Uso y abuso de Santiago Calatrava
Por: Miquel Alberola | 07 de mayo de 2012
Fui de los primeros en entrevistar al arquitecto Santiago Calatrava en Valencia. Fue en la segunda mitad de los ochenta, cuando apenas lo conocían unos pocos (y yo no estaba precisamente entre ellos). Tanto es así que se trajo desde Zurich un proyector para mostrarme, en casa de su hermana (donde charlamos durante unas horas) algunas de sus entonces escasas realizaciones. Saltaba a la vista que tenía talento, una narrativa sugestiva y un futuro prometedor en su oficio. Me impactó su lenguaje esquelético, su osadía de establecer una correspondencia entre la arquitectura y la anatomía a partir de un libro del profesor Rafael Pérez Contel en el que reproducía láminas sobre huesos del grabador valenciano Crisóstomo Martínez, que había trabajado con el anatomista Guichard Joseph du Verney y el círculo de científicos en París en el siglo XVII.
Poco después empezó a hacer un puente en Valencia (el del 9 d’Octubre) y luego, otro sobre su propia estación de metro. Y no tardó en recibir el encargo de la Generalitat, presidida por el socialista Joan Lerma, de proyectar la Ciudad de las Ciencias, que era el nombre que tenía entonces. Era muy pertinente que Calatrava, que estaba alcanzando un gran prestigio internacional, dejara también su sello en Valencia. Aquella Ciudad de la Ciencias estaba llamada a ser el nuevo icono de Valencia, como así ha sido pese a haber extraviado su perspectiva inicial. Y si la intervención de Calatrava en Valencia se hubiese detenido ahí, es muy probable que su atractivo arquitectónico (incluso su crédito profesional) entre el vecindario sería otro.
Pero el PP necesitaba a Calatrava más de lo que él sospechaba dos años antes de que el PSPV fuera desalojado del Palau de la Generalitat. Lo recuerdo bastante angustiado durante un paseo entre la calle 53 y la Quinta Avenida de Nueva York, con motivo de otro reportaje por su exposición en el Museo de Arte Moderno (Moma), por lo que podía suponer la llegada del PP al poder en la Comunidad Valenciana. Y no iba muy equivocado porque lo primero que hizo Eduardo Zaplana fue tumbar la torre de comunicaciones, con la obra de fundamentación hecha, y luego paralizar el proyecto de la Ciudad de las Ciencias. Sin embargo, ese sería el inicio de una larga relación: ahí murió el arquitecto y nació el hombre de negocios. Calatrava encontró un filón en un PP horrorizado por su propio vacío y desesperado por aplastar la impronta de los socialistas en la ciudad.
El arquitecto embutió en la nueva Ciudad de las Artes y las Ciencias, primero a Zaplana y luego a Francisco Camps, todas las ocurrencias capaces de ser concebidas por su desbordada imaginación financiera para hacer caja sin compasión y disparando los sobrecostes en algunos casos hasta un 400% (que también los cobraba). Incluso, cuando ya no cabía nada, la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, llegó a solicitarle que diseñara “un hito” para rememorar la visita del Papa Benedicto XVI “acorde con el acto y con el entorno” de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Sin duda, la peor de todas estas ocurrencias fue empaquetarle a la Generalitat tres chimeneas de plástico irrealizables por 15 millones de euros, algo que sólo podía comprar un Camps embriagado de sí mismo.
Hoy la Ciudad de las Artes y las Ciencias sucumbe bajo su propia sobrecarga y, lo peor, desprende un tufo que ya es indisociable de la obra de este ejecutivo que mató al arquitecto que conocí.
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