El mar como pesebre
Hace ya mucho tiempo, y es un tópico de la literatura y el periodismo contemporáneos, que la celebración de la Navidad perdió su sentido original. Celebramos unas fiestas en las que las campañas comerciales borran no ya el acontecimiento religioso, sino el significado profundo que late en todos los mitos. Se trata del nacimiento de un ser humano y la voluntad de sus padres para encontrar un lugar en el que cuidarlo, aunque sea un pesebre, y resistir en la pobreza mientras encuentran el modo de burlar la ilegítima legalidad de Herodes. En cualquier esquina, en cualquier rincón del mundo, en un establo, sin más compañía que unos animales, unos pobres pastores y unos estrelleros despreciados por la sabiduría oficial, el ser humano viene al mundo con un alma que merece respeto, y que unos llamarán divinidad, otros Derechos, y otros las dos cosas a la vez.
Estamos acostumbrados a convertir la navidad en tarjetas de crédito, anuncios, luces, adornos… Incluso aprovechamos ahora la fiesta para provocar una nueva guerra de banderas, orgullosos de ser lo que somos y dispuestos a encender y despreciar el orgullo de los demás. Pero tal vez la pandemia debería servir para recordarnos la fragilidad humana, la situación difícil de ese niño que nace en medio de la miseria, en una sociedad dispuesta a cerrar los ojos ante su frío y con un orden cruel, decidido a convivir con las matanzas de los inocentes. Miremos a ese niño que se cae de los brazos de su madre en medio de un naufragio y que muere ahogado en el mar ante la desesperación de la mujer que lo ha traído al mundo.
Que existen mafias especializadas en el negocio de las migraciones es verdad. Los seres humanos somos capaces de convertir en negocio todo, la salud, la enseñanza, el trabajo ajeno…, hasta la desesperación. Que algunos inmigrantes esconden peligrosas ideas fundamentalistas es verdad. Los seres humanos somos capaces de transformar en violencia aterradora la fe y los sentimientos de amor. Somos hasta capaces de convertir el antiterrorismo y el rechazo a la violencia en materia de odio y mentira demagógica. ¡Ya es decir!
Pero el problema verdadero es otro y no convendría desviar la mirada del niño ahogado. Después de siglos, después de muchos avances sociales, científicos y tecnológicos, hemos creado y recreado un mundo definido por la desigualdad, injusto, con muchos territorios abandonados a la miseria. Y cuando María y José deciden ponerse en marcha para salvar a su hijo sólo les ofrecemos el peligro de un naufragio como pesebre. El mar no promesa de vida, sino infierno, desamparo y acuciante inmensidad.
La cultura humana se ha movido entre las manos de Abel y de Caín. Abel consiguió con el nacimiento de Jesús que los seres humanos dejasen de ser esclavos y se igualasen ante los ojos de Dios en el paraíso. Otros nacimientos como los de Garcilaso, Montaigne o Voltaire hicieron posible que el ser humano no fuese tampoco siervo de Dios y pudiera soñar con una libertad terrenal sin esperar a la danza igualitaria de la muerte. La cultura de Abel se atrevió incluso a señalar con Marx que no existe libertad terrenal sin condiciones de igualdad económica y sin un trabajo decente. Por desgracia la estirpe de Caín no ha cerrado nunca sus cuentas de odio, guerras, alambradas, hambres y avaricias. Como es poderosa, crea situaciones reales de miedo, desamparo y bajos instintos que hacen olvidar la dignidad de ese niño que nace en un establo y es cuidado en un pesebre. Es una dignidad que Abel o Prometeo llamaron Derechos Humanos para entregarnos el fuego capaz de hacernos mirar con decencia el futuro.
Debajo de los paritorios, los hospitales más avanzados, las vocaciones políticas, los derechos laborales, Europa, las fronteras y el orden internacional, está el calor de los Derechos Humanos. Sin ese calor, todo pierde sentido.
Por eso algunos patriotas españoles sabemos que esta Navidad el niño Jesús no va a nacer entre las banderas del Paseo del Prado, sino en una tienda de campaña de un puerto canario entre Arguineguín y Barranco Seco.
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