miércoles, 14 de octubre de 2020

Defintivamente, sí, algo muy profundo e importante está cambiando en nuestra especie, cuando ya se reflexiona, se escriben y se proponen iniciativas como este análisis político de la Universitat Oberta de Catalunya. Muchas Gracias a la firma invitada por Cuarto Poder. No os imagináis, querida familia humana, cómo se agradece la esperanza con fundamento, sobre todo en tiempos tan feroces y sin embargo, llenos de vida espléndida vuelta del revés...


Algoritmos, consumo y decrecimiento

  • "La economía debe ponerse al servicio de la ecología y el bien común. Sin ambages. Pensar que el capitalismo puede solucionar el cambio climático es un acto de fe"
  • "El decrecimiento es inevitable, solo que tendremos que ponernos de acuerdo en cuándo comenzar a aplicar medidas para una vida sostenible y equilibrada"
  • "Los algoritmos de las redes sociales sirven a un solo fin: el de generar grandes beneficios a las grandes tecnológicas, inversores y anunciantes"


Eros Labara, Análisis político en la Universidad Oberta de Catalunya (UOC)

El mundo de hoy se bate en diversos frentes. A la crisis financiera, política y climática se ha sumado también la sanitaria. El futuro, otrora esperanzador y utópico, aparece ahora dibujado en el horizonte con tintes oscuros y formas distópicas. Todas estas crisis pueden ser analizadas desde un prisma común que atañe al modo a través del cual se gestiona la economía mundial en un capitalismo hiper-financiarizado, pero parece que existe una especie de tabú que impide hablar de ello de forma crítica sin ser acusado de herejía. Esta coyuntura podría ser propicia para señalar errores y encontrar soluciones al respecto de un sistema que a todas luces no funciona. Tal vez sea conveniente recuperar el sentido de ese sonado eslogan político «¡Es la economía, estúpido!», y centrar esfuerzos en romper con un modelo productivo que ha llevado a nuestras sociedades a encadenar consecutivas crisis y, sobre todo, a una crisis climática que amenaza con cambiarlo todo y a la que se debe prestar especial atención.


La actividad humana es la causante de la aceleración del cambio climático, no es una opinión, sino un hecho respaldado científicamente. Las dinámicas económicas actuales basadas en la generación de energía proveniente de combustibles fósiles conducen a un crecimiento exponencial de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con el consecuente aumento progresivo de las temperaturas. A partir de los múltiples informes científicos al respecto del cambio climático sabemos con certeza que la producción y el consumo a ritmos como los de la última década resultan planetariamente insostenibles a largo plazo. El pasado 22 de agosto se llegó al llamado Día de sobrecarga de la Tierra, el cual marca el momento en el que los humanos consumimos el 100 % de los recursos naturales que pueden renovarse en un año. Con el paso de los años, el Earth Overshoot Day ha ido llegando cada vez con más antelación. El modelo productivo capitalista es un modelo impersonal y totalitario devorador de recursos que conduce de forma acelerada a nuestras sociedades hacia el abismo ecológico y social. La gestión de la economía desde parámetros capitalistas amenaza no solo con aumentar las catástrofes medioambientales, sino también con provocar alteraciones sociales con eventuales consecuencias, ninguna de ellas de apariencia esperanzadora para nuestras democracias. «No es nada personal, son solo negocios».

El aumento de las temperaturas y las catástrofes naturales como síntomas del cambio climático son parte de una realidad que pone a temblar a los más concienciados con la crisis climática. Las noticias sobre sus consecuencias se suceden y empieza a aflorar cierta ansiedad catastrofista que, en vez de impulsar las motivaciones ecologistas, puede directamente llegar a bloquearlas. Es probable que los continuos mensajes con tintes de fin de los tiempos bíblico tampoco ayuden mucho y se haya forzado una resignación que deja poco espacio a la lucha climática. Así pues, muchos se dan por vencidos y deben de pensar que ya no hay nada que hacer, o que algún invento tecnológico de última generación -deus ex machina- nos salvará a todos. Otros no piensan cargar con las culpas y se muestran reticentes a cambiar de hábitos. Y, por supuesto, también están los que creen que eso del cambio climático es algún tipo de conspiración. Nada más lejos de la realidad. El cambio climático es un problema que determinará las próximas décadas y afectará a todos en mayor o menor medida. El peligro es real y hay mucho trabajo por delante.

A día de hoy, las medidas verdes encuentran lugar en los programas de la mayoría de los partidos políticos e, internacionalmente, algunos Gobiernos como el de la Unión Europea o China han empezado ya a poner en marcha estrategias ecológicas o alguna suerte de acuerdo verde para tratar de realizar una reconversión de sus economías y reducir así las emisiones de GEI. Tal vez sea por la evidencia de las catástrofes climáticas, por los enormes peligros que supone el cambio climático para la economía mundial o porque los divulgadores climáticos han conseguido dejar atrás la predica en el desierto y, por fin, ganar importantes espacios en el debate público, pero algo está cambiando. Cuales quieran que sean las verdaderas razones de este auge ecologista, lo que parece evidente es que existe una preocupación creciente entre la ciudadanía sobre los efectos de nuestras acciones sobre el ecosistema y su relación en el cambio climático. Es verdad que muchas de las acciones que se toman para reducir la huella de carbono se reducen al plano individual, es decir, a reciclar y, en algunos casos, a una compra aparentemente más concienciada, pero también es cierto que no siempre se tiene la capacidad o el tiempo de elegir las mejores opciones con un menor impacto medioambiental. Hay que tener en cuenta que muchos de los esfuerzos individuales no tienen una recompensa tangible a corto plazo y tampoco resulta entendible culpabilizar al individuo de una responsabilidad que en mayor medida se adscribe a grandes compañías y multinacionales, principalmente del sector energético. Por este motivo, exigir grandes sacrificios a la ciudadanía puede ser una acción arriesgada que provoque rechazo en vez de adhesión, y llegue incluso a ser desmotivador y contraproducente. Tampoco se puede obviar que hay ingentes intereses económicos que se encargan de disuadir cualquier acción política que comprometa las previsiones de beneficios de los grandes inversores internacionales en combustibles fósiles. Porque esto, si todavía los lectores no se habían dado cuenta, va de lo de mismo de siempre: de acumulación de riquezas por desposesión.

¿Cómo solucionamos este entuerto? Es difícil dar con una respuesta panacea. Aunque soluciones sobre el papel haya muchas, una solución de este calibre seguramente deba venir precedido de diversos y largos procesos de cambios socioculturales acompañados de complejas soluciones a otros problemas afluentes. Lo que parece claro es que las soluciones deben culminar con políticas efectivas y, por ello, resulta necesario incentivar desde la ciudadanía un cambio de normativas que garanticen las soluciones y brinde un marco legislativo eficiente. No hay duda de que la acción individual tiene impactos positivos y resulta beneficioso hablar sobre ello para concienciar a otras personas acerca de un problema que afecta a todos y, en mayor medida, a las personas más vulnerables. Pero no se puede perder el foco.

Una respuesta efectiva a la crisis climática tendrá que ser obligadamente colectiva, impulsada desde la sociedad civil y emanada desde los poderes públicos. A pesar de la evidencia y los ingentes informes científicos y medioambientales alertando de los probables peligros derivados del cambio climático, para que unas necesarias medidas se implementen con éxito se requerirá un amplio apoyo político y social que conformen las bases de un nuevo contrato ecosocial estructurado con férreos pilares democráticos. Si aquellos que promueven la hiperliberalización reconocieran la gravedad de la crisis ambiental, y que como sociedad se tiene que planificar la economía y enfocarla a la sostenibilidad, es posible que, a partir de su ideología, este debate les lleve a una disonancia cognitiva de difícil gestión política. En su momento, las fuertes protestas de los gillets jaunes en Francia debido al aumento de los impuestos medioambientales sobre la emisión de dióxido de carbono, supuso un ejemplo de cómo las medidas pueden no resultar fáciles de implementar si se conciben como una reducción aún mayor del bienestar general. Las políticas verdes desde perspectivas neoliberales, es decir, donde los efectos del cambio se traduzcan en una mayor pérdida de bienestar de los estratos sociales más afectados por las desigualdades y la globalización, seguramente acaben por conformar una oposición social a los acuerdos, ya no por su contenido, sino por su forma.

El conjunto de la población debe contar con alternativas sostenibles a su alcance antes de aplicar medidas fiscales que ahoguen más su economía. Hacer pagar a los ciudadanos por las emisiones y la contaminación medioambiental supone dejar caer toda la responsabilidad del cambio climático sobre las espaldas de los mismos que ya han visto reducido su bienestar en los últimos años, principalmente con las crisis y las políticas de austeridad. Como se decía al principio, las acciones individuales en torno al consumo son positivas, pero deben articularse en un plan integral de objetivos colectivos que doten de marcos más ambiciosos y, sobre todo, que vengan acompañadas de acciones tangibles por parte de las instituciones.

La economía debe ponerse al servicio de la ecología y el bien común. Sin ambages. Pensar que el capitalismo puede solucionar el cambio climático es un acto de fe. Convertirnos en consumidores eco no eliminará el problema de fondo sobre el que se asienta la crisis climática que no es otro que la evolución de un modelo capitalista cortoplacista que sigue extrayendo, produciendo y emitiendo gases de GEI desde la irracionalidad de la concepción de un planeta de recursos ilimitados. El capitalismo verde de desarrollo sostenible evita el cuestionamiento de sus dinámicas destructoras y, por ello, se debe tener en cuenta que el consumo sostenible promocionado a bombo y platillo por las empresas que se suman al carro de lo verde no deja de ser, en definitiva, un consumo adaptado a las nuevas sensibilidades del contexto sociopolítico, pero que tiene como objetivo último la perpetuidad de un sistema de consumo ligado a la producción sine die de necesidades y aspiraciones. Y aquí está el quid de la cuestión. No solo basta con un cambio superficial de color verde en nuestro consumo, se necesita provocar un cambio profundo en las relaciones de poder para evitar el abismo ecológico y, para ello, se debería dejar de tratar la cuestión del cambio de sistema socioeconómico como un tabú. El sistema capitalista sustenta sus mitos en una burda mentira: el crecimiento ilimitado es planetariamente imposible. Si esto es algo consabido y evidente, ¿cómo es posible que no podamos ser capaces de parar este suicidio colectivo? Hablemos de algoritmos, consumo y decrecimiento.

Cuando hablamos de decrecimiento nos encontramos ante uno de los obstáculos más difíciles de sortear, el cual enfrenta las aspiraciones, deseos y expectativas de las sociedades actuales de consumo con la necesidad de articular una mayoría social y una nueva correlación de fuerzas políticas en torno a un cambio profundo que altera y modifica las pautas de comportamiento vigentes. Hace décadas que las únicas respuestas de los políticos ante las advertencias de científicos y divulgadores sobre el calentamiento global se componen de una batería de mensajes cuidadosamente medidos, de retórica vacía y a los que siempre se le incluyen algunos trazos y conceptos ecologistas como crecimiento sostenible y regulaciones medioambientales. Mientras tanto, las temperaturas no han parado de marcar máximos en estos últimos años y los indicadores de emisiones de GEI no han dejado de crecer.

Urge establecer una nueva relación de equilibrio entre la economía, los seres humanos y el medio ambiente. El decrecimiento es inevitable, solo que tendremos que ponernos de acuerdo en cuándo comenzar a aplicar medidas que consigan establecer una vida sostenible y equilibrada que desplace ese cortoplacismo con el que se rigen las sociedades actuales. El decrecimiento sería la única opción verdaderamente efectiva ante la amenaza climática, pero los políticos no se atreven ni a mencionarlo. Parece ser que culturalmente resulta todavía difícil de plantear en términos que acaben traduciéndose en necesarios resultados políticos verdaderamente transformadores de realidades. ¿Por qué? Podemos decir que el principal problema radica en un sistema de consumo capitalista de signos que se ha construido en estas últimas décadas y que la inteligencia artificial de los más sofisticados algoritmos se ha encargado de reforzar. Lograr el decrecimiento para salvar el planeta necesitaría primero un cambio que se presenta titánico: cambiar la estructura hegemónica de significados compartidos.

En el momento que se sube una foto en alguna red social, se toma la decisión de ir a comer a un restaurante o comprar unas zapatillas, se comparte una gran variedad de significados sociales, culturales y económicos, pero también muchos datos. Todas estas acciones llevan implícita la impronta de un consumo de signos que intercambia significados en una estructura social y que los dota de un sentido compartido. Puede que con la pandemia del coronavirus y el uso constante de nuestros dispositivos como medio más seguro para las interacciones, hayamos sido testigos de una potenciación sin precedentes de este sistema de consumo frenético de códigos en el que los humanos nos desenvolvemos socialmente. Sin la capacidad de relacionarnos en entornos cargados de significación y sin que se puedan intercambiar códigos ligados a las acciones o la vestimenta y estilos de moda, la lógica de la diferenciación ha sucumbido ante el peligro de contagio y se ha trasladado masivamente a la red.

Debemos tener en cuenta que en nuestras sociedades es el consumo de signos lo que llega a justificar nuestras interacciones sociales, es decir, la elección de compartir esa foto con tus seguidores, comer en ese restaurante o comprar esa marca de zapatillas viene determinada por la significación intangible que conlleva la acción misma de consumo. La sensación subjetiva de libertad de consumo dota al sistema de signos de la aquiescencia social para una dominación emocional efectiva. No se compran ciertos objetos y servicios por una necesidad objetiva, se consume el signo que conlleva la compra de esos bienes en una estructura social capitalista basada en una lógica de diferenciación, estatus y competición entre individuos que logra mantener una jerarquización social determinada que perpetúa la lógica de dominación de unas capas sociales sobre otras y su consecuente redistribución desigual de recursos.

El hecho de consumir se convierte en la llave que marca la diferenciación social y en la principal vía para una emulación de identidades. Los parámetros consumistas homogeneizados fruto de la globalización informacional que ofrece Internet provoca que el tipo de consumo de Los Ángeles, Bogotá, Madrid o Moscú no comporte diferencias notables entre sí. La explicación se encuentra en la estructura de un sistema común que dota a los signos de los mismos significados compartidos. Las apariencias de poder a través del consumo buscan lograr una abstracción e ilusión transitoria que evade a las clases dominadas de su posición subalterna en la sociedad fruto de las desigualdades inherentes al sistema de lógicas capitalistas.

Esta dinámica queda patente en su proyección en una de las redes sociales de mayor uso como es Instagram. El éxito de esta red social se nutre de un consumo frenético de signos en forma de fotos y stories –publicaciones de corta duración-, principalmente ligadas a posesiones materiales, moda, belleza, juventud, poses sexualizadas y exposición de estatus, donde premia la apariencia de cánones estereotipados, el rol de lo intangible y la insatisfacción como dinámica de funcionamiento de la aplicación. Los algoritmos usados por infinidad de empresas a través de los datos aportados por los usuarios de Internet y las redes sociales perpetúan una estructura de significados de los signos de consumo masivo. No se consumen bienes, sino signos con significados estructurales que son continuamente moldeados por el capitalismo de consumo masivo a través de la publicidad y que se refuerza mediante una compleja red de algoritmos. Esta es una parte importante de las consecuencias de los algoritmos que emplean redes sociales y plataformas online como Facebook o Youtube, grandes empresas como Amazon o Google y las decenas de aplicaciones que tenemos ahora mismo instaladas en nuestros dispositivos. El capitalismo digitalizado es una forma sofisticada de orientación manipulada de consumo de signos que evoluciona y se perfecciona para influir de manera cada vez más determinante sobre los comportamientos y decisiones de los usuarios online.

