viernes, 8 de diciembre de 2017

Bravo, David Torres. Pura empatía con la realidad sin tapujos. Gracias por la honestidad de tus confesiones.


Manifiesto redneck

David Torres
Me crié en un barrio pobre de Madrid, en el seno de una familia obrera, y aunque no he pasado hambre un solo día de mi vida, tengo un conocimiento muy preciso de lo que significa ese concepto, quizá porque lo oí muchas veces a lo largo de mi infancia. “Niño, tú no sabes lo que es pasar hambre” o “Ya verás cuando llegue el año del hambre”, eran admoniciones típicas de mis padres a la hora de sentarnos a la mesa. Ellos podían decirlo con conocimiento de causa: habían conocido el hambre de primera mano gracias a la generosidad de la posguerra. Esa resonancia genética me incapacita para hacer una lectura impersonal del Manifiesto redneck de Jim Goad, un libro que me ha revuelto las tripas, probablemente el ensayo político más urgente, provocador y necesario que he leído nunca. Y, desde luego, el más divertido.
Más que un libro, Manifiesto Redneck es dinamita, rabia en estado químicamente impuro, un desvelamiento radical, paso a paso y puñetazo a puñetazo, del secreto más sucio de los Estados Unidos. Que no es el racismo, esa vergüenza a voces, ese mantra repetido a todas horas, día y noche, sino el clasismo. Goad demuestra sin la menor sombra de duda que el color nunca ha sido el problema, que la distancia entre un negro pobre y un blanco pobre es infinitesimal comparada con la que va de un mendigo a un millonario. Que la esclavitud no es una cuestión racial sino un estigma de clase, que los siervos medievales europeos de los que proceden los rednecks y los hillbillies no se diferenciaban gran cosa de los esclavos negros arrancados de sus tierras y hacinados en barcos a través del Atlántico. Que muchedumbres de jóvenes de piel blanca también fueron secuestrados en las calles de Londres y traídos contra su voluntad en bodegas malolientes. Que a veces solía pasar que un siervo blanco fuese peor tratado que un esclavo negro, puesto que no se trataba de una propiedad sino de una herramienta a plazos que el amo podía usar y tirar sin remordimientos. Habla de niños sin futuro no en otro continente o en otra época sino al doblar la esquina, de tribus hambrientas con tu mismo color de piel acampando en la periferia de las ciudades. Habla del fantasma que recorre Estados Unidos, el que sigue recorriendo Europa, Asia y África, el que intentaron conjurar en vano Marx, Francisco de Asís o Espartaco:
“Trabajo libre” es un oxímoron y sólo los imbéciles creen que algo así puede existir. Es imposible trabajar para otro y ser a la vez libre. La mayoría de la gente es libre de tomar una decisión una sola vez en su vida: trabajar o morirse de hambre.
Publicado originalmente en 1997, el libro de Jim Goad resulta profético en varios sentidos: anuncia la gran estafa inmobiliaria que se formaba en el horizonte y explica, desde el desmoronamiento y la hipocresía secular del partido demócrata, la presencia de un patán obsceno como Donald Trump en la Casa Blanca. Y lo hace echando sal en las heridas, desvelando la codicia y la hipocresía de santones intocables como Abraham Lincoln o George Washington. Entre muchas otras lecciones históricas impagables (aparte de sacar a la luz el arbol genealógico de los rednecks desde los campesinos europeos y los siervos de la gleba) está la incómoda verdad de que, al término de la Guerra de Secesión, republicanos y demócratas promovieron un enfrentamiento racial que llega hasta nuestros días. Mientras los republicanos armaban a los negros bajo la égida de la venganza y los demócratas se organizaban bajo las capuchas y antorchas del Ku-Klux-Klan, sólo hubo una fuerza política que hacia 1890 intentó superar las diferencias de raza y abogar por la igualdad y la justicia social: el Partido del Pueblo. Los populistas, nacidos de la conjunción de dos sindicatos. Sí, chavales, hasta en eso nos han tomado el pelo.
Goad escribe con fuego y queroseno, revelando la ira creciente y el rencor de una clase social injuriada y repudiada con total impudicia desde cualquier perímetro social: los blancos pobres, los hillbillies, los rednecks, los hicks, la basura blanca. Como si ellos tuvieran la culpa de ser pobres, de apenas saber leer o de no poder costearse un seguro médico. Como si fuesen sus antepasados los dueños de las plantaciones que se enriquecían con esclavos. A base de escupitajos, Goad va demoliendo uno por uno los grandes tabúes de la izquierda exquisita y de la corrección política, quitándoles la careta a los hipsters, a los hippies, a los progres y a todos esos voceros que denuncian la segregación en las barriadas de Brooklyn mientras ellos se parapetan en los apartamentos más caros de Central Park, bien lejos de cócteles raciales:
Culpan a la blancura cuando tendrían que culpar a la codicia. Culpan a la masculinidad cuando tendrían que culpar al poder. En lugar de desvelar la verdadera arquitectura de la intolerancia se limitan a darle una nueva mano de pintura.
Es cierto, yo no tengo la menor idea de lo que es ser un redneck, ni he vivido jamás en una caravana, ni he destilado whisky en una colina de los Apalaches, pero algo sé sobre deslomarse en un vivero para ganar unos duros, cargar cajas de libros escaleras arriba o patear las calles cobrando recibos de puerta en puerta. Quizá no signifique gran cosa como experiencia laboral, pero sí la suficiente como para comprender lo afortunado que soy ahora que me gano la vida mal que bien dándole a la tecla. La suficiente para atisbar la impostura cuando pretende darme lecciones un hijo de papá o un pijo certificado que se encuentra a varias generaciones de la experiencia metafísica del hambre. No tengo la nuca roja de inclinarme con el azadón de sol a sol a labrar la tierra, pero sé de sobra lo que es el miedo a que la pasta a fin de mes no alcance. Todavía lo sé, todavía lo siento. Cuidado con este libro porque podrías encontrarte en él, en el eslabón de un tatarabuelo tuyo escardando cebollinos en un páramo de Castilla. Podrías descubrir que tú también eres basura blanca. Podrías echar cuentas y calcular que no hay mucha distancia entre un negrata de Los Angeles, un gitano de Bucarest y una poligonera de Vallecas. Podrías espabilar y cabrearte mucho.

