Si los humanos hacemos la historia, nos la hacen o, simplemente, ella
misma se hace sin contar con nosotros, es una cuestión controvertida;
no parece que voluntaristas, conspiracionistas y escépticos vayan a
ponerse fácilmente de acuerdo sobre ello. En alemán tienen dos palabras
completamente diferentes para designar a la historia que se hace y la
que se escribe. De la posible confusión entre ambas da cuenta aquella
anécdota que relataba Hans Blumenberg sobre algo sucedido en Marburgo
durante los inquietos días de la revolución estudiantil, cuando un
profesor de historia reclamaba tranquilidad colgando un cartel en la
puerta de su despacho en el que se afirmaba “Aquí se hace la historia”.
Confundía la historia que se escribe con la que se hace, pero tampoco le
faltaba toda la razón porque es verdad que las agitaciones sociales se
convierten en historia real con independencia de lo convencidos que
estén sus protagonistas de estar asistiendo a un momento de
significación histórica, un juicio que corresponde más bien a los
historiadores.
Estamos rodeados de fracasos de la política a la hora de llevar a
cabo lo que la sociedad le había encargado, incapaz de hacer real lo que
una sociedad creía estar alumbrando. El Brexit es el ejemplo más claro
de la incapacidad de la política para articular una mayoría suficiente
que implemente lo que se decidió en un referéndum donde no se concretaba
nada acerca del quién y del cómo de un proceso enormemente complejo. El
soberano negativo hizo su trabajo, pero el soberano positivo sigue sin
comparecer. Los que estaban haciendo historia podrían pasar a la
historia por algo muy distinto de lo que pretendían: por provocar una
paradójica pérdida de soberanía del Reino Unido, por ejemplo, o por
hacer el ridículo, simplemente.
Hay muchos ejemplos similares que muestran hasta qué punto se trata
de dos momentos muy distintos del proceso político: el que expresa una
voluntad genérica y el que la concreta con una lógica política; el que
dice que no y el que plantea algo a lo que poder decir que sí; el de los
movimientos sociales con una transversalidad espontánea y el de los
partidos políticos que construyen la transversalidad necesaria. El
movimiento soberanista en Cataluña expresó un malestar y el deseo de ir
hacia otro modelo de autogobierno cuya concreción correspondía articular
y negociar a los representantes políticos haciendo intervenir una
lógica que no es la de los movimientos que manifiestan esa voluntad sino
una lógica política, es decir, aquella en la que se sopesan los
márgenes de maniobra y los posibles aliados, donde se hacen valer
consideraciones estratégicas y capacidades de negociación. El 15-M fue
un movimiento cívico muy vigoroso, pero unos meses después la derecha se
hizo con el Gobierno, los nuevos partidos se han deshinchado en
términos electorales y se han revelado en ocasiones menos democráticos
en su funcionamiento interno que los partidos clásicos; su mayor
aportación ha ido en la línea de una espectacularización de la política,
mientras que la ambición de cambiar el modelo productivo o regenerar la
vida política solo se ha podido traducir en reformismo socialdemócrata o
en la resignación ante la inevitable condición humana.
No se trata solo de problemas de implementación, sino de la dificultad que tenemos de articular lógicas distintas
Buena parte de los fracasos de la política y su particular impotencia
tienen que ver con que el impulso cívico no ha tenido quien lo articule
políticamente. No se trata solo de que haya problemas técnicos de
implementación, por decirlo con la terminología de Renate Mayntz, sino
de la dificultad que tenemos de articular dos lógicas distintas que
deben combinarse, pero ninguna de las cuales está en condiciones de
sustituir a la otra: la de la espontaneidad social que protesta o exige y
la lógica política que racionaliza y pone en práctica. La experiencia
cotidiana de que resulta más fácil identificar lo que no queremos que
saber lo que queremos se corresponde con un comportamiento político en
el que hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia. Esto
lo saben muy bien los líderes políticos, que prefieren acomodarse a la
situación y meter miedo en vez de generar esperanza. A este estado de
cosas he propuesto denominarlo “democracia sin política” o, como diría
Pierre Rosanvallon, “contrademocracia”. Desde el punto de vista de la
vida institucional esto se traduce en una vetocracia donde la
posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de
construcción, para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo.
Nos está fallando la construcción política e institucional de la
democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y
la atención mediática.
Y aquí es donde la crisis de los partidos revela su aspecto más
inquietante. Hemos celebrado la llegada de nuevas formas de organización
sin valorar suficientemente sus límites; las nuevas formas de
militancia intermitente y clickactivismo nos resultaban más
simpáticas que los denostados aparatos, pero puede que ahora estemos en
mejores condiciones de emitir un juicio más ponderado. La actual
movilización social tiene lugar en torno a problemas específicos, en
acciones puntuales y no a través de organizaciones burocráticas
estables. La agitación social es mucho más simpática que la disciplina
burocrática. El problema es que, si esta desintermediación no da lugar a
ninguna estructura duradera de intervención, es muy difícil que la
movilización produzca experiencias constructivas. Para eso servían los
partidos, para hacer eficaz la acción colectiva a través del tiempo, de
manera sostenida y coherente.
El Brexit es el ejemplo más claro de incapacidad política para aplicar lo que se ha decidido en un referéndum
Uno de los principales enigmas de nuestro tiempo es cómo se produce
el cambio social, entender su lógica y contribuir a que se realice en la
dirección deseada. El problema es que hoy, más que estrategias de
cambio, lo que tenemos son gestos improductivos, una agitación que es
compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias,
impulsos estériles, falsos movimientos. La política sufre actualmente un
peculiar trastorno bipolar porque es capaz de ilusionar a mucha gente
hasta hacerles perder el sentido de la realidad, de manera que poco
tiempo después se convierten en unos decepcionados que regresan a la
melancolía de la vida privada. Toda la cuestión consiste en cómo hacer
que pasen cosas en el sentido de que ocurra aquello que deseamos y no
que pasen por delante de nosotros como posibilidades que se desvanecen.
Dos de los partidos a los que las anteriores elecciones generales han
situado ante una especial responsabilidad tenían lemas sonoramente
voluntaristas (“Haz que pase”, el PSOE, y “La historia la escribes tú”,
Unidas Podemos). A ellos y a otros les corresponde demostrar ahora que
tras el veredicto de la ciudadanía no se trata tanto de hacer cálculos
aritméticos como de abordar los principales problemas que continúan
esperando, algunos de los cuales estuvieron completamente ausentes en
los debates electorales (cambio climático, Europa, crisis demográfica) y
otros (como la cuestión territorial) se utilizaron como instrumentos de
confrontación, pero nadie ha sido capaz de situarlos en un horizonte de
solución.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
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