Los seres humanos transmitimos información constantemente y cada vez de manera más profusa y a mayor velocidad. La identidad que proyectamos socialmente viene determinada por la información intangible de aquello que consumimos y mostramos. Exigir una reducción en el consumo y la producción requerirá inevitablemente de un cambio previo de paradigmas y una modificación de las bases estructurales de un sistema que funciona exclusivamente desde el prisma de la acumulación que proporciona el consumo. Llegados a este punto, se debe prestar especial atención a la evolución de la digitalización, los algoritmos y su posición central en el sistema de signos que rige nuestros hábitos. No parece realista pensar que de repente se van a dejar de coger aviones para viajar porque se haya constatado que sus emisiones son altamente nocivas y contribuyen al cambio climático. También se sabe que el tabaco mata. Este tipo de hábitos y acciones normalizadas que buscan saciar necesidades son en realidad fruto de un consumo de signos motivado por la conformación de aspiraciones simbólicas que se refuerzan a través del mito de consumo capitalista. Antes de pedir que se reduzca el consumo de manera ingenua, tal vez habría que analizar el sentido social de aquello que mueve a nuestras sociedades en un marco común de hábitos de consumo.

Como se puede comprobar, hay un denominador común que es el consumo. El consumo es una acción dentro de una imbricada estructura que da cabida a un sistema complejo de significados. Tomemos prestado un ejemplo que combina la lingüística y la psicología para entender mejor su mecanismo. Una persona que habla en una conferencia ante un público no es solo una persona que habla ante un público, detrás de este hecho hay una gran cantidad de significados y relaciones entre ellos. El conferenciante podrá haber adoptado una identidad a partir de su percepción subjetiva del público al que se está dirigiendo, lo que tendrá efectos en la forma de expresarse, en el tipo de lenguaje empleado, etc. y, a su vez, dará información sobre sí mismo a ese público que, a partir de múltiples factores subjetivos de cada uno de sus individuos, como la cultura, el nivel educativo, su estado de ánimo en ese preciso momento o la capacidad de comprensión, podrá ser asimilada de diferentes maneras. Así pues, podemos entender el consumo como un mito que, al funcionar como un lenguaje, no se puede entender sin la interacción de una gran variedad de factores que funcionan dentro de un sistema de signos y significados compartidos. El mito del consumo es pues, un conjunto de creencias, aspiraciones y significados socialmente compartidos que vienen determinados por la estructura capitalista. De esta manera, podemos decir que la publicidad junto con las funciones de algunos algoritmos en redes sociales suponen los elementos centrales de esta estructura en tanto que produce y manipula el sistema de signos generando una insatisfacción permanente en el consumidor ávido de consumo significante. En este supuesto, la publicidad sería la encargada de engrasar la maquinaria de producción permanente de signos y estimular constantemente las necesidades basadas en carencias y aspiraciones simbólicas de los consumidores.

En esta lógica de comunicación de signos constante subyace un sistema de explotación del consumidor basado en la insatisfacción de deseos y, en definitiva, uno de los mayores escollos para lograr un decrecimiento que logre reducir el efecto nocivo del consumo sobre la ecología. Puesto que la diferenciación es la lógica que refuerza las identidades y estatus, los valores de cambio de los bienes de consumo se renuevan constantemente a través de la innovación y añadidura de nuevas características a los objetos –iPhone 8, 9, 9plus X…-. Así pues, el consumo que se realiza desde el plano individual tiene diferentes significados sociales, en tanto que ese consumo es fruto de una continua remodelación de los códigos y aspiraciones de felicidad socialmente percibida al consecuente ascenso social. El consumo sería un mecanismo de poder que funciona a través de la insatisfacción permanente del consumidor ya que no se rige por cubrir necesidades, sino que estas se reproducen en el campo de la significación social de un sistema que funciona solo en la medida que se sigue consumiendo. Los objetos de consumo pierden así su valor de uso y son sustituidos por la primacía del valor de cambio que envuelve las aspiraciones simbólicas cebadas con ingentes impactos de publicidad y les da un significado de intercambio informacional. Se trataría de un mismo objeto que en el marco de lo simbólico es despojado de su valor de uso y se le reviste con múltiples intangibles de marca para generar una diferenciación ilusoria. De esta conclusión se puede deducir que para lograr un cambio en el consumo primeramente deberemos ser capaces de cambiar el sistema de signos, es decir, un cambio de mentalidades profundo que acabe por modificar todos los códigos de identidades ligados a las bases mismas del sistema capitalista.