::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::

Qué genial leer estas cosas: el testimonio de un escritor tan justo y noble. Admirable. Y qué gran verdad tan dolorosa es reconocer que no todos los hijos de familias humildes y trabajadoras han tenido el valor, la inteligencia y la suerte de alcanzar el privilegio de ganarse el pan con su destreza más satisfactoria: la escritura. 
Desgraciadamente, el caso de David Torres es minoritario. Se ve que sus padres le educaron muy bien a pesar de todas las privaciones, ahora él es una maravillosa excepción: millones de jóvenes de su generación no han conseguido salir del castigo social heredado. Y ahora son ninis inoperantes, padredependientes, o esclavos mal pagados y hasta hackers sin escrúpulos que invaden las redes al servicio de empresas piratas para poder comer y pagarse un cuartucho de alquiler en un piso compartido y hechos un dolor. No tienen el cuello rojo por trabajar a la intemperie, como los redneck americanos, pero no tienen conciencia, y mucho menos escrúpulos, y hasta se convierten en verdaderos gansters cibernéticos a sueldo del mejor postor; se han vendido al diablo a cambio 'de tener suerte' y no repetir la historia familiar. Algunos incluso han hecho y hacen carrera en el pp y c's, después de dar tumbos a base de bien.
Los redneks y cualquier pobre de la tierra sano y limpio de corazón (conozco muchos así) le sacan ventaja como seres humanos a cualquier rey o gerifalte de los que pagan el sueldo a los blackned de la dignidad, pobres esbirros de un mundo sin futuro ni presente, condenados a la miseria peor: degradarse por dinero como prostitutos. Menos mal que para compensar ese déficit de humanidad, de miseria, de empatía y respeto al prójimo, de ética y de salud psicoemotiva, existen excepciones como David Torres y supongo que algunos más. Es un gran alivio y hay que agradecerles los esfuerzos que han tenido que hacer para salir de la marginación material sin caer en la degradación antropológica. Los renglones enderezados de dios. Fuertes y triunfadores sobre las peores tentaciones de la corrupción. Ejemplares, honestos, transparentes como el cristal recién limpio y por ello, casi invisibles. Modestos y discretos en su grandeza. Héroes del silencio.



No hay comentarios: