Futuro
Construir utopías en los tiempos del cólera
Es preciso soñar y establecer laboratorios de experiencias que proyecten horizontes de deseo compatibles con los límites físicos del planeta y la justicia
Yayo Herrero 23/11/2020
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Una emergencia es un acontecimiento que requiere una acción urgente para evitar o minimizar daños. La covid-19 ha desencadenado una emergencia que llega entremezclada con múltiples crisis interconectadas (pérdida de biodiversidad, cambio climático, declive de energía y materiales, migraciones forzosas, violencias machistas, empobrecimiento y desigualdades, racismo estructural, capacitismo, especismo, etc.) que nos sitúan ante una “normalidad”, la emergencia civilizatoria, en la que se desenvuelve ya, y se va a desarrollar en el futuro la vida humana.
Lo característico y paradójico de la compleja situación es que, en ninguna de sus dimensiones, se trata de algo inesperado. Los procesos que conducen al colapso de la civilización industrial han sucedido a plena luz. Fueron vaticinados hace décadas. Son la consecuencia inevitable y anunciada de decisiones y opciones, que no han sido tomadas por todo el mundo pero que han sido toleradas de forma mayoritaria.
La pandemia ha desvelado con nitidez la fragilidad del metabolismo social construido en torno al repudio de los límites, el ejercicio desigual del poder, a la violencia, y al dinero como prioridad. Ha permitido, al menos fugazmente, interconectar y poner en relación sus diferentes dimensiones. Ha posibilitado, quizás, comprender que las crisis que confluyen en estos tiempos del cólera son el resultado, diríamos inevitable, de un gobierno de las cosas que se orienta solo mediante la brújula del cálculo y la maximización de beneficios.
Da igual que la unidad contable sea la moneda, los votos o los likes. El caso es que, como cultura, tenemos la mirada extraviada en la evolución las cuentas de resultados, el PIB, las encuestas o las tendencias, y mientras, delante de nuestros ojos, las condiciones que permiten una vida decente para todas se van degradando, y no es hasta que se deterioran peligrosamente, irreversiblemente, a veces, cuando se denominan emergencia y se hacen visibles. La normalidad, a la que mucha gente quiere volver, es la pura emergencia civilizatoria que no queremos mirar.
La llegada del virus ha obligado, al menos durante un minuto de lucidez, a que la sociedad se enfrente a la trampa civilizatoria en la que vive. Nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura están en guerra con la vida. Las élites centradas en los beneficios y su seguridad personal catapultan al conjunto de los seres vivos hacia el desastre.
Ha tenido que llegar la excepción de la crisis sanitaria que ha provocado el virus para poder respirar sin riesgo, para comprobar que cuando la maquinaria loca de la economía frena, la naturaleza, aunque sea momentáneamente, revive. Ha tenido que llegar una catástrofe para que el Gobierno haga cosas que parecían imposibles: prohibir cortar la luz y el agua, impedir los desahucios y los despidos. Da rabia que sea un drama, y no una política pública orientada por la precaución, la responsabilidad y el cuidado la que obligue a legislar cosas que se han negado desde hace mucho. Pero también muestra que las decisiones “racionales” y supuestamente inapelables, presididas por la lógica contable, no son inamovibles.
La palabra emergencia tiene otro significado. Apela a aquello que emerge, que surge. Apunta a eventos que nos lanzan de lo normal a lo inédito, que nos lanzan de lo conocido a lo aún inexplorado. Y es mucho lo que ha emergido durante la crisis de la covid-19.
Prácticamente en todos los barrios y pueblos han surgido redes de personas autoorganizadas que han dado un paso adelante con la voluntad de hacerse cargo de otros y otras. Esas redes, en la mayor parte de los casos, no han surgido de la nada, sino que se han aglutinado alrededor de núcleos comunitarios previos: asociaciones vecinales, movimientos sociales, clubes deportivos, parroquias, asociaciones de madres y padres de alumnado, etc. Estas redes, que en estos días están saliendo al paso de la insuficiencia de la instituciones, muestran la importancia de la articulación social para superar circunstancias y crisis que, sin duda, se van a reproducir en el futuro.
Ha emergido también con fuerza la revalorización social de los servicios públicos. Después del desmantelamiento y privatización de una buena parte de ellos, muchas personas se han hecho conscientes de lo importante que es poder ir un hospital independientemente de si tienes o no regularizada tu situación administrativa o de que tengas o no dinero; o de la necesidad de un sistema de solidaridad colectiva que permita canalizar los despidos a ERTE o garantizar un ingreso mínimo para poder subsistir. Después del virus, el pensar y acelerar el debate e implantación de propuestas como la de la renta básica y la revisión de los servicios sociocomunitarios se hace mucho más evidente y perentorio.