Como se ha visto en algunos lugares del mundo, la pandemia del COVID-19 ha reducido los espacios de interacción social reales que justifiquen el intercambio de códigos y, con ello, también la producción social de signos ligada al consumo. En esta crisis, las redes sociales prácticamente han monopolizado las interacciones y han visto aumentar su poder y su capacidad de mercado. Más allá de la coyuntura pandémica, los datos muestran que la gente pasa cada vez más tiempo delante de las pantallas de sus dispositivos, y no es solo culpa del coronavirus y la falta de interacción real, sino que sobre todo se explica a través de las funciones de los algoritmos. Hay una manida frase que condensa esta relación de las redes sociales y los usuarios: «Cuando el producto es gratis, el producto eres tú». En realidad, el uso de las aplicaciones y redes sociales no son gratis, solo que el pago, como en aquella película distópica In Time, se realiza en forma de tiempo. La moneda de cambio sería el tiempo, un tiempo de interacción que está siendo monetizado y continuamente perfeccionado para multiplicar beneficios. Hablemos de ello.

Los algoritmos de las redes sociales sirven a un solo fin: el de generar grandes beneficios a las grandes tecnológicas, inversores y anunciantes. En esta ecuación, los datos de los usuarios son empleados para aumentar esos beneficios a través de la monetización de su actividad. ¿Cómo? A través de los impactos de marca que se muestran durante la actividad en las redes. Esos impactos cobran forma, por ejemplo, de anuncios en medio de un vídeo de Youtube o de algún contenido patrocinado en Twitter o Facebook. Gracias a los datos de uso almacenados, el target empresarial queda perfectamente acotado en los parámetros publicitarios requeridos y se ofrece una ventana de exposición para las empresas. Cuántas más personas interactúen y cuánto más tiempo se pase en las redes sociales, mayor capacidad de éstas para vender mejores espacios donde insertar las campañas de marketing de las empresas. Los algoritmos están diseñados para que nos mantengamos el mayor tiempo posible online interactuando en las redes sociales. Literalmente están robando nuestro tiempo y las tecnológicas se están enriqueciendo con ello.

Para conseguir que los usuarios interactúen por más tiempo y que las redes sociales sean más atractivas para las empresas y marcas que se publicitan en ellas, los datos de navegación son tratados minuciosamente por estos algoritmos para conseguir así poder ofrecer contenidos exclusivos que los mantengan el mayor tiempo posible online. Redes sociales como Facebook, Youtube, Twitter o Instagram ponen a disposición del usuario una realidad exclusiva conformada por contenidos que se ofrecen a partir de los datos que los algoritmos han recogido a través de las dinámicas de la propia navegabilidad. Además, muchos usuarios emplean las redes sociales no solo para consumir contenidos, sino también para producirlos, lo que acaba produciendo una extensa y compleja red de dependencias y aspiraciones simbólicas de éxito en la red, lo que algunos llaman influencers. Infinidad de empresas, medios de comunicación y particulares de todo el mundo emplean hoy las redes sociales para monetizar su actividad online. No debería extrañar el aumento de la polarización política, la viralización de las teorías de la conspiración y la difusión masiva de información falsa, ya que estas son consecuencias de los mecanismos de funcionamiento de los mismos algoritmos. Aparte de los problemas colaterales relacionados con el uso de las redes sociales, como dependencias, ansiedad o depresión, hacer que los usuarios ocupen más tiempo interactuando con una aplicación puede llevar a que los algoritmos potencien unos contenidos sobre otros. Algunos contenidos ofrecidos para mantener al usuario conectado consiguen conformar realidades totalmente distorsionadas con eventuales consecuencias sociopolíticas. Muchos de estos contenidos viralizados son contenidos límite que versan sobre teorías conspiranoicas, violencia, fake news, negacionismo climático o, incluso a pesar de la evidencia, a poner en duda la existencia del coronavirus.

