionalistas. Sólo si es mejor persona. Entonces se es mejor en cualquier opción autonómica o no. Lo mismo es aplicable a las ideologías políticas. Da igual cuál sea el credo de cada uno, si hay una buena persona debajo de la etiqueta y de la bandera de turno.
Quizás los símbolos y las metáforas grupales nos descafeínan tanto la conciencia que es muy fácil perderse en el laberinto de la politicancia. Un neologismo que se me acaba de ocurrir para poner nombre a esa especie de enfermedad obsesiva que convierte a los candidatos a buenas personas en líderes de la compraventa ideológica hasta perder todo rastro de cualquier ideal, de cualquier soplo de inspiración, de esos que no quieren ni necesitan mover "masas" sino despertar conciencias.
Da lo mismo que la corrupción sea centralista o autonomista. Liberal o socialista. Las etiquetas palidecen y se borran lo mismo ante la virtud que ante la desvergüenza. Una ideología y su partido correspondiente no dignifican a un corrupto, al contrario, es el corrupto el que destroza el caché de su ideología o su partido y no digamos nada, si además esa ideología protege y apoya al corrupto porque "es de los suyos".
Es un error pelearse por las ideologías, las religiones, las patrias, las opiniones, los negocios...Lo definitivo, lo básico e imprescindible son las buenas personas y ésas no necesitan pelear para demostrar lo que su vida transparenta por sí misma.
¿Qué es una buena persona? ¿Tal vez un pusilánime afecto al pasteleo que nunca lleva la contraria para no tener enemigos, que nunca se decanta por nada, para "no dar la nota" si esa nada sale mal y se pone al lado de los que le pueden beneficiar siempre que sea mayoría? ¿Tal vez, es un consentidor elegante y diplomático que nunca habla claro para no decir demasiado de lo poco que entiende? ¿Será el luchador a destajo que se come el mundo cuando se le calienta la indignación hasta que se le pasa y todo se queda como estaba?
La buena persona es fundamentalmente lúcida y honesta, porque la bondad requiere un proceso madurativo y un camino habitual de elecciones íntimas. Por eso está familiarizada con saber decir adiós en cada elección. Sabe que ir ligero de equipaje es imprescindible para ser uno/a mismo/a y que con fardos pesados y numerosos no es posible caminar. Y eso es importante; quien ha aprendido a no engañarse a sí mismo con milongas convenencieras, no puede engañar a nadie ni en una campaña electoral ni en un gobierno ni en una empresa. Ni en la familia ni en la amistad. Ni en nada. Ser buenas personas y ser tramposos es imposible. No se combina.
Quisiera hacer una sugerencia que me parece muy importante. Preocupémonos por conocer detalles de la vida privada de los políticos antes de votarles. De sus andanzas profesionales y familiares. No nos quedemos con la imagen de la foto publicitaria. Cotilleemos en la ciencia fisionómica y en las hemerotecas, aprendamos a leer en la mirada, en la expresión, en el sentido concreto de lo que afirman. Analicemos su lenguaje y comparémoslo con sus actos y con los resultados reales de sus gestiones. Un tirano, un egocéntrico, un miedoso, un despistado, un fatuo, un memo, un irresponsable, un vanidoso, un soberbio o un hipócrita con doble vida está destinado a ser carne de chantaje, por mucho que nos lo vendan, nos saldrá mal. Muy mal. Acabará corrompido y pensando que los regalos y prebendas con que le compran son detalles de cariño y de fidelidad y respeto hacia su persona. Así concederá cargos, cartera minsteriales, secretarías y direcciones generales como el que regala puros, beneficios y lucros a troche y moche y a los más carentes de escrúpulos que se convertirán sus incondicionales y manipuladores, sin pensar en nada más que en ser agradecido con su club de seguidores interesados .
Una buena persona en el gobierno no funciona por simpatías ni clanes. Sino objetivamente. Por eso elegirá buenos gestores entre quienes ni siquiera sean de su partido, si ve que en éste no encuentra personas adecuadas para la gestión. Con ello consigue un buen gobierno y no menguar la libertad e independencia que requiere la responsabilidad de gobernar. No acumular tapujos ni fomentar camarillas en su entorno. Pasar de aduladores y de chaqueteros. Distanciarse de los pelotas y tener próximos a los críticos y más reflexivos. A los que no buscan medrar sino servir y cooperar en el bien común. Así funcionan las buenas personas cuando gobiernan. Saben que están al servicio de su comunidad humana, de la que les ha votado y les ha encomendado que lleguen con su bien hacer a donde la colectividad no puede llegar.
Me pregunto si los políticos contemplarán estos aspectos de su condición humana y gestora. Si los pensarán alguna vez. Por los resultados y visto lo visto, mucho me temo que estas consideraciones les sonarían a algo estrambótico e imposible de conseguir. Sin embargo mucho más que el hecho de que ellos lo viesen así, me preocupa que sean los ciudadanos los que no sean capaces de exigir esos mínimos imprescindibles para poder ser un país decente. Eso es mucho más grave. Porque son los ciudadanos los que, además de elegir o no buenas personas, educan hijos buenas o malas personas, que luego serán los gestores y gobernantes del país.
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