viernes, 8 de abril de 2016

Silencio






JULIETA

Dirección: Pedro Almodóvar.
Intérpretes: Adriana Ugarte, Emma Suárez, Dario Grandinetti.
Género: drama. España, 2015.
Duración: 96 minutos.

Cuentan que el título inicial de Julieta era Silencio (nada enfático ni rebuscado, como es habitual en la trascendente obra de su creador), pero que al enterarse de que Martin Scorsese había decidido que su última criatura también se llamara así, Almodóvar optó por el nombre de la shakespeariana y desdichada amante de Verona. Pero al finalizar mi visión de esta película, o acontecimiento cultural y mundano, o lo que sea, después de haber asistido a la suntuosa campaña de marketing y de que me hayan aclarado hasta el aburrimiento múltiple corifeos o legítimamente enamorados espectadores de Julieta que en esta ocasión se trataba del Almodóvar más contenido y profundo, me pregunto dónde residen los sublimes méritos de la contención, qué demonios querrá decir eso.
Consumida con notable indiferencia, esta película de temática presuntamente intensa y de visión obligada por la cultivada y exuberante personalidad de su creador, aunque desde hace mucho tiempo me plantee por qué tengo la obligación de ver el cine de este señor y que, sin embargo, nadie me pida explicaciones por ignorar tanto celuloide de sufrir, desdeñar y tirar, llego a la conclusión de que lo único que me sugiere es silencio, y no precisamente por el lirismo que Paul Simon encontraba en los sonidos del silencio, sino porque es lo único que me inspira. Silencio ante un argumento que pretende hablar con lenguaje estilizado y contenido de los sentimientos más devastadores, de la depresión a perpetuidad de una mujer que sufre el rechazo y el abandono de su única hija (ya he pillado las artísticas razones de un plano largo, el parecido que establece el muy culto y penetrante Almodóvar entre el desgarro de esa mujer rota y el autorretrato que aparece de Lucian Freud, el escalofriante y siempre atormentado nieto de Sigmund) y que no logra transmitirme nada, ni emocional ni artístico.
Es el problema que entraña no creerte nada, ni los sentimientos transparentes ni los subterráneos, ni lo que expresan los personajes ni lo que callan, ni protagonistas ni secundarios, ni el tonillo presuntamente natural que acompaña los diálogos, ni el ilusionante pasado de la dulce profesora de Filosofía Clásica ni el entre angustiado y desolado presente de alguien que no puede comprender las razones de que su principal raíz con la existencia haya volado. Y se supone que el desenlace de esta trágica historia almacena poder de conmoción. Al no haberlos tenido, desconozco el amor que se siente hacia los hijos, pero podría identificarme y conmoverme con la conclusión final si el lenguaje para describírmelo fuera poderoso. Pero no hay forma; es imposible que me afecten ni las descripciones psicológicas, ni el vagabundeo en plan sonámbulo de la deprimida crónica, ni la erupción del volcán sentimental en ese desenlace con vocación de remover las entrañas del espectador, ni el pretendido broche melómano con Chavela Vargas describiendo los pesares del corazón, ni el pretendidamente insólito y sobrio plano que cierra Julieta y que me recuerda excesivamente al desenlace de Los exiliados románticos.
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que la interpretación de Emma Suárez es prodigiosa. Yo la considero una actriz excelente y una mujer muy atractiva, pero aquí no me resulta nada turbadora, aunque todo el rato nos muestre que está sangrando por dentro. No existe ningún personaje que me resulte verosímil, pero algunos me provocan involuntariamente la risa. Como esa Rossy de Palma ataviada con un estropajo metálico en la cabeza que pretende el simbolismo con la tétrica ama de llaves de Rebeca. O la ceramista cancerosa, a la que el marido adúltero define con un sonrojante “nunca ha habido nada entre nosotros. Solo follamos”. También me pongo rojo cuando una dama recuerda su ruptura con la novia: “Yo me fui a estudiar diseño a Nueva York y ella buscó un refugio espiritual en los Pirineos. Nos volvimos a ver años después en Como”. O el labrador que le explica a su hija cómo conocieron a la señora marroquí que cuida a la madre: “Nos encontramos con ella en el festival de música sacra en Fez”. Y trato de entender qué coño pintan el ciervo o el suicida del tren. Y trato de imaginarme en medio de mi tedio cómo sería Julieta si en vez de ser contenida hubiera optado por la intensidad o el desmadre. Pero no hay que fustigarse eligiendo lo malo o lo peor.

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 Creía que lo mío con el cine de Almodóvar era un caso aislado. Leer este artículo de Carlos Boyero, un crítico lúcido y claro, me ha resultado muy reconstituyente.  Lo mío también es posible dentro de los criterios de los enterados. No me gusta el cine de Almodóvar; he visto una sola película entera de ese genio de las pantallas. Mujeres al borde de un ataque de nervios. No me quedaron ganas de repetir, pero aún así, intenté esforzarme de nuevo por verle algo de sustancia y me arriesgué a ver otra de sus primicias: Tacones lejanos. No sé como acabó ni traté de averiguar el final, porque me salí a la media hora, más o menos; y no he vuelto nunca más. No sé qué entenderá por 'contención' el genio de Calzada. Pero no me arriesgo a comprobarlo a pie de obra, ni estoy dispuesta a malgastar el pastón que vale una entrada de cine, con esa Julieta reinventada y pasada por las manos y el ojo de una sensibilidad tan peculiar como la de mi  paisano, por lo que se ve, tan hábil con el negocio del cine como con el de las evasiones fiscales; considero que la genialidad más sublime es la decencia que coopera en el bien común  y que mucho más que un Oscar o veinte Goyas, vale la honestidad.
Me sacrifico una vez más y me autocastigo con la privación de un sublime éxtasis almodovariano. Que vaya Rita. Seguramente ella está mucho más cerca que yo de entender los profundos y poliédricos mensajes del exquisito Almodóvar. Yo no doy para más. Una tiene sus limitaciones y hay que aceptarlas.

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