domingo, 17 de abril de 2016

Microrelato de domingo


                                           Resultado de imagen de Imágenes sobre el cine   


Había quedado con Andrea para dar una vuelta. Hacía tiempo que no coincidíamos, pero la tarde antes nos habíamos encontrado en el metro. Cuánto tiempo, Isabel. Lo menos cuatro o cinco años, ¿no? Ya ves, parece que fue ayer, cuando compartíamos el pupitre en clase y andábamos todo el día juntas haciendo trabajos de matracas, ecuaciones de segundo grado y comentarios de texto, en los que yo no daba una. Éramos unas crías. Tú sigues pareciendo aquella chiquilla de entonces. Bueno, eso es porque tú me quieres mucho. 
Habíamos reído a dúo, como solíamos hacer cuando el tiempo aún no había dejado en nosotras las marcas de las patas de gallo, las canas y las finas arrugas que delatan su paso inclemente por la geografía corporal, bajo la capa de cremas, maquillajes y mechas californianas. Y la experiencia, sus cicatrices. Después quedamos para el día siguiente por la tarde para ir al cine. Andrea tuvo la ocurrencia de comprar dos entradas, sin que yo lo supiera, para ver una peli-sorpresa. No me diría nada. Y yo, debería aceptar la invitación sin rechistar. Como solíamos hacer en los años de adolescencia con nuestras salidas por la ciudad. Alternativamente, una era la guía y la otra se dejaba guiar. Así habíamos descubierto el latido denso de la respiración urbana en  los rincones más imprevistos, los recovecos de sus parques, las plazas, los monumentos, los quioscos, las casas deshabitadas y misteriosas  y las pastelerías rebosando bambas de nata y suspiros de merengue, en un vagabundeo cansado por las caminatas y, a la vez, mágico por los descubrimientos. 

En la puerta de los multicines Flordelís, había colas larquísimas hasta llegar a las taquillas. Los carteles de todas las salas de proyección, como juramentados para abducirnos, nos miraban obsesivamente mientras íbamos despacio entre las colas, avanzando hacia la entrada, las imágenes desde lo alto de la pared delantera, tiraban de nosotras  como imanes fijos, especialmente, de mí; en mi despistada condición de presunta sorprendida. Títulos, autores, intérpretes cayendo en catarata sobre mi despiste. ¿Cuál sería el film elegido? A saber. Andrea era imprevisible.

¿Ya has adivinado cuál es nuestra peli? No, Andrea. No tengo ni la más ligera pista. Piensa, piensa...Se mezclaban las conversaciones en fragmentos inconexos, el olor a ambientadores y a colonias, unido al tufo del alcanfor en  la ropa de primavera recién rescatada de los armarios y el aroma a tostado artificial de las palomitas. ¿Cuánto tiempo llevaría yo sin pisar un cine? ¿Un año, tal vez?  ¿Cuál fue la última peli que recuerdo haber visto? ¿Despedidas, aquella tan buena sobre los rituales mortuorios japoneses o La stanza del figlio de Moretti? Cualquiera se acuerda a estas alturas. Andrea no sospecha que cada vez soy menos cinéfila, que sin querer, o no sé  si,  a lo mejor, queriendo, acabo por dormirme tan a gusto, en cuanto me siento en la butaca blanda, tibia y acogedora; por eso, nunca voy al cine a ver qué cae, sino cuando ya he descubierto un buen motivo para no dormirme con el eco vibrante de los diálogos y las bandas sonoras.
Cuando enfilamos el pasillo hacia la sala, Adrea me tapó los ojos. Venga, ahora te llevo así hasta la butaca.  Cierra los ojos y hazte la ciega, para que el acomodador nos ayude a bajar los escalones. Pero, Andrea, si simulo que soy ciega, ¿a qué voy a venir al cine? Ay, chica, precisamente los ciegos son los mejores espectadores, los más profundos, los mejores guionistas y técnicos de imagen, se lo tienen que imaginar todo, del principio al fin...Venga, venga, no seas ñoña y aguafiestas; tira 'palante' y no gruñas. Me dijo, bajando la voz cuando nos adelantó un grupo de jubilados. Ya sabes, tienes que averiguar el título y el autor de la obra, y que no tienes permiso para abrir los ojos mientras salgan los titulares. Ostras, vaya marrón. Es el juego. Ya. 

