La Nueva Normalidad. Instalación provisional. 2020
Habrá que ir pensando en disputar esa "nueva normalidad", ya que vamos a vivir en ella. Disputarla para hacerla habitable, para que no sea una coartada, y para que no se convierta en normalidad a secas.
La mascarilla es la
nueva normalidad. El teletrabajo es la nueva normalidad. No dar besos es
la nueva normalidad. Los restaurantes con mamparas, las playas con
distancia y los cines a medio aforo son la nueva normalidad. Justificar
cualquier cambio odioso añadiéndole la coletilla “es la nueva
normalidad” es también la nueva normalidad.
Cada vez
que estos días oímos hablar de nueva normalidad, no nos bebemos un
chupito porque más bien se nos encoge el estómago. Se supone que una
expresión que incluye la palabra “normalidad” debería tranquilizarnos, y
sin embargo nos provoca un sobresalto. Añadirle “nueva” a “normalidad”
resulta una contradicción en términos, un oxímoron, y el efecto es
inquietante, amenazante.
“Nueva normalidad” ha sido la expresión más repetida por
el presidente del gobierno en su anuncio de plan de desescalada. Tampoco
le culpemos, pues la expresión no es una creación orwelliana del
maléfico Sánchez: en otros países también se habla mucho estos días de “the new normal” o “la nouvelle normalité”,
aunque no he visto a otros gobernantes usarla con tanta insistencia.
Quiero pensar que Sánchez lo hace para aliviarnos, para ofrecernos en el
confinamiento un horizonte próximo de cierta normalidad, aunque no sea
la normalidad en la que vivíamos hasta hace dos días. Pero tanta
insistencia consigue el efecto contrario: malestar, inquietud, desánimo,
nostalgia de nuestra normalidad, la única que merece tal nombre, esa
que nos resistimos a dar por perdida y no aceptamos llamar “vieja
normalidad”.
Hay en Sevilla un mercado de barrio que
en su fachada exhibe lo que cualquiera pensaría una coña si no estuviese
oficialmente grabado en azulejo: “Mercado Las Palmeritas. Instalación provisional. 1973”.
Me acordé de Las Palmeritas y su provisionalidad de casi medio siglo
mientras escuchaba al presidente del gobierno hablar una y otra vez de
la “nueva normalidad”, esa que alcanzaremos en junio si nada se tuerce, y
para la que necesitamos todo un “Plan para la Transición hacia una
Nueva Normalidad”.
Queremos pensar que la nueva
normalidad es justo eso, una instalación provisional, cuatro paredes
con techado de uralita donde vivir lo mejor posible mientras
reconstruimos la normalidad que el virus tumbó. De hecho, cada vez que
el presidente usa la expresión aclara que será “la nueva normalidad que
regirá nuestras vidas hasta que no tengamos una vacuna”. Tranquilos, es
solo hasta que haya vacuna. Tranquilos, es solo hasta que construyamos
el nuevo mercado.
Como ningún científico se apuesta
hoy ni un café a ponerle fecha a la vacuna, habrá que hacerse a la idea
de que la nueva normalidad será nuestra única normalidad por una
temporada que puede ser larga. ¿Un año, dos, más? Y según se vaya
prolongando, el problema ya no serán las mascarillas, las mamparas o los
besos, sino otras medidas con las que se irá construyendo esa nueva
normalidad. ¿Qué pasará cuando tu empresa te cuente que “bajar sueldos
es la nueva normalidad”, o tu proveedor de servicios te informe de que
“subir tarifas es la nueva normalidad”? ¿Y si algunas de las medidas
excepcionales que estas semanas hemos aceptado mansamente por
responsabilidad, y que afectan a derechos y libertades, se acaban
convirtiendo en la nueva normalidad?
Habrá que ir
pensando en disputar esa nueva normalidad, ya que vamos a vivir en ella.
Disputarla para hacerla habitable, para que no sea coartada de
cualquier tipo de medida, y para que, en lo que pueda depender de
nosotros, no acabemos dejando a nuestros hijos un azulejo que dentro de
medio siglo lean con la misma guasa con la que hoy vemos el mercado de
Las Palmeritas: "La Nueva Normalidad. Instalación provisional. 2020".
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