La ofensiva de Europa contra quienes ayudan a las personas refugiadas
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Ben Hayes y Frank Barat (*)
Traducción de Christine Lewis Carroll
Hace aproximadamente tres años, el 31 de octubre de 2014, la presión ejercida por la Unión Europea (UE) sobre Italia forzó el fin de una de las misiones humanitarias de más éxito de la Unión, Mare Nostrum, una operación de búsqueda y rescate que, en solo un año, consiguió que 130 000 personas refugiadas llegaran sanas y salvas a las costas de Europa.
A raíz de esta decisión, el número de víctimas se incrementó, y alcanzó la cifra de 1200 personas ahogadas en el mar cinco meses más tarde.
Las ONG entraron en escena para cubrir este vacío, poniendo en marcha sus propias misiones de rescate, en un intento desesperado de salvar vidas. Sus iniciativas formaron parte de una ola de solidaridad que recorrió toda Europa aquel año, en el que la gente organizó caravanas hacia los centros de acogida de personas refugiadas, recibió calurosamente a las personas que llegaban a las estaciones de tren alemanas y participó en cadenas humanas para abastecer de agua y alimentos a las personas que recorrían un arduo camino, huyendo de zonas asoladas por la guerra, como Siria y otros lugares.
Mientras la clase política europea eludía sus obligaciones humanitarias, los ciudadanos y las ciudadanas de Europa demostraban su compasión, solidaridad y compromiso con los Convenios de Ginebra.
En su primer discurso sobre el estado de la Unión Europea, en 2015, el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, incluso había alabado a las personas voluntarias como un ejemplo de “la Europa en la que quiero vivir”.
Sin embargo, apenas unos años después, la UE no parece la misma y Juncker permanece en silencio, mientras a esos mismos activistas ya no se les trata como héroes, sino como a delincuentes.
Por citar solo algunos casos recientes: en febrero de 2017, Cedric Herrou, un pastor del valle del Roya, en el sudeste de Francia, fue condenado a una pena suspendida de ocho meses de prisión y una multa de 3000 euros por dar cobijo a migrantes sin techo. En Dinamarca, Lisbeth Zornig Andersen fue multada en 2016 por abrir su hogar a familias refugiadas que no tenían dónde vivir. En febrero de 2017, en la frontera entre Grecia y Macedonia, más de sesenta personas voluntarias de Alemania, Suiza, los Países Bajos, Austria, España, Gran Bretaña y la República Checa se enfrentaron al acoso y a la intimidación de policías armados, lo cual entrañó, entre otras cosas, amenazas de detención y registros domiciliarios arbitrarios.
Estos casos son la punta de un iceberg especialmente desagradable que debería avergonzar a los dirigentes de Europa.
Es importante recalcar que estos casos son tanto un producto como una contravención del derecho de la UE. La Directiva de 2002 relativa a la entrada y residencia ilegales, dirigida contra los traficantes organizados de personas, contiene una exención no vinculante, con el fin de asegurar de que las actividades humanitarias estén excluidas de su aplicación.
Sin embargo, 15 años después de que se aprobara esa directiva, dos tercios de los Estados miembros de la UE aplican la ley pero no la exención, allanando el camino a la criminalización generalizada de la solidaridad y el activismo con las personas refugiadas. Estas leyes se complementan con un sinnúmero de procedimientos administrativos que dificultan las actividades de las ONG o restringen aún más el margen de maniobra para ayudar a las personas refugiadas. En los Países Bajos, dar cobijo a una persona migrante indocumentada y no comunicarlo puede implicar una multa de 3350 euros y seis meses de cárcel. En Chipre se prohíbe a los abogados realizar cualquier tipo de trabajo voluntario, lo que, entre otras cosas, entorpece el acceso a asistencia legal en los procedimientos para solicitar asilo. Croacia también ha tomado medidas para criminalizar la asistencia a migrantes ‘ilegales’.
