La Constitución como frontera: estrategia de la involución
La extrema derecha intenta justificar su programa reaccionario considerando la norma constitucional una trinchera o un muro y no un punto de partida
"El artículo 14 de
nuestra Constitución ya recoge la igualdad de todos los españoles, sin
discriminación por nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier
otra condición o circunstancia personal o social". Con este argumento
se negó Vox a suscribir una declaración institucional de las Corts
Valencianes que expresaba, con motivo del Día del Orgullo, la intención
de impulsar las medidas necesarias para "erradicar la discriminación y
la violencia" que sufre el colectivo LGTBI. La declaración estaba
apoyada por el PSPV-PSOE, Compromís, Unides Podem-Esquerra Unida, PP y
Ciudadanos, es decir, todo el resto de grupos parlamentarios.
No
es ni mucho menos el único, pero hay pocos ejemplos más claros de la
estrategia que la extrema derecha pretende desplegar en sus primeros
compases como fuerza con representación parlamentaria: la Constitución
como frontera, la democracia como límite y no como punto de partida. En
1978 no se redactó una norma a partir de la cual desarrollar derechos
sociales e individuales, una convivencia más plural y una vida política
más diversa y representativa. Lo que se hizo, según el imaginario de
Vox, fue cavar una trinchera o levantar un muro.
La postura no deja de ser inconsistente, porque la
extrema derecha impugna sin ambages las autonomías o las
"nacionalidades", por citar dos conceptos explícitamente recogidos en el
texto constitucional que supuestamente defiende. Pero se trata de
contradicciones inevitables en quienes profesan, en el fondo, unos
valores morales autoritarios y una ideología preconstitucional,
nostálgica del orden, la unidad y el patriotismo con los que se revestía
el franquismo. A sus ojos es perfectamente lógico alegar que sobran
leyes contra la violencia machista y "chiringuitos" para proteger a las
minorías porque la Constitución ya proclama la igualdad de todos
(siempre que sean españoles).
Cuando el PP y
Ciudadanos aceptan cerrar entidades o derogar normas en respuesta a las
exigencias de Vox en Madrid, en Andalucía o en Murcia, contribuyen a una
estrategia de involución cuyos objetivos van más allá de lo que
formalmente se sostiene. La derecha española siempre ha tenido ese tic
reaccionario. Ahora se ha convertido en el programa explícito de una
fuerza parlamentaria que condiciona a todo el bloque derechista, y más
allá.
Por otra parte, todos esos liberales más o menos
sobrevenidos que se interrogan en artículos circunspectos sobre la
identidad de España se deslizan por la misma pendiente, aunque nunca lo
admitirán. Los excesos del independentismo catalán y las expresiones de
fanatismo que induce, la aversión a los populismos desde un apego
innegable a cierto statu quo y hasta las barbaridades de los ultras les
sirven de motivos para replantear los términos del debate como si la
evolución histórica del Estado que la Constitución ha propiciado fuera
un accidente o un ensayo fallido y hubiera que volver a recuperar los
elementos básicos de una nación que nunca ha funcionado en los términos
de comodidad identitaria que desean.
"España tiene que
encontrar su idea de nación", propugnan, como ya hicieron antes que
ellos Madariaga, Ortega y tantos otros. Lo que ocurre es que
modernamente vivimos en una estructura política federalista desarrollada
desde la Transición a la democracia que trata de encajar con éxito
relativo esas "españas" de las que hablaba Ernest Lluch, con su grado de
autogobierno y sus propias identidades lingüísticas y nacionales.
Es
una realidad conflictiva, desde luego, como lo son casi todas las
fórmulas de convivencia en democracia. "Una mayoría de españoles quieren
ser parte de una nación en la que puedan sentirse libres, iguales y
orgullosos", sostiene uno de esos liberales. El problema son los que no
quieren o quieren de otra forma, las minorías, su importancia
territorial, sus derechos civiles y sus particularidades históricas, así
como el hecho fundamental de que resulta difícil ser una nación y un
estado plurinacional al mismo tiempo.
Dicho de otra
manera, el problema del modelo no es el exceso de diversidad
institucionalizada sino su déficit y escasa flexibilidad, la incapacidad
de asumir esa diversidad en el terreno simbólico, como revela en el
fondo el conflicto en Catalunya. La nostalgia de la nación, en España,
conduce invariablemente por el camino de la involución hacia el agujero
negro del pasado. Y la extrema derecha ha venido a la esfera pública a
empujar en ese sentido.
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