viernes, 1 de diciembre de 2017


Mejor en la calle que en la cárcel

 


Si se cumplen las previsiones, incluidas las del Gobierno, el Tribunal Supremo decretará la libertad bajo fianza de los exconsellers y los líderes sociales catalanes una vez superada la ordalía de acatar el artículo 155 y de comprometerse a desarrollar en el futuro su acción política caminando descalzos sobre las brasas ardientes de la Constitución. Se exige un arrepentimiento de catecismo: examen de conciencia, dolor de corazón, decir los pecados al confesor, propósito de enmienda y cumplir la penitencia, aunque esto último será en su día negociable o, si se prefiere, indultable.
La excarcelación es una condición necesaria para que las elecciones del día 21 puedan cumplir con algún requisito de normalidad. Obviamente, facilita que los hoy presos puedan participar en la campaña, permite al Estado sacudirse el aura de opresor y deja en una posición entre incómoda e imposible al fugado Puigdemont, que el lunes comparece en Bruselas ante la jueza que lleva su extradición y que pretende mantener la ficción de que es el único que mantiene viva la llama de las instituciones catalanas. Su “haced lo que haga falta para salir de la cárcel” que hoy mismo tuiteaba desde Bélgica es su forma de presentarse como el único intachable a ojos del independentismo, una más de sus falacias.
Ha publicado El Periódico un cruce de cartas entre Xavier Sardá y Oriol Junqueras. Le deseaba el primero una rápida salida de la cárcel y le animaba a tender puentes y a prestarse a restañar las heridas para volver a ser un “sol poble”. En su respuesta, el exvicepresidente no renunciaba a su idea del trato “de igual a igual” como solución a la encrucijada política y a dar salida a las demandas sociales expresadas en las urnas, pero por primera vez en mucho tiempo parecía escapar del bucle del procés y se refería a los retos para mantener la cohesión en Catalunya, a las desigualdades económicas, al fondo de pensiones “que se han fundido”, a la pobreza energética y a los abusos de la economía especulativa.
En esta salida del laberinto parece estar también el socialista Iceta, “un hombre bajito, gordito, calvito y gay”, según su propia carta de presentación, a cuyas propuestas sobre una quita de la deuda autonómica, que en algún momento avanzó el propio Montoro, o de crear una Hacienda catalana consorciada con la estatal, deberían dar más valor sus propios compañeros en vez de dedicarse al exorcismo habitual que llevan practicando durante años sobre todo lo que llega del norte del Ebro.
Bajo el signo que sea, el nuevo Govern lo ha de ser de todos pero difícilmente se podrá restaurar la convivencia si no se atienden unas demandas que no son exclusivamente independentistas sino transversales y que implican la consideración de Catalunya como un sujeto político y no como un ente subordinado con aspiraciones imposibles. Tan lamentable como hacer girar la política en torno a los sentimientos es ignorarlos por sistema.
Nadie debería rasgarse las vestiduras por satisfacer la aspiración nacional catalana, o porque fomente su lengua y reclame no sólo las competencias que ya tiene atribuidas sino otras de mayor alcance. Quienes machaconamente repiten que la Generalitat es simplemente una parte del Estado tendrían que asumirlo de una vez y no poner palos en las ruedas a su participación en las instituciones europeas. Si lo que se quiere es atraer a Catalunya a un proyecto de España habrá que permitir que sea copartícipe de su singladura.
Es urgente establecer un modelo de financiación justo y un nuevo marco territorial en una reforma constitucional que resulta imprescindible. No se trata, como dicen algunos, de premiar a los independentistas por su “traición” sino de acomodar el país a una realidad que no es la de 1978 y que busca un traje nuevo que no ceda por las costuras. Para solucionar la crisis catalana hay que resolver primero la española, de la que la primera es sólo su manifestación. Ojalá que las excarcelaciones sean el primer paso.

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