Tiempos para el ecosocialismo democrático
- El
tiempo del neoliberalismo ha pasado. Pensar lo que vendrá después es la
tarea que nos imponen estos meses extraños y en la que no podemos
fallar
- El ecosocialismo no se ofrece como un sistema ideológico
cerrado que contenga todas las respuestas, sino como una caja de
herramientas dispuesta a ponerse manos a la obra
Gabriel Ortega-Emilio Santiago (Más Madrid-Ganar Móstoles)
Súbitamente,
nuestras vidas se han visto interrumpidas por una emergencia sanitaria
sin precedentes, que mantiene confinada a más de un tercio de la
humanidad en sus domicilios. Un virus sumamente contagioso, que ataca
con especial saña a los más vulnerables, como son las personas ancianas y
enfermas, nos ha puesto en jaque como sociedad. Y en semanas que en
términos históricos parecen décadas, ha mostrado todas las vergüenzas
geopolíticas del mundo surgido de las cenizas de la guerra fría,
derrumbando, uno por uno, como gigantes con pies de barro, los mitos
triunfantes del neoliberalismo.
Estados
socialmente fuertes, con capacidad redistributiva y servicios públicos
sólidamente dotados es el nuevo fantasma que recorre Europa, en una
disputa en la que el sufrimiento provocado por las políticas austericidas, aún está reciente en la memoria de los pueblos del Sur del continente.
No
solo no es de extrañar, sino que debe ser aplaudida y apoyada, la
alianza estratégica de España, Italia y Portugal, con el apoyo de
Francia, para exigir unos presupuestos de reconstrucción social y
económica europea que solo pueden llevarse a cabo mutualizando
esfuerzos. Un plan Marshall que permita afrontar esta crisis como lo que es, la postguerra que nos ha tocado vivir a nuestra generación. Si dicha empresa fracasa, Europa quedará tocada de muerte como comunidad política.
Mientras
tanto, de balcón a balcón, en un carrusel que circula en la distancia
que hay entre la angustia, la ansiedad, la paciencia y la esperanza,
millones de personas se preguntan ¿y cómo saldremos de esta? El polo de
poder que forman Trump, Bolsonaro y Johnson sugirió inicialmente que la
competitividad de sus economías valía más que las víctimas del
coronavirus. Esta fijación de prioridades monstruosa, aunque nos
indigne, no deja de ser la regla de funcionamiento habitual de nuestro
mundo, donde los negocios de algunos valen mucho más que las vidas de
muchas y muchos.
Pero precisamente que nos
indigne, que nos chirríe, que a la mayoría social nos parezca
intolerable la opción del darwinismo social, también en las propios
naciones que votaron el gobierno del darwinismo social, hasta el punto
de haber tenido que recular y aceptar el confinamiento, es el mejor
síntoma de que vivimos en tiempos excepcionales. Una oportunidad para
poner en claro qué es lo que importa, qué es lo secundario y actuar en
consecuencia. Y por tanto, para cuestionar quién se beneficia y a quién
perjudica ese orden de cosas que hoy se revela extrañísimo y que hasta
hace un mes conveníamos en llamar normalidad.
En
este contexto la diferencia entre los de arriba y los de abajo, entre el
interés del demos y los de la oligarquía financiera, vuelve a mostrarse
con toda crudeza. Especialmente cuando instituciones y líderes europeos
son incapaces de sintonizar la misma onda que las mayorías sociales
trabajadoras, que necesitan respuestas y soluciones y las necesitan
pronto. Deben estar muy sordos, para no escuchar los aplausos que cada
noche se ganan sanitarios, cajeras, trabajadoras de la limpieza,
reponedores, camioneros o aquellos que remueven la tierra para que
comamos; primera línea de defensa de la sociedad. Lo más paradójico es
que esta crisis demuestra de modo muy claro, y sin posibilidad de
tergiversarla, una verdad universal: cuando hace realmente falta, la
heroicidad la demuestran quienes soportan más maltrato por parte de
aquellos que toman las decisiones que gobiernan sus vidas. Sus
ingresos. Sus derechos laborales o al descanso. Como nos enseñó a cantar
Violeta Parra hace muchos años, el pueblo aguanta la patria a sus
espaldas, construye la patria, y la reconstruye si es preciso las veces
que haga falta, con un amor que siempre es muy mal correspondido.
