ESTIGMA
Como si hubiera un mañana. De violencia, infamias y enfermedades mentales
Establecer una correlación directa entre la violencia y la enfermedad mental es una forma común, una más, de estigmatizar a las personas que padecen algún trastorno, que conduce a que los pacientes escondan sus problemas por miedo a parecer agresivos
Manuel Romero Fernández 27/04/2021
Público/CTX
En primer lugar, debo comenzar pidiendo disculpas por apropiarme del título del libro Como si hubiera un mañana. Ensayos para una transición ecosocialista (Sylone, 2020), pero no se me ocurre una forma mejor de expresar la actitud con la que debemos afrontar la epidemia de problemas de salud mental: tenemos que luchar con la esperanza de que va a servir para algo. He de reconocer que la oleada de manifestaciones públicas que dieron respuesta a las palabras miserables del diputado del Partido Popular, el ya famoso “vete al médico” –a la que contribuí humildemente con los artículos “Habitar en un mundo grande y terrible”, publicado en este mismo medio, y “Señor diputado, yo también fui al médico”, escrito para El Salto– me insuflaron de ánimo no solo a nivel personal, que siempre es reconfortante saber que no eres el único que se encuentra en una situación tan desagradable, sino también a nivel político. Comencé a tener motivos para pensar que es posible amanecer sin sentirse invadido e incapacitado por la ansiedad o rumiando pensamientos nocivos, y que, además, esa salida podía ser colectiva.
Después de todo lo ocurrido, creí que podía ser una buena idea escribir un texto que compendiara algunas de las alternativas para combatir la crisis de salud mental –desde políticas públicas hasta las redes de apoyo mutuo– que sirvan de complemento a los remedios individuales, como la terapia psicológica o los psicofármacos. Sin embargo, mientras me encontraba preparando el artículo, ha aparecido una nueva polémica vinculada con la enfermedad mental que creo que es importante señalar, ya que nos muestra el largo camino que queda aún por recorrer. Lamentablemente, la realidad es tan tosca y periódicos como El Mundo o El Español pueden llegar a ser tan infames que me he visto obligado, una vez más, a reiterar algo que ya intenté poner de relieve antes: los peligros asociados a la privatización de la enfermedad. El texto que recopile esa amalgama de alternativas en común que ayuden a paliar las patologías psíquicas tendrá que esperar.
En esta ocasión, el origen de la controversia lo podemos encontrar en las amenazas recibidas por diferentes personalidades públicas. En la última de ellas, ocurrida en el día de ayer, la ministra de Comercio, Turismo e Industria, Reyes Maroto, recibió una carta con una navaja aparentemente ensangrentada. En la misma tarde, el diario El País publicaba en exclusiva que el sobre con la advertencia había sido cosa de un vecino de El Escorial diagnosticado de una enfermedad mental. Javier Padilla, médico de familia y autor del libro ¿A quién vamos a dejar morir? Sanidad Pública, crisis y la importancia de lo político (Capitán Swing, 2019), bromeaba en sus redes con un tuit en el que decía que no vemos titulares como “un hipertenso roba un banco”. Pero esto no fue lo más grave. Unas horas más tarde, el periódico El Mundo hizo pública su portada del 27 de abril; en ella destaca un titular en el que se podía leer lo siguiente: “El PSOE hace campaña con la amenaza de un esquizofrénico”. Pero si parecía difícil escribir algo peor, nuestra prensa patria siempre tiende a superarse y lograr que un titular tan repulsivo no sea lo más miserable que vayas a leer hoy. En el noticiero de Pedro J. Ramírez, El Español, un artículo que aborda la misma cuestión tiene por título lo siguiente: “La izquierda se aferra a la ‘amenaza fascista’ pese a que el cuchillo a Maroto lo envió un trastornado”.
Pese a que es difícil encontrar ejemplos a la vez tan demostrativos como despreciables, lo de establecer una correlación directa entre la violencia y la enfermedad mental es una forma común, una más, de estigmatizar a las personas que padecen algún trastorno, lo que conduce a que los pacientes escondan sus problemas por miedo a parecer potenciales sujetos agresivos. Sin embargo, la realidad se antoja muy distinta. El ensayo visual Estados del malestar (2019), de la artista María Ruido, aborda esta falsa relación causal. Tan solo un 3% de las personas que muestran una patología de este tipo llega a cometer actos de violencia. Este es, sin duda, un porcentaje ridículo y en absoluto representativo. Es más, quienes padecen una enfermedad mental tienen más probabilidad de encontrarse en situación de vulnerabilidad y, por lo tanto, mayor riesgo de ser víctimas de una agresión. Para más información sobre esta no-correlación recomiendo leer el artículo titulado “Una historia de Violencia”, escrito en el año 2015 por la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
Ya en el texto Habitar en un mundo grande y terrible intenté explicar la importancia de romper con aquello que Mark Fisher llamó la privatización de la enfermedad. La vinculación de crímenes, delincuencia o cualquier otro acto que implique violencia con algún tipo de desorden mental ha servido de coartada para ocultar las estructuras de poder y dominación que les otorgan sentido. Una dinámica que responde a la lógica neoliberal de la individualización más absoluta. Los ejemplos más claros de los últimos años, o, al menos, los más sencillo de entender, son las piruetas de los medios de comunicación para explicar los asesinatos machistas a través de una conducta desviada: no la mató porque fuera una mujer, lo hizo porque él estaba loco; lo que implica una reducción absurda que no nos libera del problema. Lo mismo ocurre con lo sucedido ayer. Si es posible atribuir las amenazas a un ‘trastornado’ se desvía el foco de atención a la patología, en lugar de buscar la explicación en el caldo de cultivo prototerrorista que está sembrando la ultraderecha, cuyo mensaje de odio es amplificado, todo sea dicho, por los mismos medios de comunicación que publican estos titulares. Si tomamos como punto de partida una reacción anómala de los químicos del cerebro, la solución entonces será la medicalización creciente de todos los niveles de la vida. Este procedimiento (i)lógico forma parte del sustrato ideológico de la cancelación de la historia, ese que vaticinó Fukuyama y que se ha citado en infinidad de ocasiones, es decir, la sustitución de un horizonte de transformación por ansiolíticos y antidepresivos. En palabras de François Furet: “La idea de otra sociedad se ha hecho imposible de pensar y, por otra parte, nadie piensa sobre el tema en el mundo de hoy. Estamos, pues, condenados a vivir en el mundo que vivimos”.
Si alguna otra polémica o titular miserable no me lo impide, espero próximamente poner de relieve la importancia de forjar colectivamente un horizonte utópico, con medidas y repertorios de acción muy concretos, para librar la batalla contra el totalitarismo pospolítico –ese que pretende solventar todos los inconvenientes del capitalismo tardío con un puñado de medicamentos– y, por lo tanto, demostrar que afortunadamente no estamos condenados a vivir en el mundo que vivimos.
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Manuel Romero Fernández es sociólogo. Coordinador del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social.
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