lunes, 20 de abril de 2020

Nuestra sociedad cambia, nuestra política, no





Tiene bastante sentido que esto suceda así en siglo XXI. Los verdaderos cambios en las sociedades libres y democráticas no se hacen en los despachos ni en los  cenáculos del politiqueo, se hacen casa por casa y en la calle, cuando se sufren las consecuencias de la inadecuación  que acaba en el hundimiento de los estados y de los sistemas tradicionales, cuando la vida es implacable haciendo limpieza en los armarios. Así han caído siempre los imperios. Uno tras otro. El fallo siempre radica en que cada imperio se considera eterno, infalible e inmortal. Por eso no es previsor, porque su karma consiste en ir de sobrao per saecula saeculorum . La 'imperialidad', aun disfrazada de moderna y democrática (EEUU es un ejemplo total) no se plantea cambios sustanciales, está tan llena de orgullo y satisfacción autopropulsada que no ve sus fallos ni sus insuficiencias, carece de contexto autocrítico, e incluso se toma fatal que se le reproche cualquier metedura de pata, y a quien lo hace lo tachan de traidor, de mal patriota o de enemigo desleal. De ese mal están contagiados prácticamente todos los regímenes políticos. Solamente el marxismo socialista, en el que el análisis sin tapujos es una gran virtud, tiene esa corriente autocrítica, que el comunismo, en cambio, no acepta demasiado bien porque se ciñe a puntos inamovibles y un poco totalitarios. Por ejemplo en el socialismo es impensable en concepto como "dictadura proletaria". Seguramente por esa razón su derivado más arrasador, el comunista, ha ejercido el oxímoron de ser imperio práctico y contraimperialista teórico. Y ahí ha estado siempre su talón de Aquiles. Todo poder que se ensimisma y olvida que solo es un medio, una herramienta al servicio del bien común sin tiranizar a nadie por sus ideas o sus creencias, acaba siendo imperialista y tiránico. Lo mismo vale para las religiones que como el catolicismo y el budismo, acabaron siendo estados políticos. Incluso derivándose de seres como Sidarta y Jesús de Nazaret, absolutamente en las antípodas de  cualquier forma de poder imperial. Y eso por no hablar del Islam y sus regímenes de ayatolas gobernando mediante la guerra santa.

Con lo que llevamos vivido y comprobado ya hemos visto que no hay salvadores de patrias, que luego salen ranas momificadas y especuladoras a saco, y que incluso la "patria" nos ha dejado de emocionar desde hace tiempo, para convertirse en reclamo de tripas, banderas, desfiles, paraísos fiscales y solemnes tomaduras de pelo, horteras y gritonas, huecas y sin contenido más allá del instinto manipulado, y es que a la hora de la verdad no hay más patria que la solidaridad humana y la conciencia individual-colectiva, una realidad inseparable por su propia naturaleza espontánea y sanísima que sensibiliza la materia y materializa el espíritu haciéndolo palpable en sus valores concretos y tangibles. Unos valores que son ya un estado vital muy distinto al de hace veinte años, por ejemplo. 

A la hora de reorganizarnos tras el tsunami de una pandemia, resulta que nos ayuda más a seguir adelante y nos da más motivos para reconocernos, comprometernos, protegernos mutuamente y cambiar el entorno, una canción de Rozalen, mucho más que la marcha real granadera, la mano amiga del vecino, del frutero, de la panadera, el cariño de la cajera de Mercadona que te ayuda a cargar el carrito, el interés verdadero en cuidarnos unos otras, que los discursos desconcertados de los gobernantes en sus torres de marfil o los espasmos furibundos y rabiosos de los que dejaron de gobernar porque hubo que elegir entre ellos o morirse de miseria patriótica, corrupta y violenta, perdidos en su burbuja despotricona y fuera de tiesto, asaltando las redes y friéndonos a infundios que ya nadie se cree aunque fuesen ciertos por la mismas degradación de las fuentes informativas más paranoicas e incluso ridículas, que otra cosa. 

Lo menos que puede pasarnos es cambiar. Habría que estar muy tarados para seguir en las mismas esperando el parto de los montes, y que "todo vuelva a la normalidad" que nunca existió. Lo sospechábamos aunque nos aseguraban que "es que las cosas son así", pero ahora lo estamos comprobando con toda crudeza, sí, hasta quienes defendían lo indefendible, ahora lo comentan "¿cómo no nos dimos cuenta durante tantos años?" "Eso es... la costumbre del café" como dice el personaje de un sainete de los Álvarez Quintero. 

Lo bueno del caso es que por primera vez en nuestra triste y dogmática historia, es el pueblo el que está marcando el ritmo de la vida y danzando a su compás, es el que está haciendo su función primordial: la politeia, ciudadanía, que es la función del demos: el pueblo que de este modo por fin ejerce su krazía, su poder, que no es mangonear ni manipular ni seducir,  sino la capacidad innegable de hacer, de construir, poder funcionar, poder vivir, poder compartir, poder cuidar, poder reconocerse y poder avanzar hacia territorios desconocidos, en éxodo por el desierto de un mundo tan maltratado como una mujer en manos del verdugo/parejo,como los hebreos machacados en Egipto, pero esta vez, Moisés somos todas  y todos. Lo que llamaban 'dios' está en nuestro interior. Lo estamos descubriendo con toda naturalidad, como se respira o se siente. Ésa es la mejor y más definitiva revelación que nadie puede impedir, porque es lo único inexpugnable de lo que formamos parte y nos hace piña total. Amor se llama.

Seguro que en este plan, la política nos irá sorprendiendo. O bien porque dará un vuelco que no la reconocerá ni la madre que la parió y se pondrá manos a la obra de su regeneración total, o bien porque se hará papilla ella misma y por fin podremos configurar la polis que necesitamos y que somos en realidad al margen del cantamañanismo tan viejuno que ya no puede con su no-alma.

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