La
amenaza invisible y ubicua del virus nos ha puesto de golpe en una
situación que contradice la lógica más profunda del capitalismo: una
donde las necesidades de la vida de todas y todos se entienden como un
fin en sí mismo, como algo sagrado y prioritario, y no como un efecto
colateral del beneficio de las empresas. El objetivo número uno para la
fase de reconstrucción económica es alargar esta excepcionalidad
política. Que la prioridad siga siendo el cuidado de los cuerpos
concretos y vulnerables frente a los derechos de propiedad de los
inversores y el reparto de dividendos.
No negamos
que el mercado tendrá un papel importante que jugar en la reconstrucción
económica y en el mundo que esta dará a luz. Al igual que la cultura
del emprendimiento y la iniciativa privada. Pero siempre subordinándolo
al servicio de la prosperidad común. Y por tanto limitándolo y
regulándolo. Un mercado sin capacidad para triturar y chantajear esa
cualidad que, si no se cumple en derechos materiales concretos,
convierte la democracia en una palabra vacía: la soberanía vital de las
personas. Un mercado que vuelva de nuevo a embridarse dentro de los cauces de la sociedad, de donde nunca debió salir.
Para
ello nuestro horizonte debe ser promover, en los próximos meses, una
enorme operación de redistribución de riqueza. Al menos tan importante
como la que se dio al fin de la segunda guerra mundial. La Renta Básica
Universal, con su reforma fiscal consecuente, puede ser el dispositivo
perfecto para avanzar en esta conquista.
Pero
no podemos olvidar que la crisis, que primer es sanitaria y después
será socioeconómica, nos sitúa en un escenario de alta complejidad. Dos
elementos extra merecen ser mencionados:
En primer
lugar, estamos viviendo en toda su crudeza una crisis moral. Se nos
está muriendo una generación que se echó nuestro País (y Europa) a la
espalda y la reconstruyó ladrillo a ladrillo. Ni tuvieron derecho a la
infancia ni lo han tenido a una muerte acompañada por sus seres
queridos. No hemos estado a su altura.
No podemos salir de esta crisis con el mismo sistema asistencial, abrumadoramente privatizado,
que ha resultado letal para las abuelas y abuelos en nuestros días. Les
debemos todo, nuestros derechos y libertades, las vacaciones y los
sindicatos, un nivel de vida y de formación del que se privaron para que
lo disfrutásemos las generaciones siguientes. Esa es la generación a la
que no hemos sabido cuidar. Si algo merece que cambiemos de arriba
abajo el modelo socioeconómico es garantizar un buen final de vida a de
aquellos que se le han dejado a jirones en el camino para que nosotros
viviéramos mejor. La deudas con los fondos buitre o con los bancos nos
hace prisioneros. Pero las deudas con nuestros padres y madres, con
nuestras abuelas y abuelos, nos hace humanos.
Como
también nos hace humanos la deuda con nuestros hijos e hijas, con
nuestras nietas y nietos. Y es que, en segundo lugar, la crisis
sanitaria es también expresión y vuelta de tuerca de la crisis
ecológica. Expresión porque el incremento acelerado de las pandemias,
que hemos conocido en el siglo XXI, está íntimamente relacionado con el
incremento de nuestra presión sobre los ecosistemas. Los virus saltan
más rápido de animales a los humanos cuando asediamos la naturaleza
hasta extenuarla. O cuando la concentramos en proporciones nunca vistas
en macrogranjas industriales, que son laboratorios perfectos para la
generación espontánea e incontrolable de nuevas superbacterias. Y no es
descartable que los estudios posteriores nos indiquen que el coronavirus
ha causado una mortandad mayor en aquellas ciudades donde el aire
estaba especialmente contaminado.
Pero la crisis
sanitaria es también una vuelta de tuerca a la crisis ecológica porque,
ante el derrumbe económico, la tentación va a ser ponérselo fácil a la
economía a costa de dañar más nuestro planeta. Trump ya ha anunciado una
batería de desregulaciones que beneficiarán a la industria del
petróleo. El gobierno de Andalucía, supeditado a los votos y el
rumbo que impone de Vox, ha tomado nota sobre las posibilidades de una
doctrina del shock antiecologista. Y ha aprobado un
decreto-ley, sin control parlamentario, que cambia 21 leyes y 6 decretos
con el fin de flexibilizar la ordenación urbanística y ambiental para
promover nuevos complejos turísticos y campos de golf. Un cheque en
blanco para seguir exprimiendo uno de los litorales más destrozados de
Europa.
