Desenmascaremos a calumniadores, mentirosos y acosadores
Nunca hubiera imaginado
que viviría una pandemia, ni tampoco que presenciaría una defensa del
derecho a mentir. Pero a veces sucede lo inesperado. El reciente debate
sobre la difusión de noticias falsas nos ha dejado actitudes tan
sorprendentes como la de quienes reivindican el derecho a intoxicar con
bulos masivos, porque aseguran que eso forma parte de la libertad de
expresión. Y una de las argucias esgrimidas en esta ceremonia de la
confusión ha sido equiparar libertad de expresión y derecho a la
información, a pesar de que se trata de categorías distintas. Se trata
de un revoltijo interesado, para llevar el agua al molino propio de la
difamación maliciosa.
La regulación constitucional
indica claramente que la libertad de expresión implica poder difundir
pensamientos, ideas y opiniones (pero no informar sobre hechos). Se
trata de formular juicios de valor de carácter subjetivo, por lo que no
resulta relevante para ejercer este derecho el acierto o el error, el
buen gusto o el mal gusto, la moderación o la destemplanza. Su finalidad
estriba en posibilitar el pluralismo en una sociedad democrática. Y
permitir que la ciudadanía acceda a los argumentos ajenos para forjar
sus propias convicciones. La libertad de expresión no solo ampara lo
políticamente correcto o lo mayoritariamente admitido, sino también
aquello que pueda molestar, incomodar o disgustar.
En paráfrasis de Orwell, podríamos afirmar que la
libertad de expresión consiste en poder decir aquello que otros
preferirían no tener que escuchar. El derecho a manifestar opiniones no
solo está vigente para quienes piensan como nosotros, sino especialmente
para quienes mantienen posiciones contrarias. Como explicó Noam
Chomsky, si no creemos en la libertad de expresión para la gente a la
que despreciamos, no creemos en ella para nada. Nuestra jurisprudencia
constitucional ha reiterado que este derecho fundamental incorpora su
máxima protección en los debates públicos, sobre cuestiones de interés
general y cuando es ejercida por representantes políticos. Por eso
resulta preocupante que en el ámbito partidista se pueden plantear
iniciativas que limiten esta libertad. Entre ellas, algunas tan poco
afortunadas como derivar las críticas políticas desaforadas a los
delitos de odio, cuando se trata de un tipo penal que está configurado
para otra clase de situaciones relacionadas con colectivos vulnerables.
Los
excesos en la libertad de expresión forman parte del ruido de la
democracia, mientras no encajen con claridad en algún delito. En cambio,
el derecho a la información no se corresponde con esa noción de
subjetividad que caracteriza a las opiniones. Más claro aún: la
Constitución no otorga ningún derecho a mentir. Al contrario, lo que
proclama literalmente es el derecho fundamental a difundir o a recibir
"información veraz". La producción intencionada de falsedades no cuenta
con ninguna protección constitucional.
A diferencia de
las opiniones, sí se puede establecer con parámetros objetivos que
determinados hechos difundidos son veraces o falaces. El principal
criterio jurídico para esa calificación consiste en declarar si los
hechos se han expuesto con conocimiento de su falsedad o temerario
desprecio hacia la verdad. Así lo determinamos los jueces en el ámbito
penal en los delitos de calumnias o injurias. Y en el ámbito civil en
las lesiones del honor. Otra variante distinta sería la del ejercicio
del derecho de rectificación de contenidos inexactos en los medios.
Resulta
importante reseñar que veracidad (en términos constitucionales) no
significa realidad incontrovertible o certeza absoluta, como ha
subrayado la jurisprudencia. Un medio de comunicación o cualquier otro
emisor de información pueden transmitir una noticia cuyos hechos
finalmente no estén completamente acreditados. Lo que será relevante es
que hayan agotado la diligencia exigible y hayan contrastado la
información antes de publicarla. Si castigáramos cualquier inexactitud,
se generaría un efecto de desaliento que restringiría peligrosamente el
derecho a la información. Es la producción malintencionada de la mentira
lo trascendente.
