lunes, 23 de noviembre de 2020

Como siempre, el estado de transición perenne no nos deja caminar y es paradójicamente la maravillosa y modélica Constitución intocable, la misma cadena que nos ata al potro del suplicio de Tántalo. El miedo a modificar "lo sagrado" y a superar lo que ya no solo no sirve, sino que además entorpece e impide los cambios imprescindibles y cada vez más urgentes en la medida en que los propios acontecimientos hace fundamentales las modificaciones adecuadas para una gobernabilidad y una nueva organización del estado en un mundo que, obviamente, no es ni de coña el de 1978. Es peligrosísimo considerar obsesivamente que unas normas que nacieron para servir a la sociedad y ayudarla transitorialmente a desarrollarse lo más sana y justamente posible, sean intocables y no puedan ni deban modificarse y mejorar cuando han cambiado de un modo palpable las condiciones de vida y evolución de la sociedad local y global. La ropa y el calzado que usamos van siempre adaptadas a la talla que necesitamos, por eso se agranda o se reduce si cambiamos o crecemos en la infancia o decrecemos en la vejez. Es lo mismo que una constitución o un sistema de cualquier tipo. Si de verdad la soberanía es el pueblo, debe ser su propia responsabilidad mejorar las condiciones de vida y de recursos legislativos, ejecutivos y judiciales, así como la revisión del modelo de organización y gobernabilidad del propio estado. La Constitución es necesaria para la organización equilibrada de la politeia, por supuesto, pero solo lo es si está a la altura de las necesidades de la soberanía social constituyente a la que sirve y no se convierte en una coartada manipuladora del feudalismo ppatriotero, que puede acoplarse al servicio de sectas ideológicas determinadas, que son la manifestación constante del mero caciquismo de siempre que sobrevive en el engaño demagógico, al convertir la democracia en falacia y el estado de derecho en la Cueva de Alí Babá. ¿Qué más necesitan los pueblos ibéricos para comprender lo que nos lleva por la calle de la amargura? Estamos pillados en una burbuja, amarrados en un nudo gordiano: nuestros problemas están inscritos en determinados artículos de la Constitución, que favorecen a quienes los utilizan para hacer de su real capa un sayo real, pero los mismos problemas que ha creado la precariedad constitucional son el obstáculo constitucional que impide modificar la Constitución en un momento tan difícil y crítico como una pandemia, que justamente,ha venido a ponernos sobre la mesa de la realidad el mogollón constitucional de un estado que nunca ha tratado de asumir que puede estar equivocado en muchas cosas de revisión urgente, y perder el miedo a reformar su estructura y su constitucionalidad para asumir un mundo que en el que ya no es posible vivir en buenas condiciones con el viejo y deteriorado material de tiempos pasados de rosca en los que la chapuza podía camuflarse y hasta legitimarse provisionalmente como 'normalidad' solo para salir del paso...pero no para quedarse, como ha pasado en España con su eterno sistema del banco recien pintado for ever...Ains! El "problema" de la Ley Celaá, es peccata minuta comparado con lo que hay de fondo por resolver, solo se pueden esperar zancadillas y obstáculos cuando la misma Constitución es el mejor paraguas de las trapisondas y concede patente de corso a todo lo que "gane" en el combate mucho más "lamentario" que "par". Una Constitución sana debe penalizar ese juego sucio y priorizar por mandato el consenso por el bien común, incapacitando como representantes a quienes aprovechen su puesto político e institucional para boicotear los acuerdos que benefician a la sociedad y no a los lobbies del ppoder de grupos en cualquier formato, que rompa igualdad y derechos fundamentales de la ciudadanía, y con ello, destruya o impida el bien común.


La Ley Celaá

eldiario.es

Con la Constitución española de 1978 es imposible que se pueda aprobar una ley de educación por consenso. No se ha aprobado ninguna de esta manera, no por casualidad, sino porque la Constitución no lo permite. Esta imposibilidad de alcanzar un consenso se ha ido haciendo progresivamente más visible con la aprobación de cada una de las nuevas leyes. La última siempre ha sido más conflictiva que la anterior. Los dos casos extremos han sido las dos últimas, la Ley Wert y la Ley Celáa. No sé si con esta Constitución habrá una próxima, pero, si la hay, el enfrentamiento será todavía muy superior al que se ha alcanzado con estas dos.

