La crisis perpetua
por Luis García Montero
La salida de la crisis no es una salida real, sino la
santificación de un tiempo nuevo que podemos definir como crisis
perpetua. Las meditaciones de Kant sobre la paz necesitaron debatir unas
circunstancias capaces de asegurar la concordia definitiva. No bastaba
con la posibilidad de una tregua, había que conseguir un futuro sin
herencias bélicas. Paz perpetua… Con la misma ambición, parece que la
política española, medida a medida, se ha empeñado en instaurar una
crisis perpetua. Lo que se justificó como consecuencia de una coyuntura
difícil, se define ya como la costumbre del futuro. El porvenir se
confunde con una realidad precaria.
El poder es, antes que nada, un profesor de filología. Le saca punta a
las palabras, analiza la semántica de sus sílabas, la coloca, la
desordena, la recoloca. Pidió sacrificios en nombre de la palabra crisis
porque significaba escasez, carestía, situación dificultosa o
complicada. Pero ocultó en lo que pudo el verdadero sentido de sus
letras: mutación importante, proceso de cambio físico, histórico o
espiritual. De la escasez a la mutación, la crisis ha sido un tiempo de
acercamiento a la precariedad definitiva. Ahora salimos de la crisis,
porque el proceso de mutación ha concluido y la desigualdad más
insolente está fundada.
Cada vez que el presidente de gobierno, o la ministra, o el
secretario de Estado, o el experto de las tertulias, hablan de buenos
síntomas se produce una redefinición de la verdad. Los puestos de
trabajo creados que tanto se aplauden son en realidad una conquista no
sólo escasa, sino también muy triste. Si miramos con los ojos de un
pasado inmediato, los ojos que buscaban unas condiciones laborales
dignas, el panorama es aterrador.
Bajo el gobierno del PP, en España se han hecho 34 reformas que
afectan al Estatuto de los Trabajadores, el empleo y las pensiones. En
España hay 23 millones de persona en riesgo de pobreza y exclusión
social. En España se ha impuesto la desigualdad más alta de la Unión
Europea hasta el punto de que una pequeña población rica tiene un
ingreso 7 veces mayor que una inmensa población pobre. En España no
basta con encontrar trabajo para salir de los índices de pobreza, porque
los salarios son tan bajos que no sirven para cubrir unas necesidades
mínimas. En España baja de manera notable el empleo a tiempo completo y
suben el contrato basura y las condiciones miserables de los autónomos. Y
en España decir estas cosas empieza a ser propio de los aguafiestas…
Mientras todo el mundo busca la luz, parece que uno no quiere reconocer
la salida de la crisis. Molesta la conciencia de que no hay salida de la
dificultad, sino mutación en un estado de dificultad perpetua.
El poderoso Filólogo quiere redefinir, imponer, decretar la palabra alegría.
La dignidad es un valor que sólo se pueden permitir los afortunados.
Poner un ejemplo futbolístico nunca está de más en España, porque es el
único fenómeno social que se resiste a la desvertebración. Carles Puyol,
el admirable central barcelonista, se ha despedido de la afición y de
su club esta semana. Se retira de forma muy digna. Las lesiones y la
edad han castigado su rendimiento. En vez de amarrarse al banquillo y a
la ficha, renuncia a dos años de contrato. Es sin duda una postura
honesta. ¿Pero quién puede permitirse la honestidad? ¿Hubiera podido
anunciar Puyol su despedida estando en unas condiciones adversas? La
dignidad personal es inseparable de la situación social de los
individuos.
En España no están las cosas para renunciar a un contrato, aunque sea
basura, aunque se rebaje el poder adquisitivo, aunque las condiciones
laborales conviertan al trabajador en una cosa de usar y tirar. Se
juntan, además, el hambre con las ganas de comer. 6 millones de parado
definen bien una realidad en la que ni siquiera el dinero resulta lo más
importante. Llegar a fin de mes es decisivo, por supuesto; pero hace
más daño el estado de ánimo que la situación económica. Sentirnos
inútiles, una carga para los demás, unos excluidos, nos degrada el
carácter, nos deja huecos por dentro. Sólo en un país de muertos
vivientes resulta posible que un presidente de gobierno se atreva a
borrar la experiencia de la gente para vender el triunfo de la
precarización como el final de la crisis.
Y la gente está tan necesitada, tan angustiada, que corren peligro
las voces empeñadas en recordar la dignidad. No hablo de luchadores,
sino de rutina común. Hace pocos años existía una sociedad en la que se
tomaba en serio el derecho de los trabajadores y el salario como factor
indispensable en el reparto de la democracia y de la riqueza. Ahora ese
recuerdo es una molestia para disfrutar del “justo y necesario final de
la crisis”. Y otra aclaración: no estoy hablando de ningún paraíso
pasado, sino del infierno presente, del infierno que le dejamos a
nuestros hijos.
Peor que la crisis misma es esta salida de la crisis.
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