Conseguí llegar hasta la butaca del brazo de mi amiga y bajo las indicaciones del acomodador. Por fin, acabé sentada en un lateral, en plan sandwich, o más bien media noche, entre Andrea y la pared, empapelada y fría. Ojos cerrados y a esperar. Llegó la oscuridad previa. El apagado de luces que se percibía sutilmente a través de los párpados cerrados. La música, los susurros, la música otra vez. Silencio. El abrazo cálido y aterciopelado de la butaca. Y ya.
 Lo siguiente fueron los codazos de Adrea, hablando a voz en cuello y las luces encendidas de la sala, mientras el casting con nombres desconocidos para mí, desfilaba por la pantalla después de la palabra "Fin". Isa, hija, que te has torrao. Venga, te toca, ¿cómo se llama la peli y quiénes son el director y los intérpretes? Pues, ni idea. ¡Es el colmo! ¿Has sido capaz de dormirte de verdad, ante este pedazo de obra maestra? Sí...ya ves...no puedo evitarlo, sobre todo si tengo que hacerme la ciega, que, en mi caso, es como darle una copa a un alcohólico. Es cerrar los ojos, y adiós muy buenas. Hasta creo que me voy de viaje astral. Pues no sabes lo que te has perdido. Era nada menos que Julieta, la última maravilla de Almodóvar. Una obra maestra de la sensibilidad de ese genio que desborda cualquier calificación al uso. Un orfebre del sentimiento dolorido. Del sufrimiento implacable y demoledor. De la tortura anímica. Un verdadero maestro del encaje de bolillos emocional. una gozada. No he parado de llorar desde el primer momento, y ni te cuento lo que he disfrutado, -dijo hipando aún y sonándose la nariz con un kleenex-. Y era verdad. Allí como testigo de cargo de su conmoción y descomposición anímica estaban el  rimmel desparramado por las ojeras que le daba un enternecedor y frágil encanto de osito panda y las patas de gallo, los ojos, irritados y  enrojecidos por el llanto incontenible, el pelo revuelto, y hasta el carmín, que, a base de beber cocacola mezclada con lágrimas, se había desbordado y desteñido alrededor de la boca. Debió ser algo devastador. Una pena habérmelo perdido. Porque a mí, la verdad, sufrir así, por devoción al arte, me pone muchísimo. Lástima que se cuele por medio el cansancio que llevo encima, cuidando de mi padre imposibilitado y de mis tres sobrinos, -uno de ellos con síndrome de Down-, hijos de mi hermano Berto, que, divorciado, parado y desahuciado vive con nosotros; y la verdad, no doy a basto. Tanto, que no me queda ni tiempo para sufrir por amor al arte, que ya me gustaría, ya; una lástima, que mi tiempo se lo lleve entero el amor a secas, en forma de necesidad y de emergencia familiar. Tan prosaicamente y sin ninguna consideración añadida. Qué le vamos a hacer.
Lo siento, sobre todo, por Andrea, tenía tanta ilusión con el juego de la peli por sorpresa...Y yo la quiero tanto, que me sabe fatal este desplante involuntario. Con la ilusión que le hacía que llorásemos juntas y nos sintiésemos cómplices de trizas compartidas. Otra vez será. Eso está hecho, porque el genio de Almodóvar seguro que repite y mejora aún más, si cabe, su inspiración en la próxima oportunidad, donde seguramente conseguirá hundir la daga retorcida del dolor, cual sacacorchos, en el pasmo general, de butaca y de palco si se tercia, hasta provocar un éxtasis total en los espectadores.
Es un lujazo  que siempre haya tanto talento por ahí dispuesto a hacer sufrir a tutiplén a quienes no tienen la oportunidad ni las ocasiones de sufrir como es debido y porque no queda otra. Es precisamente para los que sufrimos así, como mandan los cánones y por la manía ésa del destino, de hacer la puñeta a todo quisque y también a unos quisques más que a otros, para los que la alegría y el buen ánimo son la mejor medicina. Y de eso, Nanni Moretti, Roberto Benigni o Los Hermanos Marx, entienden mucho más que el genio de Almodóvar. Anda, ahora que caigo, va a ser por eso, por auto-protección y por curarme en salud, por lo que me dormí en lo de Julieta. Se lo tengo que contar a Andrea.

No hay comentarios: