viernes, 28 de marzo de 2014

Contrastes

Llegará un día en que nuestros hijos, llenos de vergüenza ,recordarán estos tiempos extraños en los que la honestidad más simple era calificada de coraje.

Evgeny Evtuschenko



Aquí, a continuación de este post, coloco un artículo de la abogada Lidia Falcón en el que nos explica su opinión sobre Suárez. Creo que su lectura desapasionada y serena puede ser un estupendo ejercicio de desbloqueo de la inteligencia y del uso de la lucidez y de la comprensión, incluso de la clarividencia, como de gran utilidad para revisar nuestras ideas, nuestras percepciones y el grado de escucha y discernimiento desapasionado con que podemos descodificar y asimilar los planos diversos de una misma realidad, sin juicios, prejuicios,  ni descalificaciones, sino con ecuanimidad y respeto a la historia y sobre todo a los individuos que han intentado dar lo mejor de sí, equivocados o no, muy por encima de los que sólo pretenden medrar y sacar tajada. Una diferencia abismal, a tener en cuenta, entre uno y otro paradigma.
Personalmente, me ha parecido que el título del artículo es perfecto: Víctimas de un enorme engaño. Los españoles. Todos. Engañados miserablemente. Todos. Menos la oligocracia viejísima y acartonada, dinosáurica, que a través de centurias sigue en sus trece, haciendo exactamente lo mismo que en el siglo XVII, XVIII, XIX y XX, con los validos de una monarquía decrépita mutados en partidos, banca y empresa, mangoneando al real títere de siempre, con otro nombre, pero con el mismo pedigrí e idéntica disposición de ánimo y de todo lo demás.
Es cierto todo lo que cuenta Falcón sobre la trama euro-yanky que acunó la aparente salida del franquismo. Totalmente de acuerdo en que en las mentes de toda aquella caterva fascista y siniestra estaba clarísima la convicción de que lo más útil debía ser simular un cambio en la superficie de las formas, para que nunca pudiese descubrirse que nada había cambiado ni cambiaría jamás en el fondo de la casposa impolítica española tradicional, como afirma el Príncipe di Salina en Il Gattoppardo de Lampedusa: es preciso que todo cambie para que todo siga igual.
Tan claro estaba, que no hacía falta tener contactos en el exilio, para leer claramente en las palabras, silencios, guarradas sottovoce y bajo mano, dimes y diretes, semblantes y talantes, la envergadura de la engañifa; afortunadamente los métodos y chanchullos de la casta oligárquica española no evolucionan nunca y corroídos por el óxido de la soberbia y el machismo prepotente, siguen cantando la Traviata a capella hasta sin querer. Rezuman heces intencionales, sin ni siquiera ser conscientes de tal dis-capacidad.
Por supuesto que Suárez era el 'galán joven' adecuadísimo para la representación. Nadie se  hubiese tragado el propósito de enmienda con Arias Navarro, Fernández Miranda o cualquier otro ejemplar de la ganadería del terror. Era necesario un joven que no hubiese hecho la guerra, sino que la hubiese sufrido de niño. Un joven que no hubiese participado en matanzas ni asesinatos "legales" aplicando el derecho a los más retorcidos y crueles designios paranoicos del psicópata y megalómano dictador. Un joven falangista de convicción, o sea "revolucionario e incorformista", porque la falange era para Franco como la teología de la liberación es para el Vaticano: revolucionaria y con una ética, de la que el aparato poderoso carece, precisamente para poder poder. Eso era lo conveniente, pensaron los tiranosauros rex de la herencia truculenta. 
De hecho J.A. Primo de Rivera escribió desde la cárcel de Alicante, en el verano  y otoño del 36 varias cartas al Presidente de la República, espantado por las carnicerías del golpe militar y ofreciéndose para mediar y parar inmediatamente lo que él llamó "locura fratricida". Pero aquel hombre idealista e ingenuo, que además de abogado y rebelde con causas varias, rico venido a menos por propia voluntad solidaria, era un poeta en mono y alpargatas, no fue escuchado por nadie. Le mataron por pensar que había que cambiar las cosas en ambos "bandos". 
Ya se encargó el propio Franco de no hacer el canje de prisioneros propuesto por el gobierno republicano, que hubiese salvado de la muerte al joven líder falangista, pero, peligroso para el militar ávido de medallas y fajines con aspiraciones jerifaltas del altos vuelos, porque sin duda alguna el carisma y la cultura de P. de Rivera habría ocupado el centro gravitatorio e ideológico del cambio político y social, con todos los inconvenientes de un "socialismo de derechas" que habría sido un suplicio para la oligocracia aborigen adicta a que la sangre de aquellos que martiriza sea semilla de buenos dividendos y multiplicandos. 

