El número dos
A Juan Torres y Lina Gálvez
Federico García Lorca dudaba de la existencia del número dos. Era su modo de plantear dudas sobre muchas cosas, de poner en cuestión la seguridad del número uno y el perfil de palabras como dios, emperador, tú o yo. En un poema escrito en Nueva York, un Pequeño poema infinito, afirmó: “Pero el dos no ha sido nunca un número / porque es una angustia y su sombra”.
La poesía se pone a contar aquí a través de una matemática imperfecta de la intimidad. Resulta difícil reconocer al otro cuando lo convertimos en una proyección de nuestra angustia, cuando acabamos por borrarlo para que nuestra sombra ocupe su lugar.
Creer en el diálogo significa aceptar la existencia del número dos, aunque sea a costa de reconocer que forma parte de nuestra propia identidad. Eso no soluciona del todo los cuentos y las cuentas de las identidades matemáticas. Tampoco llegamos por aquí a las aspiraciones absolutas. Más bien se complica el asunto. Acabamos sacando a la conclusión de que el número uno carece de existencia. Puede escribirse entonces: “El número uno no existe / porque es una sombra y su angustia”. No estar seguro de uno mismo, de la propia autosuficiencia, es tan real como las sombras que despierta la existencia del otro o como las sombras que proyectamos sobre el otro hasta borrar su existencia.
Tal vez se trata de contar de manera diferente. El amor es el mayor alegato contra el neoliberalismo porque supone el descubrimiento verdadero del otro. Nos descubre la realidad del número dos, la existencia de alguien que existe por sí mismo aunque forme parte inevitable de nuestra intimidad. La economía de la posesión tiene que configurarse y hacerse compatible con la economía del beso, la caricia, el murmullo al oído, esas palabras que rebosan en el uno para encontrar hueco en el otro.
La convivencia empieza allí donde existen los vínculos. Aparece una geografía que dibujan los cuidados. No existe comunidad verdadera en la que falten los cuidados. Sólo nos vincula en la fraternidad el reconocimiento de que necesitamos cuidar y ser cuidados. Esa es la interpelación del amor. Sus conversaciones no son únicamente palabras de cama. El amor y su economía del abrazo pueden darse también en una sala de estar o en una plaza pública.
El sujeto posesivo del neoliberalismo, el gran protagonista de la cultura actual, está dibujado como una unidad cerrada. En el fondo necesita reconocer también la existencia del otro, pero en una economía de la negación y la violencia. El otro es necesario para desahuciar, expropiar, humillar, estafar y explotar. La celebración de la ley del más fuerte no puede darse sin los débiles, exige acumular, privatizar, convertir en mercancía la debilidad ajena.
Si el amor genera vínculos, la angustia de la privatización provoca soledades. La convivencia no existe dentro de las multitudes que no conocen el amor o los vínculos. En otro poema escrito en Nueva York, Paisaje de la multitud que orina, García Lorca da testimonio de esta dinámica multitudinaria: “Se quedaron solos y solas / soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes”. Un niño japonés agoniza, un sapo es aplastado, la noche se abre de piernas como una prostituta, pero la multitud pasa indiferente ante el gemido de Battery Place.
La pedagogía de los cuidados ilumina el contrato social. La mala lección de las privatizaciones oscurece la convivencia, nos desvincula, contagia soledad en las camas del enfermo, en los pupitres de la niña sin libros de texto, en la mañana inútil del parado, en las lágrimas secas de la persona que padece la violencia y el olvido. Hay distintos modos de contar, de decir uno, de decir dos, de decir nosotros.
Estos pensamientos son cosas de poetas y cosas de economistas. La poesía de los números vive pendiente de la economía de la caricia. En un soneto titulado El poeta dice la verdad, García Lorca murmuró un deseo: “Que no se acabe nunca la madeja / del te quiero me quieres”. Pueden faltarnos recursos, pero nunca el amor, la economía del amor.
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