Libertad de expresión es opinar
subjetivamente que el gobierno ha realizado una gestión acertada contra
la pandemia o que sus actuaciones han sido desastrosas. Pero ni la
libertad de expresión ni el derecho a difundir información veraz amparan
divulgar falsedades objetivas a sabiendas y de forma masiva. Por
ejemplo, afirmar que varios magrebíes han perpetrado una violación
grupal, cuando se trata de una invención del propio hecho. O asegurar
que un cargo público (del signo que sea) ha recibido un tratamiento
médico privilegiado, cuando este ni siquiera ha existido. O simular a
través de montajes del BOE la aprobación de leyes inquietantes, para
generar desasosiego. La superchería informativa supone una fabulación de
hechos concretos y se ubica en un plano distinto a los incumplimientos
de promesas o a las interpretaciones tendenciosas. Nos estamos
refiriendo a bulos tóxicos radicalmente dolosos.
La
propagación de falsedades malintencionadas lesiona el derecho
fundamental de todos los ciudadanos a recibir una información veraz. Y
este perjuicio se amplifica cuando se ejecuta mediante mecanismos de
difusión intensiva como las redes sociales, si son reforzados aún más
con medios automatizados de multiplicación fraudulenta y favorecen todo
tipo de linchamientos públicos. Con ello se produce un efecto de bola de
nieve: la mentira se vuelve más grande y nociva según va rodando. Es la
infame concepción atribuida a Goebbels de que una mentira repetida mil
veces se acaba convirtiendo en verdad.
Los casos más
extremos que impactan en derechos de personas concretas ya cuentan con
respuestas adecuadas en la legislación penal y civil. Pero nuestro
ordenamiento jurídico necesita de medidas de protección del derecho a la
información de la ciudadanía en supuestos de relevancia colectiva. Como
sabía Bertolt Brecht, cuando la verdad se sienta débil para defenderse
del acoso de la mentira, ha de pasar al ataque. Debe abordarlo con
cordura: la censura previa resulta inadmisible por su carácter
inconstitucional, con toda la razón. Y también sería desproporcionado
incorporar nuevos castigos penales (e incluso sería peligroso, por las
tentaciones que puede suponer para todo poder político).
Sin
embargo, contamos con un instrumento como el derecho de rectificación,
que ha quedado obsoleto por los cambios tecnológicos, pero puede
actualizarse y readaptarse a la situación presente. La ley de 1984 no
podía adivinar las transformaciones en materia comunicativa. El vigente
derecho de rectificación permite aclarar informaciones inexactas y
obligar a corregirlas. Esto tenía su sentido en un periódico que solo se
editaba en papel o en unos programas de televisión que únicamente se
veían en un receptor. Esta regulación ha resultado superada por los
espacios virtuales presentes, en los que además los medios ya no cuentan
con el monopolio de crear información.
Como ha argumentado acertadamente Miguel Pasquau,
sería viable una nueva regulación civil de esta figura procesal, con
todas las cautelas, para salvaguardar en el contexto presente el derecho
a recibir información veraz, con diversas formas de legitimación para
accionar. Se puede articular un procedimiento judicial sencillo como
marco para declarar el carácter falaz de los bulos lesivos, por haberse
emitido con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la
verdad. En su caso, la resolución judicial también podría explicitar los
artificios fraudulentos de propagación utilizados. Desenmascarar a
quienes elaboran patrañas maliciosas de difusión masiva generaría
efectos pedagógicos muy positivos, al facilitar a los ciudadanos poder
distinguir a organizaciones, medios o activistas de la información que
utilizan la mentira como arma de combate. Es cierto que la
desinformación debe refutarse con más información; pero es igualmente
cierto que desenmascarar a los difusores de bulos es un instrumento muy
potente de información.
El engaño agrieta los
cimientos de convivencia de toda sociedad. La confianza mutua es la base
de la estructura social y no puede hilvanarse con falsedades tóxicas.
En la actuación contra los embustes industrializados habremos de actuar
con prudencia institucional. Como nos explicó Tagore, si queremos cerrar
la puerta a todas las mentiras, corremos el riesgo de que se quede
fuera la verdad. Pero sí podemos desenmascarar a quienes difunden las
más graves, las más venenosas, las más dañinas.
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