Suárez, falangista desde su infancia y adolescencia, se había creído los Principios del Libro Verde. Aquello de que el hombre es una unidad de destino en lo  universal y de que el futuro está en las estrellas, como canta el coro de la Novena Sinfonía de Beethoven con letra de Schiller. Y cuando se vio en la tesitura de ser elegido para formar el primer gobierno postdictatorial, se frotó las manos pensando que seguramente ese destino en lo universal le confiaba la tarea de cambiar de verdad las cosas. Se lo creyó. Y lo hizo. Como hubiese hecho un J.A. Primo de Rivera en los años 70. Como el propio eurocomunismo que inició Enrico Berlinguer intentó y consiguió la misma onda de apertura. Con mentalidad integradora y dialogante que había evolucionado desde los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX, a la capacidad dialógica del consenso que caracterizó el final de la guerra fría, la desaparición de las tensiones entre bloques ideológicos  opuestos que tenían al mundo en vilo; a Suárez hay que descodificarle en la misma clave que a Gorbachov o a Robert Kennedy.  Herederos de un sistema atávico, obsoleto, enranciado, imperialista y cruel, pensando que la crueldad está justificada si la idea es buena, sin pararse a pensar que hasta las mejores ideas si se defienden a base de crueldad, se convierten en barbarie genocida, con resultados como Franco, Hitler, Mussolini y Stalin, quien aterrorizó y espantó al propio Santiago Carrillo, que no era precisamente una monja de la caridad.

                                       

Suárez fue el hombre de la encrucijada. Pudo elegir plegarse y hacer lo que le imponía la oligocracia que lo había designado manu regali como ejecutor de sus designios "transicionales", pero resultó que esa oligocracia no contaba con un elemento nuevo para ella: la conciencia de Suárez. Es natural que quienes no están acostumbrados a convivir con ésta, con la conciencia, interpreten como ínfulas destempladas la fidelidad a ella, por encima del acatamiento a las consignas que vienen de "arriba", a las órdenes sean como sean y a los chanchullos justificados sólo porque proceden de las cimas del poder. Resultó que Suárez era fiel a esa particularidad tan incómoda, que no es precisamente muy común. La conciencia despierta es una impertinente y reconfortante compañera de viaje que no muchos están dispuestos a soportar, valorar y escuchar. Para el acomodaticio a los intereses impuestos, las decisiones de las personas conscientes y, en consecuencia, libres, son una muestra de "soberbia" o de vanidad, de testarudez y obcecación. Así le pasó a Tomás Moro con Enrique VIII de Inglaterra: pasó de ser su consejero más apreciado a ser su víctima en el patíbulo porque no aceptó que violasen su libertad de credo ni quiso participar en la persecución exterminadora de los católicos tras la reforma anglicana. El tirano lo decapitó sin compasión alguna.

En el siglo XX ya no se decapitan primeros ministros, pero se los sepulta en vida, se les ningunea, se les difama, se les crean leyendas negras, se les niegan créditos bancarios para financiar campañas electorales, se les hace el vacío, se les maldice y se les margina, hasta que los ciudadanos se acostumbran al olvido. Y eso pasó con Suárez. Pagó por ser limpio de corazón y ejercer, servidor del bien común por encima de sus intereses de casta, con los que no se identificó nunca. Era un ciudadano más y así actuaba. Por eso legisló para solucionar problemas sociales y desigualdades gravísimas. Por eso no se adaptó a lo "impolíticamente" correcto, como tampoco se tiró al suelo bajo los tiros y empujones de aquel pobre monigote vestido de guardia civil. Se mantuvo en pie y sentado, aún sabiendo que podían dejarlo seco y se levantó de un salto cuando vio los malos tratos contra el Vicepresidente del Gobierno Gutiérrez Mellado. ¿Cómo lo interpretan quienes votan a los que se escondieron como conejos? Pues, como chulería. A Suárez, ya dimitido por su malestad y roto su trabajo conciliador y cívico de gobierno para dar paso a lo que luego nos ha hundido en la miseria en plan gotero letal alternante, le daba igual que lo matase la bala de un demente teledirigido si así era el único modo de dar testimonio de que la dignidad humana no es humillable por las armas y la amenazas en el territorio de la conciencia capaz de desobedecer a la villanía del fanatismo. A quien es consciente y escucha a su conciencia, no le asusta lo que suele asustar a los dormidos. Teme más vivir con vilipendio que morir con la conciencia puesta, como le habría dicho el propio José Antonio Primo de Rivera, que ya lo dejó escrito en aquellos renglones de la historia. O vale más morir erguido y activo que arrastrado y degradado por el miedo, como decía Gandhi, quien golpeado, empujado y tirado al suelo por fuerza, se levantaba una y otra vez hasta conseguir quemar la cartilla de marginado social  que imponía el gobierno sudafricano a las personas de piel oscura y rasgos diversos a los 'blancos' -de epidermis, obviamente, porque de alma, ya es otro cantar-.

                                                        
Suárez mientras sirvió a los españoles fue un ejemplo de valor, de honesta lucidez y de dignidad, que ya nos gustaría encontrar de vez en cuando entre los gestores de la política institucional. Nunca abusó de su posición. Superó barreras fanáticas y dogmatismos culturales absurdos que mucha gente de izquierdas, estupenda y muy válida, no es capaz de superar porque están manipulados a su vez por su montaje acrítico o por su afán acomodaticio que los lleva a ser neoliberales sin escrúpulo alguno y a perseguir el poder como única finalidad, a cualquier precio. Y que por supuesto la derecha cavernaria ni siquiera ve ni por casualidad. Suárez prefirió la dimisión y la "derrota" antes que vender el alma y la conciencia al diablo de la ambición y del trapicheo. La prueba de su honradez es que se retiró de la política definitivamente cuando vio su inutilidad para conseguir limpiamente el bien común, que volvió a su oficio de abogado mondo y lirondo,  y que nunca usó puertas giratorias para colocarse en Telefónica, Bankia, Fenosa o Iberdrola.

Si Suárez hubiese sido un mediocre como el resto de acólitos del sistema repugnante que nos controla, habría seguido ocupando cargos y subido para siempre al carro del poder en cualquier puesto vitalicio, dando consejitos en foros públicos o enchufado a cualquier cable de alta potencia forrística, seguramente habría hecho una fundación en loor a sí mismo, con subvenciones  públicas para darse importancia y no caer en el olvido. Pero no era un fantasma figurón. Sino un conciudadano decente y un hombre de bien.
Suárez fue un regalo del universo, que los pobres españoles no pudimos disfrutar demasiado tiempo, como todo lo excelente, que en este plano de la existencia siempre es efímero y nos llega con fecha de caducidad, como si fuese una caja de quesitos, mientras que la morralla no hay forma de sacudírsela de encima, es una penitencia incombustible e inagotable, probablemente porque nunca trabaja de verdad ni se ocupa en serio de sus responsabilidades, sólo de su supervivencia y prevalencia abusiva. Ha sido el único gestor político que todos sentimos cuando gobernaba como "uno de los nuestros". Y de eso no puede presumir ningún otro presidente hasta el momento.
Es una pena que las ideas de un programa dogmático no permitan la visión clarividente de la realidad y que enturbien lo más hermoso que tenemos: nuestra conciencia evolucionada libre de esquemas y trampantojos, porque de ese modo nunca podemos apreciar lo bueno por conocer, que nos da la vida como novedad y cambio a mejor, "sensatamente" taponado por lo malo conocido, pero tan familiar, proclive y afín al reino postizo, travestido de lo que no es y siempre previsible, como sucede en el cortijo nacional de la mediocridad.

                                         

 

 

Víctimas de un enorme engaño

por Lidia Falcón

28 mar 2014


No sorprende la elevación a los altares de Adolfo Suárez en el momento de su muerte por parte de políticos, periodistas y creadores de opinión. Ni siquiera esos honores de ética y estética franquista, con los mismos curas, obispos y militares que exhibía la televisión única de los años sesenta, organizados por el Gobierno actual y coreados por todos los partidos. No sorprende tampoco el coro mediático oficial entonando el canto gregoriano con entusiasmo inigualable ante ningún otro héroe. No sorprende, aunque apena, el papanatismo de los badulaques que han soportado horas de cola en el velatorio, que han seguido llorando el furgón mortuorio y que repiten en las entrevistas que fue el mejor presidente de España (sic); al fin y al cabo eso es lo que les han enseñado en la escuela y en la televisión desde hace treinta y ocho años y son por tanto víctimas de un enorme engaño.
Me sorprende más que no haya un repaso serio y exhaustivo, por la mayor parte de la izquierda, de quién fue Adolfo Suárez y qué es lo que hizo realmente. El análisis del papel que cumplió Suárez requiere de un detallado y objetivo estudio de lo que se pretendía para nuestro país desde los grandes poderes que gobernaban, y gobiernan, el planeta: el económico repartido entre la producción industrial, agrícola y financiera; el militar con el lobby armamentístico, uno de los más importantes del mundo, y la industria mediática y cultural, imprescindible para que las víctimas de la conspiración la aceptasen, gozosamente, como han hecho estos días. No puede limitarse la crítica a repasar superficialmente las etapas de las reformas con que se construyó la superestructura legal y política que diese apariencia de legalidad y democracia al mantenimiento del imperio capitalista.
Lo cierto es que Adolfo Suárez no fue más que el encargado de llevar a cabo el proyecto capitalista que la Comunidad Económica Europea tenía previsto para España, desde hacía más de una década. En los años ochenta, en un programa de televisión en la cadena estatal, Carmen García Bloise, miembro de la ejecutiva del PSOE, persona de confianza de Alfonso Guerra, y bien informada, explicó que el sistema que se había montado para España estaba diseñado desde los años sesenta por el Mercado Común y la OTAN. Que ella lo sabía muy bien porque, como hija de exilados socialistas en Bélgica, había asistido desde muy joven a las reuniones que sostenían sus padres y compañeros de ideología con los dirigentes de las grandes instituciones europeas, con los responsables estadounidenses de la Alianza Atlántica, de la CIA, los británicos del Intelligence Service, y sobre todo los hermanos alemanes del SPD, que no contemplaban otro cuadro político para nuestro país que el que resultó implantado con la Constitución de 1978.
Para llevar a cabo dicho plan –y no creo que hoy pueda dudarse de que se cumplió a la perfección– desde que se esperaba la muerte del dictador, se organizó la Transición, bajo las condiciones que le impusieron al rey. Resulta absolutamente ridículo afirmar, como hacen algunos medios, que el rey es el artífice de la democracia actual y que para llegar a tal fin le encargó a Suárez la aparentemente difícil tarea de desmontar la dictadura.
Porque no es bueno olvidar que el franquismo, como tal, en las sucesivas elecciones que se celebraron en la Transición no alcanzó más que el 4% de los votos; entendiendo como tal las organizaciones de Fuerza Nueva, Guerrilleros de Cristo Rey, etc., mientras la derecha que comenzaba a disimular su pasado fascista, como Alianza Popular o Coalición Democrática obtenían el 10%. Contra todo lo esperado, lo propuesto y lo planificado, por Franco y sus huestes, España y sus 40 millones de españoles no se habían convertido masivamente al fascismo. Mientras, la UCD obtenía 6 millones de votantes, el PSOE, 5 y el PCE, uno y medio, lo que significaba que el país se escoraba a la izquierda. Y ése, y no otro, era el peligro que tanto temían los poderes fácticos.
torcuato1-detalleNi el rey tenía, ni tiene, más plan que el que el Departamento de Estado de EEUU decida; ni sabía, ni sabe, lo que es la democracia. Una vez los representantes de la UE y de EEUU se reunieron con el asesor del rey, Torcuato Fernández de Miranda, y le encargaron que encontrara a un funcionario de ninguna relevancia ni ideas propias, que saliera de las filas del franquismo para no alarmar a la caverna, para que llevara a cabo las reformas legales que hacían falta a fin de situarnos –malamente– a la altura de las democracias europeas; a aquel siniestro personaje (repasen las fotos que tenemos de él) se le ocurrió sacar del pasillo donde dormitaba como edecán de Herrero Tejedor al joven, atractivo, atildado y relamido, como galán de las películas de Cifesa, Adolfo Suárez.