Lo que hemos vivido estos días ha permitido visibilizar a aquellos sujetos y tareas imprescindibles que habitualmente permanecen ocultos. Resulta que los trabajos esenciales, los que no se podían dejar de hacer, eran los que peor se pagaban, en los que se daban unos niveles mayores de parcialidad y temporalidad y, en la mayoría de los casos, eran trabajos feminizados. Los hogares, de nuevo, se han perfilado como los lugares en los que se sostiene la vida. Fue en ellos en los que se cuidó a la mayor parte de la gente que enfermó y no requería ingreso hospitalario, y en donde se ha atendido, con enormes dificultades en muchos casos, a los menores que requerían seguimiento y apoyo para poder seguir las clases virtuales o a las personas mayores confinadas que requerían atención y cuidados.
Y ahora es importante saber cómo saldremos de esta. La Unión Europea y muchos gobiernos hablan de reconstrucción verde e incluso de resiliencia, pero muchas tenemos el temor de que las inversiones mil millonarias que se van a hacer traten de apuntalar un crecimiento económico pintado de verde, que no es físicamente viable y que no tiene como principal preocupación la redistribución, sino el mero crecimiento.
Si consideramos las salidas de la crisis civilizatoria desde un punto de vista ecofeminista, habría dos grandes prioridades que tienen que ir juntas. La primera es la protección de la vida de las personas, y esto significa pensar en términos de necesidades humanas –vivienda, suministro básico de energía, alimentación suficiente, cuidados... Garantizar un suelo mínimo de necesidades es lo que algunos colectivos denominan “plan de choque social”. En segundo lugar, se trata de recomponer metabolismos económicos y sociales que se mantengan por debajo de los límites ecológicos ya sobrepasados. Se trata de aplicar una política de la contención y la resiliencia que atienda a la seguridad vital a la vez que se reduce drásticamente la huella ecológica, las emisiones de gases de efecto invernadero y el requerimiento total de materiales.
El reto está en asegurarse de que lo que hagamos a corto plazo no impida la consecución de objetivos razonables a medio plazo.
Es el momento de decir la verdad, de mirar de frente esta crisis profunda, sus causas y sus consecuencias, muchas de ellas ya inevitables. Solo así podremos establecer estrategias y medidas que protejan las vidas. Hay quien cree que no se puede hablar de esto porque provoca miedo. Pero con la pandemia hemos comprobado que en la tristeza, el miedo y el dolor, también se encuentra sentido y fuerza, que son emociones que conectan con la empatía y la solidaridad e impulsan a que unas nos hagamos cargo de otras.
Y si sentimos miedo es porque la situación da miedo, si la realidad nos abruma es porque el actual conflicto con la naturaleza y entre personas es abrumador. A veces, creemos que tenemos problemas de salud mental cuando tenemos reacciones sanas ante un modo enfermo de organizar la vida.
Se ha dicho que esta crisis nos ha hecho reflexionar sobre los inciertos derroteros de esta forma de vivir. Puede que sea así, pero la reflexión no garantiza en sí misma torcer el rumbo hacia el colapso de nuestra civilización. Solamente con un fuerte movimiento y presión social podemos transformar las prioridades que orientan las política.
Es importante, recordar otra vez que hasta llegar aquí, en cada hito, en cada punto de bifurcación se pudo elegir entre el freno y el acelerador del desastre, y que sistemáticamente se eligió acelerar sabiendo cuáles eran los riesgos, cuales podían ser las consecuencias, quiénes eran los potenciales perjudicados...En esta coyuntura de emergencias ecosocial va a haber que seguir escogiendo, cada vez con menos margen de maniobra, entre el acelerador y el freno.
La falta de imaginación es clave. El problema es que una buena parte de la sociedad ha interiorizado que el crecimiento económico y el dinero son sagrados, que merece la pena sacrificarlo todo para que la economía crezca, pues es la única manera de satisfacer nuestras necesidades y de que el sistema se mantenga en pie. Desde esa perspectiva es difícil imaginar cómo salir de este atolladero.
Necesitamos utopías. Tenemos cada vez más relatos distópicos que nos cuentan dónde estamos y son necesarios, pero ahora también hemos de centrarnos en la configuración de utopías cotidianas deseables. Necesitaríamos manifestaciones artísticas y declaraciones políticas que permitieran proyectar un futuro comunitario, basado en los principios de suficiencia y precaución, en el reparto de la riqueza y de las responsabilidades y en la organización en torno a lo común y los cuidados.
En torno a esos principios, es preciso soñar y establecer laboratorios de experiencias que proyecten horizontes de deseo compatibles con los límites físicos del planeta y la justicia.
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