Por una reorientación de Podemos
Conviene recordar cuál fue el principal coste de esta estrategia: la renuncia a la organización de un partido a la altura del post 15M, capaz de dar un sentido orgánico, territorial y sectorialmente coherente, a una situación que se puede calificar como desbordante en términos de voluntad de participación. Más de mil círculos aparecieron en pocos meses a lo largo y ancho de todo el territorio y decenas de miles de personas se acercaron a ese nuevo partido que tenía por nombre una conjugación verbal. Sin embargo, desde el punto de vista de la guerra relámpago, los Círculos fueron señalados como un impedimento “militante”. De tener peso real en la organización —se decía— sólo obstaculizarían una comunicación más amplia con las mayorías sociales no movilizadas. Los estrategas de Podemos apuntaban a esos mismos estratos sociales, donde los politólogos llevan años localizando los grandes caladeros de voto. Y por eso y a partir de una oposición estereotipada entre “los militantes” y “la ciudadanía”, o aún de forma más descafeínada “la gente”, los círculos fueron suprimidos como posición real de poder, o de contrapoder dentro del partido, en pos de una supuesta comunicación no mediada con el malestar de “la gente normal”. Congruentemente, las líneas críticas a este modelo fueron desechadas una y tras otra con una misma acusación: el gusto acomodaticio por lo minoritario y el miedo a la conquista del poder.
El problema, o uno de ellos, es que, cómo bien sabían los grandes movimientos de masas del siglos XIX y XX, las organizaciones estructuradas de abajo a arriba no sólo son más democráticas, sino que además proveen fuentes de información directa sobre los posibles escenarios políticos y la estrategia necesaria para moverse en ellos. Desde la encuesta obrera de Karl Marx al sindicalismo revolucionario de principios del siglo XX, los movimientos de transformación han entendido que se requiere de información directa sobre los fenómenos sociales y la coyuntura política, al menos si se quiere construir y organizar las realidades políticas emergentes, y no simplemente replicar y reproducir los elementos ideólogicos más estáticos de la coyuntura. En otras palabras, una organización con vías de información y decisión de abajo a arriba no sólo refleja una preferencia por la democracia, sino que resulta indispensable para que el movimiento-partido sea un catalizador de la transformación y no su freno.
Privado voluntariamente de la organización, Podemos se vio así obligado a una sucesión de decisiones basadas únicamente en las encuestas de opinión, las tertulias televisivas y el sondeo electoral. El principal “pero” a esta estregia es que en sociedades complejas y fragmentadas, esta ideología de la comunicación directa con la “gente”, que presuntamente convierte el malestar espontáneo en hegemonía electoral, es poco más que una quimera. No hay que ir muy atrás para encontrar precedentes cercanos, si bien en un contexto diferente. En la fase ascendente del ciclo económico, el gobierno de Zapatero empleó también este método para mantener la ilusión de la progresía cultural hasta que la crisis económica, sencillamente, la trituró.
En última instancia, la estrategia de Podemos ha acabado volviendo a un centro político que hoy en día sólo puede revivir las categorías políticas que eran centrales antes de la desestabilización que empujó el 15M. La declaración subjetiva “soy de centro” viene a significar lo mismo que “soy de clase media”, y tiene poco sentido en un contexto en el que los fundamentos materiales de la clase media se derrumban. Este gesto es además particularmente calamitoso en un partido cuyo principal logro, a día de hoy, sigue siendo la audacia de haber roto con la situación de impás en la que se encontraba la política tras el 15M. Si sus fundadores hubieran estado pendientes de las encuestas en ese momento, no existiría Podemos.
Tras haber alcanzado su pico de crecimiento en torno a enero de 2015, Podemos ha entrado en una fase de estancamiento a la que le sigue otra de descenso. Pero lo que es peor, el “centramiento” del discurso que ha acompañado a esta estrategia electoralista ha creado las condiciones para el ascenso de Ciudadanos como fuerza política de la regeneración del régimen político. Ninguna otra formación podría haber entrado sin el boquete que Podemos abrió. La paradoja es que al abrir esa misma brecha creó el marco para que otros lo llenaran. La insistencia en no definirse en términos programáticos, en utilizar la corrupción como terreno central de juego —con su marcada tendencia a fijarse en personas concretas abriendo las puertas al recambio de élites y la regeneración— y a evitar las fracturas que de facto existen entre los muchos sectores y fracciones sociales que componen “la gente”, ha terminado por provocar que un partido/chiringuito como Ciudadanos, que se mueve con mucha más soltura en ese mismo terreno, se lleve el gato al agua de las encuestas. Simplemente “la gente” prefiere el original a la copia.
A la luz de estos resultados, nada de lo dicho hasta aquí puede pasar ya por una crítica underground al mainstream podemita. Guste o no estamos ante un debate estratégico. La sonora dimisión de Juan Carlos Monedero el pasado jueves, después de unas declaraciones que recogían el sentido de los discursos críticos con la estrategia populista/centrista, ha hecho que el debate rompa con fuerza y de forma irreversible. Desde luego, podríamos dudar de la autenticidad de las declaraciones de Monedero, teniendo en cuenta que él mismo fue uno de los más entusiastas responsables del modelo Vista Alegre. Pero sería un error centrar en él la discusión. De hecho, lo peor que puede sucederle a Podemos en este momento es que esta oportunidad única para el debate político acabe pareciéndose a una simple lucha entre notables. Por supuesto, hay y habrá nombres propios, pero a diferencia de las luchas entre Susana Díaz y Pedro Sánchez, en Podemos hay dos opciones estratégicas en liza y no una simple lucha por el control del aparato del partido. Aprovechar este momento para lanzar un debate organizado y plural del que salga un nuevo Podemos, que desarrolle estratégica y organizativamente la fuerza de confrontación y ruptura que tenía el primer Podemos, parece la única opción real. Al menos si se quiere no ahondar en los errores ya cometidos y echar definitivamente al traste la oportunidad histórica de cambio.
Desde luego, habrá quién considere, siguiendo la misma lógica que ha traído a Podemos hasta aquí, que apostar por un proceso de refundación en pleno periodo electoral —y todo 2015 lo es— consiste en una aventura que puede costar muchos votos. “Nada castiga más el votante que una división interna”: este es uno de esos lugares comunes —al igual que el de “hay que conquistar el centro político”— con los que lleva martilleándonos la politología y la sociología electoral convencional desde hace años. Pero esos enunciados hacen referencia, una vez más, a coyunturas de estabilidad política, económica e institucional; coyunturas pasadas, muy diferentes a las que estamos viviendo. La velocidad de cambio que ha hecho que un chiringuito como Ciudadanos compuesto por derechistas reciclados y trepas políticos de todo pelaje haya irrumpido en apenas cuatro meses, puede hacer que un nuevo Podemos recupere la capacidad de enfrentarse al gobierno oligárquico.
Por eso, pasadas las elecciones de mayo, es preciso apostar por una nueva constituyente del partido. En el marco de esta nueva asamblea ciudadana se debería revisar y democratizar el modelo organizativo, y al mismo tiempo definir la discusión estratégica sobre nuevos términos. Sólo así parece que podremos recuperar la ilusión de cambio que atrajo a tantos sectores sociales, y a Podemos como la herramienta de transformación y empoderamiento popular que se necesita para ganar elecciones y, más allá, forzar la ruptura constituyente con el regimen del ’78.
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