Y fue un acierto, sin duda. Porque Suárez al principio no sólo fue cumpliendo todos los pasos que sus jefes le dictaban: lo primero, la Ley de la Reforma Política y las elecciones que había que organizar, sino que se lo creyó. Hubo más discusión entre las potencias importantes económicas sobre la legalización del PCE, teniendo en cuenta que en Alemania estaba prohibido y que al Departamento de Estado de EEUU le entra urticaria cuando oye la palabra comunista, pero Santiago Carrillo se lo puso fácil: el pueblo español gozosamente aceptaba la restauración de la monarquía borbónica que con tanto deshonor había expulsado del país en el año 1931. Y con él a toda su camarilla: capital, banca, hombres de negocios como De la Rosa, latifundistas del sur y del oeste que constituyen su corte; comprendía claramente el papel imprescindible que cumplía el Ejército franquista y seguía financiando y adorando a su Iglesia católica.
Inmediatamente era preciso doblegar la columna vertebral del movimiento obrero y hacerle firmar los Pactos de la Moncloa, por los que el capital imponía sus condiciones. Se acabaron las multitudinarias manifestaciones –recordemos la de la SEAT en Barcelona–, las huelgas interminables –recordemos la de Roca en Barcelona–, y las asambleas obreras, y el proletariado se convirtió en servidor sumiso de la patronal. Así el país se asentó como un buen socio de los centros de poder económico internacionales. Cierto que para conseguir tan buen resultado Comisiones Obreras y el PCE colaboraron sumisa y eficazmente, pero tanto unos como otros habían sido advertidos con severidad: o esto o el caos, sucedáneo de la Guerra Civil y de la implantación de una nueva dictadura. Y tal amenaza no debe ser secreto para nadie ya que Carrillo lo ha confesado y ratificado numerosas veces.
Leopoldo-Calvo-Sotelo-y-Felipe-GonzalezLos Pactos llevaron a la rebaja de salarios, al aumento de la explotación de los trabajadores y a la desmovilización de los sindicatos. Pero fueron definitivos para asegurar la tranquilidad laboral que necesitaba el capital. Y todo iba a avanzando como se debía, hasta que Suárez, ensoberbecido y poco lúcido, cada día más convencido de su propio mérito, se creyó que solo él tomaba las decisiones, que era providencial su papel en la transformación española, que realmente había inventado el sistema y la democracia, y llegó el momento de echarlo. Para nadie es un secreto que el rey lo detestaba, que sus antes aliados conspiraban continuamente contra él y que la decisión de dimitir la tomó cuando todos, especialmente el Departamento de Estado de EEUU, le empujaron de malos modos hacia la puerta; como él mismo lo explicó en aquella comparecencia patética en la televisión, que los de mi generación, y varias más, vimos en directo. Porque, tampoco es un secreto, Suárez no era tan partidario de la OTAN como se necesitaba, es Calvo Sotelo, con la secreta alianza del PSOE, el que nos mete; Suárez comenzaba a convertirse en un socialdemócrata inventado por él mismo, que no tenía detrás ningún respaldo ni económico –el CDS que crea está en la miseria– ni político, pues la SPD alemana ya había apostado por el PSOE.
El golpe de Estado del 23-F es un montaje entre todos los poderes: económico, militar, político, con el rey al frente, para advertir a los que iban a gobernar a continuación que no se permitían veleidades como las de Suárez. Y la inmensa manifestación del pueblo en Madrid después del golpe venía a decir: de acuerdo, antes de que nos fusilen al amanecer elegiremos a Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, nos rendiremos al capital y le estaremos eternamente agradecidos al rey que nos ha salvado la vida. No se debe olvidar que esa Transición idílica que nos han contado sumó más de 600 muertos, víctimas una buena parte de los facciosos y organizaciones policiales que nunca fueron ni descubiertos ni castigados.
Entonces, ¿a qué aceptar, desde una postura realmente de izquierdas, que Suárez fue un dirigente político de gran altura, con enormes cualidades para el consenso y los pactos, y que construyó la democracia en España?
Diríase que la izquierda sigue padeciendo el “síndrome de Estocolmo” como tan acertadamente lo definía Carlos París, y presa de la necesidad de ser reconocida como “una fuerza política seria”, no se atreve a gritar de una vez que “el rey va desnudo”. Este miedo se evidencia cuando la exigencia de proclamar la III República está siendo siempre pospuesta por la mayoría de los dirigentes de izquierda a un tiempo futuro e indeterminado, que les tranquilice.




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