Iglesia
Objetivo ‘Laicidad republicana’
Es necesario abordar lo religioso como un hecho
que ha de ser regulado sin privilegios para nadie en cuanto a su
presencia en el espacio social
José Antonio Pérez Tapias
14/01/2020
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El Estado español no es laico; debiera serlo. Y como allá
por 1931 decía don Manuel Azaña, ahora tan citado, en uno de sus más
brillantes discursos en las Cortes Constituyentes de la II República
–aquel en el que sentenció que “España ha dejado de ser católica”, lo
que no significaba que hubiera dejado de haber católicos en España–, la
cuestión de la laicidad no es meramente religiosa, sino “un problema
político, de constitución del Estado”. Por desgracia, tal clarividencia
es la que no ha llegado a ser compartida en grado suficiente entre
quienes representan a la ciudadanía española en las instituciones del
Estado desde la transición de la dictadura a la democracia, mediando
aprobación de la Constitución en 1978, hasta ahora. Si así hubiera sido,
la aconfesionalidad recogida en el artículo 16 de dicha Constitución
habría dado paso a un avance hacia un Estado laico en una democracia
coherente y consecuente.
La Constitución vigente, en el citado artículo, reconoce
la “libertad ideológica, religiosa y de culto” como afirmación de los
derechos civiles que a ello corresponde, declarando a la vez que en el
Estado español ninguna confesión tiene “carácter estatal”. El Estado, no
obstante, establece para sí la obligación de mantener “relaciones de
cooperación” con las confesiones religiosas con presencia en la sociedad
española, con el añadido clave que supone enfatizar que dichas
relaciones se tendrán con la Iglesia Católica. La sola explícita mención
de esta última ha sido y es de hecho la apoyatura en derecho para el
trato de privilegio que la Iglesia Católica recibe por parte del Estado
español, que sigue respecto a ella pautas que no se guardan en las
relaciones con ninguna otra comunidad de creyentes. Tales pautas
responden a lo codificado en los Acuerdos entre el Estado español y la
Santa Sede de 1979, firmados de inmediato tras ser refrendada la
Constitución el 6 de diciembre de 1978, como adaptación al nuevo
contexto político de los términos del Concordato de 1953 –el que
suscribió el Vaticano con la dictadura franquista, a la vez que ésta
firmaba los tratados con EE.UU. y entraba en la ONU, todo ello como
bendiciones de este mundo y del otro para legitimar el régimen surgido
de la Guerra Civil, declarada en su día “cruzada” por parte de la
Iglesia Católica–.
Una historia malamente inconclusa: de la Constitución a los Acuerdos con la Santa Sede
A los Acuerdos de 1979 se remite la especial relación del
Estado con la Iglesia Católica en muy diversos terrenos, desde el campo
educativo hasta los aspectos fiscales, o desde las contribuciones para
sostenimiento del clero hasta los capellanes militares con rango de
oficiales…, dando lugar a privilegios en el sentido más literal del
término. Tales Acuerdos, en relación a los cuales no faltan argumentos
para considerarlos contrarios a la misma Constitución de los que se
hacen depender, tienen el efecto, más allá de lo estrictamente
normativo, de prolongar unas determinadas posiciones de poder social e
ideológico de la Iglesia Católica en la sociedad española como prórroga
del nacional-catolicismo que tanto ha marcado nuestra historia en
tiempos precedentes, con singular fuerza durante el régimen de Franco,
en el que el catolicismo era religión oficial. A la vez, tal
consideración constitucional de la religión católica refuerza un orden
simbólico poco menos que intangible, con función de normalización
cultural garante de continuidad gatopardista en medio de los cambios.
Así, la llamada “cuestión religiosa”, la cual, siguiendo a
Azaña, era y es cuestión política, quedó resuelta a medias en el texto
constitucional con el que arrancó la democracia que tenemos. Aunque se
han dado algunos tímidos pasos para corregir tal situación, no se ha
evolucionado hacia la laicidad –no se vislumbra la indispensable reforma
constitucional en ese sentido– desde esa estación intermedia que es un
“Estado aconfesional”, valiosa teniendo en cuenta de dónde se venía,
pero insuficiente a la vista del objetivo que hemos de alcanzar. Una y
otra vez aparece en escena la necesidad de “denunciar” los Acuerdos con
la Santa Sede, para someterlos al menos a revisión, pero nunca se ha
dado tal paso, aun estando claro que son obstáculo grave en asuntos que
afectan a la vida social y a derechos ciudadanos, como son, por ejemplo,
algunos que se plantean en el campo educativo. En verdad no se ha
progresado nada en esa dirección, a pesar de que en la legislatura
correspondiente al último Gobierno socialista de Zapatero se llegó a
tener un interesante borrador –no pasó de ahí– sobre nueva Ley Orgánica
de libertad religiosa y de conciencia, que podría haber servido como
palanca para remover unos Acuerdos que eran y son tremenda piedra de
tropiezo. La Iglesia Católica sigue con sus privilegios y, a lo sumo,
para compensar esa circunstancia que va en detrimento de la no
discriminación que debieran disfrutar las demás confesiones con
presencia en la sociedad española, la desacertada vía que se emprende es
la de trasladar a éstas parte del trato que el catolicismo recibe. Es
el caso que supone la enseñanza de otras religiones en las escuelas del
sistema educativo, lo cual, aunque se amortigüe la discriminación, no
supone en modo alguno una solución del problema, sino su
multiplicación.
De la laicidad liberal a la republicana en una sociedad democrática, secularizada y pluralista
La situación descrita, con sus vertientes jurídicas,
políticas, económicas y sociales, es chocante en muchos aspectos, además
de ser recusable por razones éticas y políticas. Una observación atenta
de la realidad social de España muestra que, sin duda, es una sociedad
secularizada, en la cual la Iglesia como institución ha perdido buena
parte del peso que antaño tuvo. Lo paradójico es que esa pérdida de
relevancia social y de predicamento incluso entre buena parte de quienes
se consideran sus feligreses no supone en la misma medida una mengua de
poder ideológico y de capacidad de injerencia en la misma dinámica
política. Cabría matizar quizá, a tenor de una pertinente distinción del
teólogo Juan José Tamayo entre “secularización subjetiva” y
“secularización objetiva” de la sociedad en su conjunto, que en nuestro
caso es muy notable la primera y menos consistente la segunda, a lo cual
contribuye una aconfesionalidad constitucional que encubre un trato de
privilegio que no debería darse en un Estado democrático de derecho. Tal
condición de la Iglesia Católica, con apalancamiento nada evangélico en
la defensa de sus privilegios y en la fidelización de su “clientela” en
el mercado de las religiones, además de ser irrespetuoso con lo que a
ese respecto exige el principio de igualdad en una sociedad secularizada
y pluralista, no se justifica desde una posición jurídica razonable por
cuanto se sostiene legalmente aduciendo una situación de hecho
–presencia mayoritaria del catolicismo en la sociedad española (lo cual
ha de ser objeto de revisión sociológica a estas alturas)– como
apoyatura para un tratamiento amparado por el Derecho. Ese salto de lo
fáctico a lo normativo es injustificable por cuanto atenta en sus
consecuencias a derechos individuales y colectivos, dada la
discriminación que conlleva.
Con todo, la laicidad del Estado que la razón democrática
no puede dejar de postular no tiene que ver sólo con la defensa de los
derechos civiles de todos, sin exclusión ni postergación de nadie, en
cuanto a libertad religiosa y de conciencia; tiene que ver también con
la configuración misma del Estado, por cuestiones de principio, como
diríamos de nuevo con Azaña. La laicidad es lo que debe corresponder a
un Estado cabalmente democrático, heredero de los procesos a través de
los cuales tuvo lugar la desacralización del poder y la paulatina
democratización del mismo, como expresiones políticas de la
secularización de la cultura a lo largo de la modernidad occidental –a
partir de aquí habría que abordar la universalizabilidad del principio
de laicidad–. El Estado no sólo debe ser “neutral” en cuestiones
religiosas –mejor es hablar de “imparcialidad”, como llegó a sugerir
Spinoza ya en el siglo XVII–, sino que ha de velar por una clara
diferenciación de ámbitos: lo religioso y lo político como “esferas de
valor” distintas –dicho con Max Weber–, de manera que a la neutralidad
del Estado ha de corresponder la no injerencia de las iglesias como
tales en el ámbito político.
La laicidad, por tanto, no tiene que ver sólo con la
salvaguarda de los derechos civiles de los individuos y colectivos de
las comunidades, que es a lo que queda obligado el Estado, conforme,
además, a un principio de tolerancia que, como dejaron formulado Locke y
Voltaire, exige el respeto a la libertad de creencias, implicada su
expresión, en una sociedad pluralista. Esa concepción liberal de la
laicidad es la que ha de verse complementada con una idea republicana de
la misma, por cuanto la laicidad es considerada elemento constituyente
del espacio público de la sociedad y del ámbito político de un Estado
democrático, espacio y ámbito en el que ciudadanas y ciudadanos han de
ejercer sus derechos políticos.
El republicanismo que ha de impregnar, pues, la laicidad
que ha de conseguirse –es tarea inaplazable en y para el Estado español,
mucho más allá del cobro del IBI por bienes eclesiásticos– no se limita
a pensar la religión sólo como algo limitado a la intimidad de las
conciencias y privacidad de las prácticas de los creyentes. Ha de
abordar lo religioso también como hecho que ha de ser regulado sin
privilegios para nadie en cuanto a su presencia en el espacio social
–diferenciado del ámbito estrictamente político de las instituciones del
Estado, donde lo religioso ha de quedar fuera y, por cierto, también
fuera de un concepto de soberanía que ha de verse libre de connotaciones
teológicas que en la misma Constitución lo lastran–.
En el espacio social donde se ubica la opinión pública,
creyentes y no creyentes han de encontrarse ofreciendo argumentos con
razones que todos puedan entender, aunque no todos las compartan. Como
subraya Jürgen Habermas, los creyentes no están obligados a desaparecer
de la vida pública ni a ocultar su fe, pero sí a “traducir” a un
lenguaje secular de ejercicio autónomo de la razón lo que desde sus
convicciones consideren pertinente exponer en los debates que
socialmente se den. Al fin y al cabo, ese esfuerzo de “traducción” en
aras de la comunicación es para todos insoslayable en una sociedad
pluralista, y más con notable diversidad cultural. El diálogo
intercultural es motivo añadido para exigirnos la laicidad republicana
indispensable para esa convivencia donde todos nos vemos comprometidos a
respetar la dignidad del otro. Y si los movimientos laicistas,
conscientes de que la laicidad no es antirreligiosa, sino
anticonfesionalista, han de tener en cuenta esa exigencia que les
justifica, las religiones han de asumir la laicidad como exigencia
propia, amén de requisito democrático, lo cual, siendo consonante con
los vectores proféticos y humanistas de sus tradiciones respectivas, es
antídoto contra los fundamentalismos e integrismos en los que aflora la
perversión en la que las mismas religiones se autodestruyen hasta
derivar a las más groseras idolatrías.
Autor >
José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático y decano en la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones
para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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