Los cielos limpios de nuestras ciudades,
las imágenes de los delfines en los canales de Venecia, o el hecho de
que 2020 puede ser el primer año de la historia de la sociedad
industrial donde las emisiones se reduzcan sustancialmente, no son tanto
buenas noticias como señales muy nítidas de nuestra tragedia: una
economía cáncer, que solo funciona en guerra contra la vida que la
sostiene. La vida que emana de la biosfera y sus ciclos, y la vida que
sostienen esos cuidados imprescindibles, que el patriarcado ha colocado
tradicionalmente en la espalda de las mujeres.
Por
ello la reconstrucción económica posterior tiene que tener en la
transición ecológica socialmente justa y feminista el núcleo de su
programa. El Plan Marshall que viene debe ser un Plan Marshall verde y
violeta. La propuesta del Green New Deal nos enseña qué es lo que
tenemos que hacer. Técnicamente ya sabemos lo que funcionaría:
descarbonizar la economía, rehabilitar edificios, multiplicar la vida de
los materiales, expandir el transporte público en ciudades y el
ferroviario para mercancías, facilitar los consumos compartidos y os
bienes comunes, promover la transición agroecológica que repueble
nuestro campos, reforestar, otorgar una renta justa al cuidado de los
territorios y de los cuerpos, tener una cultura y un ocio de proximidad.
Había dudas sobre cómo pagarlo. Y lo que es casi lo mismo, cómo
comprometer a los ricos en esta tarea común. Este intenso comienzo de
2020 nos ha dejado dos interesantes lecciones: si hace falta, el dinero
se crea. Y si no nos salvamos todos, no se salva nadie. Lo que se aplica
al coronavirus hoy se puede aplicar mañana, y elevado al cubo, a la
emergencia climática.
Estamos situados en una
encrucijada histórica fascinante, aunque también desorientadora y
peligrosa. En todo este complejo cruce de caminos, hay un punto cardinal
que merece convertirse en el norte de nuestras brújulas: la idea de
ecosocialismo democrático. Unas coordenadas que si bien han sido muy
trabajadas en lo teórico, necesitan ahora más que nunca de sus
traductores, de sus pioneras, de sus movimientos sociales y de sus
liderazgos políticos audaces, que la sometan a la prueba del algodón de
la historia, que no es otra que la praxis.
Socialismo
porque llegó la hora de volver a poner la economía al servicio de un
interés general entendido con justicia. Ecosocialismo porque en el siglo
XXI esto solo puede significar una profunda y compleja transición
técnica, productiva y cultural para volver a vivir dentro de los límites
de un planeta finito, que hemos sobrepasado peligrosamente, en
simbiosis con otras especies. Democrático porque, tras los errores del
siglo XX, hemos aprendido que flaco favor hacemos a la lucha por la
igualdad si esta nos lleva a suprimir el marco de derechos y libertades
democráticas que salvaguardan algunos valores y prácticas esenciales.
Sin estos la vida individual vale menos. Y la vida social se pudre en
gregarismo, mediocridad burocrática y chivateo.
El
tiempo del neoliberalismo ha pasado. Pensar lo que vendrá después es la
tarea que nos imponen estos meses extraños y en la que no podemos
fallar. Se empieza a escuchar la metáfora de unos nuevos Pactos
de la Moncloa, que recordemos fueron de ajuste y fueron por arriba.
Esto es, otra vez el capital gana por enésima vez el premio gordo y deja
al pueblo la pedrea. Aceptamos que para avanzar nos hacen faltan
consensos que incluyan a los grandes poderes económicos. Pero puestos a
pactar, nuestra inspiración es otra: el pacto social de posguerra que se
dio en Europa a partir de 1945, donde fue el capital el que se movió
más en favor de otorgar sanidad pública, educción, sanidad, pensiones a
los trabajadores masacrados en los campos de batalla y los campos de
concentración.
Algunos nos llamarán ingenuos o
idealistas, porque hoy no existe la amenaza geopolítica de la Unión
Soviética, que sin duda ayudó en 1945 a que las élites europeas firmaran
ese pacto como quién firma un seguro contra la revolución. Somos
conscientes. Pero también somos conscientes de que en 2020 existe una amenaza biológica- y una climática-,
en este virus y en los que vendrán después. Esta no afecta por igual a
todas las clases sociales. Pero sí da golpes suficientemente
indiscriminados (un virus “bien democrático” lo llama Luciana Cadahia)
como para ofrecer incentivos, históricamente inéditos, a la búsqueda de
soluciones comunes con acento popular. Para lograrlas, el ecosocialismo
democrático nos ofrece un buen punto de partida. No como un sistema
ideológico cerrado que contenga todas las respuestas, sino como una caja
de herramientas dispuesta a ponerse manos a la obra para construirlas.
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