Tchaikovsky y la lágrima fácil
Es imposible no escribir sobre Tchaikovsky después de ver el vídeo viral de esta semana. Ya saben a cuál me refiero: el de la bailarina con Alzheimer que resucita ante las cámaras cuando escucha El lago de los cisnes. Y al cabo de un minuto se convierte en una mariposa.
Si la música tiene poder curativo, que nadie lo duda, el de Tchaikovsky es un poder especial. Me emociona – dice Marta Cinta al terminar la escucha. Y tú nos emocionas a nosotros – le responde el responsable de Música para despertar.
En cuanto a mí, no voy a decir que El Cascanueces me salvó del suicidio en la adolescencia, durante unas navidades especialmente deprimentes, porque sería pasarme cuatro pueblos. El suicidio no va con mi carácter. Siempre he tenido la certeza de que hay en el mundo demasiadas personas con las que quiero ajustar cuentas, antes de quitarme de en medio por mi propia mano. Pero sí es cierto que el ruso me hizo mucho más llevaderas unas navidades muy aciagas. ¡Lo bien que funcionó su música, que ese año, hasta me hizo gracia el mensaje de nochebuena El Comisionista!
El mundo no puede ser un lugar tan chungo – pensé – si lo habitan seres humanos capaces de expresar tanta ternura y calidez como Tchaikovsky.
Estoy convencido de que el poder del ruso para el consuelo espiritual– que solo tiene parangón, aunque a otra escala, en la música de J.S.Bach –viene de su actitud a la hora de componer. Yuri Temirkánov, director de la Filarmónica de San Petersburgo, lo expresa muy bien en un documental de la BBC que recomiendo a todo bicho viviente (Great Composers). Tchaikovsky tiene el coraje de abrirnos por entero su corazón. Es lo más difícil. Tanto en literatura como en música. Berlioz, por ejemplo, en la Sinfonía Fantástica, se atascó durante meses en el tercer movimiento, Escena en el Campo, porque fue allí donde decidió volcar sus más delicados e íntimos sentimientos hacia Harriet. Y no es fácil desnudarse emocionalmente.
Si lo comparamos con Beethoven (uno de los músicos favoritos del ruso) – dice Temirkánov –, el alemán no me habla a mí. Le habla a la humanidad. Tchaikovsy en cambio no quiere cambiar el mundo. Nos habla a cada uno de nosotros, de manera individual.
Ahí radica su secreto.
Mucha gente no sabe que el poder de Tchaikovsky para emocionar se le volvió en contra durante muchos años. La suya se consideraba una música sospechosamente emotiva. Un músico facilón, para personas superficiales, de lágrima fácil. Javier Pradera, que no entendía gran cosa de música, pero al que Tchaikovsky emocionaba de manera muy especial, siempre me preguntaba:
–Hijo, ¿me puede gustar Tchaikovsky?
Como queriendo saber si los melómanos con los que iba al Auditorio Nacional tenían razón al tomarle el pelo por moñas. O si podría llegar a volverse gay, de tanto escucharlo. Gay, como el propio Tchaikovsky, que llegó a casarse con una mujer a la que despreciaba para que el zar no pudiera enviarle a Siberia por marica.
Una de las razones por la que los culturetas desprecian a Tchaikovsky es porque no era un desarrollador. Me explico. En el XIX, que es la época de los grandes sinfonistas, había compositores motívicos y compositores melódicos. Brahms, por ejemplo, al igual que Beethoven, era motívico. Te cogía un tema de cuatro notas y te armaba una sinfonía entera. Como esos virgueros de Lego que con placas de dos, son capaces de montarte el Halcón Milenario de Star Wars a tamaño natural. Los desarrolladores en música eran los intelectuales, los que tenían que pensar en cada compás qué hacían con el tema: si lo fragmentaban, lo invertían, lo secuenciaban...
En cambio Tchaikovsy era visto como un melodista nato. Como Mozart, su compositor favorito. Bah, lo trae todo de serie, no tiene que trabajar. Sus temas eran como grandes arcos sonoros, que una vez desplegados, a lo sumo podían repetirse, pero poco más. No había elaboración del material propiamente dicha. Pensemos por ejemplo en la melodía inicial del Concierto para piano nº 1, la que cantan los violines. Es tan potente que a cualquier otro compositor le habría dado juego para los tres movimientos. En cambio Tchaikovsky lo exhibe (magistralmente, eso sí, sobre esos acordes iniciales del piano), y luego, ¡a otra cosa, mariposa! No volvemos a saber del tema nunca más.
Su manera de concebir la música, tan poco intelectual, le tuvo acomplejado durante mucho tiempo. Igual que a Gershwin, que trató de que Maurice Ravel le diera clases, porque sentía que tenía poca técnica. La música de Gershwin, como la de Tchaikovsky, consiste en una melodía molona. Y luego otra. Y otra más. Ravel, músico de técnica exquisita, no lo vio como una limitación, sino como un rasgo irrenunciable de su personalidad musical. Se negó a darle clases, argumentando lo siguiente:
Usted perdería su gran espontaneidad melódica para componer en un mal estilo raveliano. ¿Para qué quiere ser un Ravel de segunda, cuando puede ser un Gershwin de primera?
Con una pandemia que ha acabado ya con la vida de más de un millón doscientas mil personas en el mundo; con una crisis económica como no la ha habido en España desde la Guerra Civil; con una Ayuso que se cree Agustina de Aragón cuando no llega ni a muñeca hinchable de Miguel Ángel Rodríguez, solo faltaría ahora tener que pedir perdón porque nos gusta Tchaikovsky.
¡Amos no me jodas!
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