Si la Constitución española hubiera sido el resultado de un proceso genuinamente constituyente, los artículos 16 y 27 en su redacción actual no habrían sido  parte de la misma. No habría una mención expresa de la Iglesia Católica en el artículo dedicado al reconocimiento de la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado y no se regularía el ejercicio del derecho a la educación de la forma en que figura en el texto constitucional. Y no existirían, por supuesto, unos Acuerdos con la Santa Sede, negociados por un Gobierno pre-constitucional, designado de conformidad con lo previsto en las Leyes Fundamentales del Régimen de Franco, al mismo tiempo que se estaba elaborando la Constitución, pero sin la intervención de las Cortes que la estaban aprobando. Dichos Acuerdos serían publicados en el BOE, inmediatamente después de la publicación de la Constitución, como si fueran unos Acuerdos posconstitucionales, cuando no lo eran. Los Acuerdos con la Santa Sede se introdujeron de contrabando en el ordenamiento constitucional, porque se sabía que no se podían introducir de manera abierta y transparente.

Los artículos 16 y 27 y los Acuerdos con la Santa Sede son el "corsé" dentro del cual tiene que moverse el legislador para regular el ejercicio del derecho a la educación. Es un "corsé" con el que la derecha española se encuentra muy cómoda, pero es un "corsé" que asfixia a la izquierda. Cada intento de esta por relajar la presión del "corsé" es denunciado por la primera como anticonstitucional, como ruptura del "consenso constituyente", denuncia a la que, como estamos viendo, la Conferencia Episcopal se apunta de manera inmediata.

Así viene siendo desde la primera Ley de Educación de UCD. De manera menos virulenta mientras funcionó el bipartidismo dinástico y de manera mucho más extrema desde que se puso fin a dicho bipartidismo.

Solo en una ocasión, con Ángel Gabilondo como ministro de Educación, se estuvo a punto de alcanzar un acuerdo. Se llegó a tener un texto consensuado entre todos los partidos del arco parlamentario, pero en el momento final el PP se descolgó del acuerdo, haciéndolo imposible. Tal y como está el patio, resulta inimaginable que se pueda volver a recrear un ambiente como el que el ministro Gabilondo fue capaz de generar. La posibilidad de un acuerdo es nula. 

Dado que la reforma de la Constitución es imposible en este momento, pienso que la única fórmula para descargar una tensión que puede llegar a ser insoportable es la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede. La tutela de la Iglesia Católica sobre el ejercicio del derecho no se corresponde en absoluto con la secularización cada vez más acentuada de la sociedad española. No debería haberse introducido nunca en nuestro ordenamiento jurídico de la forma en que se introdujo. Y si en 1978 ya no se adecuaban a la realidad de la sociedad española, en 2020 se adecuan todavía menos. De los artículos 16 y 27 no nos podemos librar sin reforma de la Constitución. Pero para denunciar los Acuerdos con la Santa Sede no existe ningún límite constitucional. Habrá que proceder de la forma en que debe hacerse cuando se trata de reformar un tratado internacional, pero nada más.

La nueva mayoría parlamentaria que desde finales de 2015 representa a la mayoría social del país debe poner fin a unos Acuerdos incalificables tanto por el fondo como por la forma en que se alcanzaron. Sería el primer paso para que se pudiera entablar un debate de verdad, sin las "cartas marcadas", sobre cómo debe prestarse y ejercerse el derecho a la educación. Los artículos 16 y 27 seguirían en la Constitución, pero el margen de interpretación de ellos mismos por el legislador sería mucho más amplio. 

Nadie debe llamarse a engaño. La Ley Celáa es una ley moderada. No tiene nada de radical. Todos hemos podido ver cómo ha sido recibida. No tiene ningún sentido mantener en vigor unos Acuerdos con la Santa Sede, que no sirven más que para incentivar a la derecha española a no llegar nunca a ningún tipo de acuerdo. Entre otros motivos porque la Conferencia Episcopal no se lo va a permitir.

Más vale una vez rojo que ciento amarillo, dice el refrán. Y en lo que al derecho a la educación se refiere, creo que hemos llegado a ese momento.   

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