De chaquetas y togas
Si en algo destaca España es por sus sesudos
debates, irreconocibles en situaciones vecinas, más o menos. En estos
tiempos recientes, la España que piensa ha estado inmersa en el debate
de la tortilla de papas; el cebollismo casi se ha convertido en una
ideología defendida con tesón, como su contraria. Casi simultáneamente,
apareció el debate sobre el choricismo –no el de los trincones, que es
eterno–. A saber, sobre la ortodoxia paellera, con o sin. En ambos
casos, es que la gente no tiene tiempo de leer.
En la
profundidad del momento en el que nos encontramos, ha surgido otro
apasionado que no apasionante debate sobre la chaqueta del
vicepresidente del Gobierno, de la que hasta se ha sabido la marca
–fruto de una metódica observación–, que no la autoría de su
manufactura, anónima en la medida en que son hechas, las mentadas
chaquetas, en cantidades industriales tales que no es posible atribuirla
a nadie, y menos, con mayoría de edad. En Sevilla, diríamos –si
chaqueta de autor se tratara–, por ejemplo, obra del gran maestro sastre
O’Kean, víctima sin piedad de los vales de los tan presumidos como
tiesos personajes de la hidalguía sevillana. Otros tiempos.
Hay
un consenso generalizado en que hay que ir con americana. Bueno,
admitámoslo. Pero al menos, hoy, el chaquetismo es plural y diverso y no
sería apropiado suprimirlo y dejarnos sin etimología política. Por qué
diríamos entonces, sin la prenda consensuada, que fulano o mengano es
un chaquetero.
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