Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos
Volveremos a defender la alegría como una trinchera, no tengo ninguna duda, pero una de las lecciones del coronavirus que no deberíamos olvidar es que mucho ha de cambiar nuestra manera de entender y organizar nuestro mundo
Parece que cada cierto
tiempo la humanidad necesita una bofetada de realidad. Una sacudida que
nos haga conscientes de nuestra vulnerabilidad. Nosotros, que vivíamos
en un mundo en que pensábamos que con nuestros avances, ciencia,
globalización y tecnología teníamos el control sobre nosotros, sobre la
naturaleza y casi sobre el universo. Nosotros, que estábamos convencidos
de que el antropocentrismo renacentista se había completado
definitivamente. Poco importaba que se nos hablara del cambio climático,
del colapso ecológico, de la sexta extinción masiva … éramos
invencibles. Y ahora que un ser al límite de la vida nos ha puesto la
vida al límite transitamos entre la estupefacción y la negación, entre
el miedo y la ira, buscando culpables tangibles a los que podamos
interpelar, porque asumir que vivimos en tiempos de incertidumbre en los
que tenemos muchas preguntas y muy pocas respuestas, nos resulta
demasiado doloroso, inasumible. Y sin embargo en asumir nuestra
vulnerabilidad, nuestros efímeros pasos, está la clave para vencer o al
menos para no ser derrotados.
Observo a mis hijos en
estos días y veo cómo han cambiado. Han madurado de golpe. Se han
preocupado y se han ocupado de la gravedad de la situación. Miro y veo
cómo la despreocupación de la infancia ha dado paso a una madurez
prematura. Prematura en nuestra sociedad, claro, porque en muchos países
la infancia se les lleva robando a los niños y, especialmente a las
niñas, desde siempre. Todavía no he podido desentrañar qué sentimientos
me produce este cambio en ellos. Lo que sí intuyo es que probablemente
su generación se parecerá más a la generación de nuestros abuelos que a
la que les ha precedido, salvando las distancias de un siglo y todo lo
que implica ser nativos digitales. Sin embargo pienso que en todo
aquello que nos define como humanos serán muy diferentes a la generación
de final de siglo. Sabrán discernir lo que es esencial de lo que es
accesorio. Tendrán más consciencia de su fragilidad, sobre todo cuando
nos tomamos de uno en uno. Sabrán que somos más fuertes cuando nos
reconocemos en la colectividad, probablemente por eso no se pierden la
salida diaria al balcón de las ocho de la tarde aunque yo todavía no
haya llegado a casa para recordárselo. Sabrán reconocer lo prescindible y
prescindirán de ello. No creo que lleven gafas de pasta sin cristales.
Sabrán reconocer lo imprescindible y lo defenderán con uñas y dientes.
Creo que nada humano les será ajeno. Mirándolos, analizándolos, veo las
únicas certezas que se salvan en estos días.
Estos días pesados y grises. Grises en sentido figurado y
literal, porque no recuerdo tantos días seguidos sin sol en primavera,
como si la naturaleza después de confinarnos se hubiera apiadado un poco
de nosotros. Certezas cuyo comienzo es la duda y precisamente eso las
convierte en más ciertas. Y es que si algo se ha demostrado cierto en
estas semanas es la importancia de lo colectivo, del nosotros por encima
del yo. Muchas lecciones nos ha dado esta maldita pandemia. Nos ha
enseñado la importancia de un sistema sanitario público universal que no
excluya a nadie porque los virus no conocen de fronteras ni de clases
sociales. Hemos entendido la importancia de un sistema público de
servicios sociales, también sus carencias y la necesidad de que se le
considere y dote de la potencia del sistema sanitario o educativo. Hemos
aprendido que es imprescindible un sistema educativo público que además
de formar, palie las desigualdades económicas de origen venciendo la
brecha digital y económica en este confinamiento. Hasta los más pequeños
se han dado cuenta de lo importante que es tener derecho a ir a la
escuela, ese del que muchas niñas y niños son privados.
De
repente, se ha hecho visible lo que no queríamos ver y esos trabajos
menospreciados que ni siquiera cuentan para el cálculo del PIB, Criar,
Cuidar y Curar, cuando vienen mal dadas son los únicos de los que no
podemos prescindir. Y ahora va y resulta que además de sostener la vida
sostienen la economía, dado que constituyen el grueso de trabajos que se
han decretado como esenciales. Y por cierto también vemos cómo en este
sector económico de las tres "c", salvo la producción y distribución de
alimentos, la gran mayoría de trabajos, remunerados o no, los realizan
mujeres. Paralelamente vemos cómo los mentores del dogma neoliberal, del
capitalismo caníbal, muchos de ellos arquitectos de la economía
especulativa y responsables de la brecha de desigualdad que se abre como
un abismo entre nosotros, ahora claman por rescates públicos. Los
adalides de lo privado y la reducción del Estado gimiendo para que lo
público les salvaguarde los privilegios. Algunos a cambio se atreven a
proclamar alguna consigna que satisfaga a aquellos llamados a
rescatarlos a modo de "hará falta ayudas para las personas que sufran
esta crisis". Eso sí, tendrán que ser temporales. Que las ayudas eternas
ya nos las quedamos los de siempre. Demasiado se está pareciendo esto a
lo que nos hicieron en 2008.
A la angustia que nos
provoca la emergencia sanitaria se une indisolublemente la angustia
sobre un futuro tan incierto como temido. ¿Volveremos alguna vez a ser
las mismas personas?, nos preguntamos. ¿Volveremos a reconocer y
reconocernos en este nuevo mundo que vendrá? ¿Cómo venceremos la crisis
económica y social que ya llama a la puerta? Creo, sinceramente, que
volveremos a desterrar la maldición de Casandra, porque si algo tiene el
ser humano es esa inmensa capacidad para olvidarse de su mortalidad.
Volveremos a acercarnos, tocarnos, besarnos. Volveremos a defender la
alegría como una trinchera. No tengo ninguna duda. Pero una de las
lecciones del coronavirus que no deberíamos olvidar es que mucho ha de
cambiar nuestra manera de entender y organizar nuestro mundo.
La
salida de esta crisis global no debe, de nuevo, pesar sobre las
espaldas de los de siempre. La salida no puede ser la de la crisis de
2008 que más que salida fue una trampa. Trampa que, por cierto, nos ha
hecho más vulnerables frente a la pandemia porque las consecuencias de
los recortes y las políticas de debilitación de lo público, de lo
colectivo, las estamos padeciendo ahora. La salida de hoy es replantear
por completo un sistema económico que además de injusto y cruel con las
personas más débiles, además de menospreciar lo esencial, es decir, la
vida misma, además de generar tanta desigualdad y sufrimiento a la
mayoría como beneficios groseros e innecesarios para unos pocos, muy
pocos, además de todo esto se ha demostrado inútilmente frágil. Tanto
que ha quedado claro que sólo a aquellas personas a las que castiga son
las imprescindibles. Asumamos y defendamos, pues, esta certeza, esta
necesidad de cambio profundo, este grito que nadie pueda silenciar.
Porque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
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