Sin un trabajo previo de control y análisis sobre el papel de los algoritmos empleados por las grandes tecnológicas y de todos los elementos que envuelven el consumo frenético de nuestras sociedades actuales, no parece haber mucho espacio para pensar en decrecimiento. Intentar que la gente voluntariamente reduzca su consumo es ciertamente naif, sino inútil. La solución al cambio climático no vendrá por una reducción del consumo individual, sino por un cambio en las motivaciones del consumo, es decir, por un cambio profundo en el consumo de signos capitalistas. Mientras los algoritmos sigan sirviendo a la proliferación de los impactos de marca y a la normalización de una estructura capitalista de signos determinada que promueve unos hábitos de consumo en un ilusorio planeta de recursos ilimitados, no podremos plantear el decrecimiento como una alternativa posible. El problema no es el consumo de bienes, sino los signos que subyacen ese consumo. Son los signos estimulados por el capitalismo de consumo masivo el motor de un sistema que perpetúa las desigualdades y engulle los recursos de la tierra.

Resulta difícil imaginar una reconversión de códigos que revierta una estructura capitalista que se sirve del aumento de la digitalización y de los algoritmos para dotar de significados a los actuales intercambios de signos que se dan en torno al consumo. Se trata de una alienación constante y eficaz de un consumidor cada vez más dependiente de sus interacciones digitales. Nuestros significados sociales compartidos que nos sirven para conformar nuestras identidades están compuestos de consumo de signos, por lo tanto, cualquier intento de reprimir esta dinámica entraría en disonancia con los significados sociales que en la estructura capitalista compartimos en torno al consumo y la imagen proyectada a través de nuestra presencia online. Por ello, las acciones pueden partir desde perspectivas individuales, pero el cambio solo llegará desde una acción colectiva de reconversión estructural del sistema capitalista que revierta las motivaciones y aspiraciones en torno al consumo.

En algún momento, el crecimiento como dogma económico tendrá que ser replanteado a partir de una reflexión profunda acerca de este sistema de signos y el rol de los algoritmos en un modelo productivo que promueve el consumo ilimitado. Mientras tanto, el crecimiento económico sin imposiciones y regulaciones medioambientales drásticas aceleran el vigente proceso de saturación ambiental que se está experimentando. Sin un replanteamiento del sistema de relaciones significantes seguiremos en la paulatina pero constante autodestrucción ecológica y la condena a la contemplación permanente del abismo que provoca el nihilismo existencial de una catarsis de apariencias superfluas, consumo desinhibido y sobreexposición en redes sociales.

Tratar de alcanzar una reducción consumista real bajo el paraguas de una estructura basada en los códigos y significados que otorga el capitalismo seria algo así como hacerse trampas al solitario. La teoría para lograr transformaciones efectivas en el plano ecológico pierden su fuerza cuando las acciones se mantienen en los marcos de dinámicas capitalistas desreguladas. La titánica tarea de emprender la batalla por cambiar leyes, regular algoritmos y modificar estructuras económicas vendrá determinada por la capacidad de emprender otra batalla previa que consiste en un cambio de creencias y su proyección en realidades sociopolíticas. Con todo, resulta ilusionante pensar que podremos ser capaces de construir una nueva estructura con capacidad suficiente para articular a la mayoría social en la búsqueda de un nuevo consenso ecosocial bajo una aspiración compartida que, más pronto que tarde, logre modificar signos que rigen el consumo. Si no se logra cambiar las mentalidades y abrir nuevas vías aspiracionales, es decir, resignificar los signos y las motivaciones que subyacen las lógicas de diferenciación y constante competición, no habrá reversión del desastre ecológico.

La larga lucha contra el cambio climático es una lucha permanente que requerirá de ciertas dosis de resignación y paciencia en contextos que, por el contrario, exigen audacia y premura. Una lucha climática que, por lógica, debe tener sentido anticapitalista y cuyos eventuales resultados experimentarán las generaciones venideras. Deberemos ser capaces de reforzar un nuevo sistema de signos que den forma a un modelo aspiracional que ofrezca una alternativa en el campo de lo simbólico y que no se sustente en un consumo desenfrenado. Para lograr avanzar en este arduo camino deberemos ser, por lo tanto, capaces de subvertir los fundamentos de los mitos capitalistas que permiten la acumulación por desposesión.

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