Estos atentados contra los defensores y las defensoras de los derechos humanos y el desprecio por el derecho humanitario internacional y las obligaciones de la UE en materia de derechos humanos no son una anomalía: son producto de las políticas y prácticas de la Unión. La Guardia Europea de Fronteras y Costas (conocida oficialmente como Frontex) ha realizado repetidas campañas difamatorias contra los barcos de búsqueda y rescate de las ONG, al insinuar su connivencia con traficantes y contrabandistas, a pesar de que una investigación del Senado italiano realizada en abril de 2017 no encontró pruebas de tales vínculos. Estas difamaciones hacían presagiar aún más atentados contra las ONG que actúan en el Mediterráneo por parte de una alianza nefasta de organismos estatales y activistas de la extrema derecha.
Las misiones de búsqueda y rescate, encabezadas por organizaciones tan conocidas como Médicos sin Fronteras y Save the Children junto con nuevas organizaciones que han surgido en respuesta a la crisis humanitaria, han sido objeto de un acoso implacable.
En Grecia, tres bomberos españoles en misión de rescate para la asociación Proem-Aid fueron arrestados en alta mar y detenidos durante 60 horas antes de ser liberados bajo fianza acusados de tráfico de personas. En Italia, se habla de agentes secretos de la policía que se han infiltrado supuestamente en las ONG y actúan de manera encubierta en los barcos de búsqueda y rescate. Ya se han requisado varias embarcaciones, en espera de más investigaciones. Estas acciones, acompañadas de un código de conducta ‘voluntarioʼ que prácticamente acabó con la capacidad de las ONG para operar con independencia, han surtido el efecto deseado de que cesen del todo las misiones de rescate.
La narrativa construida en torno a las ONG y el tráfico ha sido adoptada también por grupos populistas y fascistas, como el barco microfinanciado Defend Europe, lanzado en julio de 2017 con el fin de perturbar activamente la labor de las ONG humanitarias. Aunque los integrantes de Defend Europe abandonaon su misión a causa de la movilización de los antifascistas, no dejaron de reivindicar su éxito, al argumentar que los Gobiernos italiano y libio habían hecho el trabajo por ellos: “Solo hace dos meses muchas ONG hacían guardia en las costas libias, como taxis esperando a sus clientes. Hoy, solo hay una”. El despliegue de estas fuerzas ha llevado a más atentados contra las ONG italianas, que se han convertido en un chivo expiatorio.
La criminalización de la solidaridad con las personas refugiadas es el aldabonazo más reciente de una política basada durante mucho tiempo en impedir por todos los medios posibles que las personas refugiadas lleguen a los Estados de la Unión, dejando que se ahoguen, confinándolas en campamentos en Turquía o supuestamente pagando a paramilitares libios para impedir su salida.
Al acosar a los y las activistas que apoyan a las personas refugiadas, las autoridades eliminan a los testigos de lo que está sucediendo y disuaden al resto de la ciudadanía de que otras políticas, más compasivas, son posibles. Este desmembramiento de los valores y principios de Europa ha convertido al mar Mediterráneo en una fosa común con fines ‘disuasorios’.
Hace tres años, los ciudadanos y las ciudadanas de Europa intervinieron cuando sus dirigentes fallaron, demostrando la compasión y solidaridad sobre las que se fundó la UE. Es hora de que los políticos de Europa muestren la misma valentía y acaben con una política hipócrita que solo es capaz de exacerbar la miseria de algunas de las personas más vulnerables del mundo.
(*) Ben Hayes es un investigador del TNI especializado en políticas de seguridad, contraterrorismo, control de fronteras y protección de datos. También trabaja como asesor para organizaciones como el Centro Europeo de Derechos Constitucionales y Humanos (ECCHR), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Cordaid, la Fundación Heinrich Böll, el Parlamento Europeo y la Comisión Europea.Frank Barat coordina el trabajo del TNI relativo al recorte del margen de maniobra de la sociedad civil.
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