El error
"Decirlo no es hacerlo"
‘La ley de la calle’. Francis Ford Coppola
Si algo tiene el periodismo es que te embarca en
singladuras de todo tipo y que todas te enseñan algo. Una de las cosas
que aprendí, en aquellos tiempos en los que trabajaba al filo de las
pasiones humanas, pasiones más terrenales pero no distintas ya que el
poder siempre está de telón de fondo, fue que en la calle si amagabas
tenías que dar. Amenazar sin cumplir, sacar navaja sin intención de
tirar, mostrar los puños sin dar es el fin en la jungla de asfalto o de
tierra, en la jungla humana. Y eso porque el mostrar tu poder sólo tiene
sentido y efecto si estás dispuesto a usarlo. Con todas las
consecuencias.
Todo esto me venía a la cabeza, a
título de metáfora, cuando leía el auto de paralización cautelar de la
exhumación del dictador en el que cinco magistrados dejaban en suspenso,
en una resolución de contenido insólito, la decisión legítima del
pueblo español, formulada a través de sus representantes democráticos,
de acabar con la inadmisible situación de honor y preeminencia de un
dictador genocida en una democracia asentada. Y lo hacía porque durante
todo este largo y agónico trámite siempre he pensado -y he dicho, que no
soy de callar- que el error de origen estaba en la decisión de anunciar
la realización de una acto de justicia democrática, que emana de una
orden del pueblo, y de convertirlo en un vulgar procedimiento
administrativo en el que la familia del execrable dictador se convierte
en una parte habilitada en la balanza de la Justicia con el mismo peso
que toda la fuerza de la justicia debida a sus víctimas, al pueblo
español y a los requerimientos de la legalidad internacional. Amagar y
no dar. Y ese amago se produjo porque el anuncio se hace en un momento
en el que el gobierno no se siente con la suficiente fuerza. Por eso
muestra los puños, pero no se atreve a usarlos. Mala cosa. A sabiendas
de que tras el músculo faltaba golpe, la familia del tirano, se vino
arriba y convirtió todo el asunto en una cuestión de divergencias
administrativas entre unos nietos atribulados por el “desgarro”
producido por la idea de que el abuelito fuera desenterrado y las
antiguallas del derecho absoluto de la iglesia sobre ese “sagrado” que
ni siquiera mantiene económicamente. Así comenzó un debate absurdo e
inane. Así normalizamos los deseos de los franquistas y sus herederos,
los llevamos a los medios, los entrevistamos, les dejamos ocupar el
espacio público que jamás ocuparon hasta ahora en toda la democracia.
Existían, valga, pero existían en la sombra, existían marcados por la
vergüenza, existían por la magnanimidad de una democracia que se define
como no militante.
Si Gobierno hubiera sido el
justiciero con fuerza, el ejecutor de la voluntad de la dignidad
democrática y popular, hubiera sacado al dictador sin contemplaciones,
apoyado en la fuerza de las urnas, en la de la memoria europea de los
fascismos, en la de la dignidad y la reparación de las víctimas y
hubiera asumido las consecuencias. Así se actuó en Pamplona con Mola y
con Sanjurjo, el dueño de la silla de Franquito, el doble rebelde. La
familia de Sanjurjo fue a tiro pasado a la Justicia y en una primera
instancia le dieron la razón y ordenaron reinhumarlo pero el Tribunal
Superior de Justicia de Navarra ha avalado finalmente la exhumación.
¿Alguien duda de la diferencia que hay en someter a un tribunal de
Justicia un hecho consumado que debe revertir a preguntarle sobre si
puede o no hacerse? No hablo sólo en términos jurídicos sino en términos
de dignidad democrática.
La equidistancia entre el
mal y el bien es moralmente inaceptable. No hay término medio. Sólo cabe
un alineamiento. La equidistancia entre los deseos de la familia de un
dictador asesino y liberticida y los de las víctimas de su régimen
opresor y de los representantes legítimos del pueblo democráticamente
elegidos, tampoco.
Además de la normalización del
franquismo sociológico y del real hemos conseguido también que el
Tribunal Supremo del Reino de España considere un golpe de estado
militar -este sí, de código penal en mano- como fuente de legitimidad de
gobierno, al datar el inicio de caudillaje del rebelde y su usurpación
del poder en la fecha en el que él y sus golpistas se proclaman,
obviando la legalidad de un gobierno legítimo y reconocido además por
todas las instancias internacionales. La Justicia demuestra una vez más
su confusión respecto a la realidad político-jurídica de la dictadura y
su incapacidad para hacer justicia y reparar los crímenes de un régimen
opresor e ilegítimo que usurpó la voluntad del pueblo español durante
cuarenta años.
El interés general por acabar con la
ignominia que supone mantener al tirano enterrado con honor junto a los
cadáveres de miles de personas que fueron, estas sí, robadas de cunetas,
sin consideración absoluta a su memoria, sus ideales y a su familia,
para dar una pátina de regularidad a la obra megalómana de un dictador
ensoberbecido, se pone en pie de igualdad con el deseo de los herederos
de su infausta memoria. El Valle es una loa a lo que los rebeldes
victoriosos consideraron su “gloriosa cruzada” y un escupitajo en la
cara de los defensores de la legitimidad constitucional vencidos.
Franco, al que yo no llamaré don Francisco Franco Bahamonde como hace el
auto, no es un “jefe de Estado” en abstracto, y mucho menos desde la
fecha en que él lo decide unilateralmente tras un violento golpe de
Estado, sino que fue el militar que, por la fuerza, tomó un poder que no
le correspondía y lo usurpó mediante la violencia y la represión,
perpetrando un sinnúmero de crímenes con el único objetivo de acabar con
los que no compartían su delito ni sus efectos.
Franco
es el secuestrador de la libertad de los españoles. Franco es quien
represalía y ejecuta a los que pensaban diferente. Franco es el golpista
que nos sacó del hilo de la historia. A semejante individuo no se le
pueden rendir honores ni en el papel timbrado.
El
error ha sido consentir hacerlo como ellos querían. Aceptar que las
condiciones eran las que sus nostálgicos reclamaban. Un gobierno,
siguiendo instrucciones de un parlamento, no amaga sino que da. El error
ha sido mostrarse débil. ¿Qué sucedería si cuatro o cinco personas
decidieran que el lugar del dictador es el que le enaltece por la
aplicación de cuatro reglamentos y dos normas administrativas? Esto no
es una cuestión de administraciones sino una cuestión constitucional y
de dignidad democrática. ¿Por qué no ha llevado a pleno Díaz-Picazo esta
cuestión como hizo para arreglar a los bancos la historia de los gastos
hipotecarios?, ¿no tiene la suficiente relevancia?
El
Supremo de nuevo navega por aguas turbulentas. Han olvidado que ha
terminado el tiempo en el que todo se hacía tras la cortina y sin dar
explicaciones. Toda la dignidad de una nación libre les espera fuera.
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