Oswald, Breivick, Mair, Ausonius y otros 'loquitos'
En España, según los resultados de la Encuesta Nacional de Salud de España (ENSE) 2017, más de una de cada diez personas de 15 y más años refirió haber sido diagnosticada de algún problema de salud mental (10,8%). Las mujeres refieren algún problema de salud mental con mayor frecuencia que los hombres, 14,1% frente a 7,2%". Son datos del Ministerio de Sanidad, datos muy preocupantes que, según los expertos, se dispararán cuando se investigue el impacto de la pandemia. Entre los y las enfermas de este tipo hay una variedad casi infinita de síntomas y patologías, así como grados de ambos. Los tratamientos psiquiátricos y psicológicos han avanzado mucho, no así su atención pública, que en España supone un auténtico agujero institucional que partidos como Más País han puesto en el centro de su agenda muy acertadamente.
Según la investigación policial llevada a cabo tras la recepción por parte de la ministra de Industria, Reyes Maroto, de una carta amenazante con una navaja de apariencia ensangrentada en su interior, la enfermedad mental atribuida al autor de la misiva -emparentado con Iván Espinosa de los Monteros (Vox), que no lo ha condenado, aunque sí a Público por informar de estos lazos familiares- ha sido la excusa perfecta para los blanqueadores de la violencia ultraderechista. "Ah, es un loquito, no pasa nada; la izquierda exagerando y aprovechándose de un demente". Dicho todo con profundo desprecio.
Pero sí pasa y cualquiera con una educación básica en civismo (e Historia) lo sabe. No incluyo aquí a la ultraderecha, por supuesto.
Anders Breivik mató a 77 personas en Noruega en 2011. Su esquizofrenia paranoide, diagnosticada por los psiquiatras forenses pero no considerada en la sentencia judicial de 2012 al no ponerse de acuerdo los profesionales (alguno llegó a concluir que fingía), no le exime de ser un supremacista blanco, un terrorista ultraderechista que quería acabar con el islam, el comunismo y el marxismo, como constató en un manifiesto de 1.500 páginas; que estaba en contra de los migrantes, y que no tuvo reparos en matar a 77 personas a sangre fría tras un preparativo minucioso de los atentados.
Breivik fue condenado al equivalente a la prisión permanente revisable española y durante su estancia en la cárcel, según su abogado, se convirtió al nazismo. Este terrorista fascista se declaró admirador incondicional del político holandés Geert Wilders, a cuyo partido describió como el "único partido verdadero para los conservadores". Wilders se fotografió y apoyó muy sonriente a un Santiago Abascal en sus inicios como líder de Vox en 2017, en la cumbre de la extrema derecha europea en Coblenza (Alemania), donde no faltaron tampoco los ultraderechistas Matteo Salvini (Italia) y Marine Le Pen (Francia).
En junio de 2016, Thomas Mair, británico de 52 años vinculado a los neonazis de EE.UU. de National Alliance, asesinó a puñaladas a Joanne Jo Cox, diputada laborista de 42 años, mientras gritaba "¡Britain First!". Reino Unido estaba en plena campaña del Brexit y el nacionalpopulismo del racismo y la xenofobia campaña a sus anchas diluido entre los afanes independentistas británicos por salir de la Unión Europea. Cox había defendido a los migrantes, pidiendo que no se les criminalizara en este proceso que triunfó finalmente tras una de esas megacampañas trufadas de bulos que fueron denunciados y contrastados demasiado tarde.
Mair, según relató uno de sus hermanos a la BBC, sufría "problemas mentales" que le habían sido diagnosticados hacía tiempo y tratado convenientemente. "Otro loquito, qué pena". Lo de menos era su identificación con los ultraderechistas de Britain First (justo el nombre que gritó cuando apuñalaba a Cox), encantados con Boris Johnson, o la National Alliance de EE.UU., ídem con Donald Trump, primer ministro de Reino Unido y expresidente de EE.UU, respectivamente y ambos referentes de Vox.
Hay más, demasiados: en 1991, John Ausonius (nacido Wolfgang Alexander Zaugg), el asesino de extrema derecha que mató a once migrantes en Suecia (otro loquito, según varias evaluaciones psiquiátricas), se convertiría en el referente de para sus asesinatos supremacistas en Oslo. Ausonius llegó a ser considerado sospechoso del asesinato en 1986 de Olof Palme, el primer ministro sueco, socialdemócrata y auténtica obsesión de Ausonius, que le culpaba de todos sus males, como dormir en la calle un tiempo. No obstante, su objetivo era matar migrantes, cuantos más, mejor: "Disparar a inmigrantes era también mi forma de colaborar a solucionar el problema" de la crisis socioeconómica sueca de entonces, coyuntura que supuso un ascenso de la ideología extremista en Suecia.
Podría seguir enumerando y recordando casos de asesinos y magnicidas con trastornos mentales e intenciones políticas hasta hacer de esta columna una enciclopedia, pero la razón de este texto no es ésa. El objetivo es subrayar la bajeza de quienes pretender blanquear graves amenazas de muerte a miembros del Gobierno, dirigentes políticos o candidatos de izquierdas, como las que estamos viendo estos días y utilizando la excusa de que padecen algún problema de salud mental. Además, con el agravante estigmatizador que supone para personas que también tienen estos trastornos y llevan su vida con total normalidad, con medicación equivalente a la que tomamos los asmáticos crónicos y, desde luego, sin dejarse llevar por ideologías venenosas que incluyen la discriminación y el borrado de quienes no son como los fascistas.
Hasta el asesino del presidente de EE.UU. John F. Kennedy, Lee Harvey Oswald, sufría trastornos mentales desde pequeño. Más allá de las conspiraciones en torno a la autoría intelectual del asesinato de JFK, ¿también relativizamos el crimen de Oswald por ser un loquito? Es verdad que la simpleza de los argumentos es una de las características del fascismo y sus blanqueadores, pero hasta para ellos/as debería de haber unos mínimos. Y algo de vergüenza.
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