Apurado monarquismo
La opinión pública está dividida. Más dividida de lo que algunos están dispuestos a aceptar. Una encuesta de 40dB por encargo de una plataforma de medios independientes refleja que la monarquía española no tiene el apoyo mayoritario de los ciudadanos, quienes en un porcentaje del 40,9% se decantan por votar a favor de la república en un hipotético referéndum, frente a un 34,9% que votaría por la monarquía, aunque existe la sensación de que acabaría ganando esta última opción. En València, un barómetro del Ayuntamiento, que por primera vez pregunta por el tema, ha dado resultados similares: un 44% de los ciudadanos apuesta por la república frente a un 38% que se inclina por la monarquía, mientras el 66,8% ve bien someterlo a referéndum. La institución monárquica, pues, ha perdido mucho apoyo pero la república no alcanza un suficiente respaldo como para representar una alternativa claramente ganadora, con el problema añadido de que en Catalunya y Euskadi –donde es mejor acogida– probablemente se contempla en un horizonte independentista.
Esa división en la opinión pública es un hecho que no debería sorprender a nadie, aunque los poderes políticos y mediáticos hayan intentado ocultarlo por el grosero método de no hacer encuestas, como ocurre con los estudios demoscópicos del CIS. En todo caso, hay algo que no asumen los defensores acérrimos de la monarquía, ni los de la república: que el acercamiento de la mayor parte de la población al asunto ha sido y es básicamente pragmático, pese a la sacralización exagerada que promovió el bipartidismo en su época de esplendor y al grandilocuente énfasis monárquico que practica la derecha española.
Mientras Juan Carlos I fue un jefe de Estado identificado con la transición a la democracia y su consolidación, gozó de reconocimiento popular. Cuando se ha revelado como un personaje corrupto, lo ha perdido. Parece bastante lógico. Por eso su hijo y actual monarca Felipe VI supera precariamente el aprobado, y la reina Sofía gana algunos puntos por su discreción, pero el rey emérito se hunde con un suspenso absoluto en las arenas de los Emiratos Árabes que escogió como lugar de refugio.
En un contraste muy llamativo, sin embargo, y según la lista elaborada por el Gobierno en respuesta a varias preguntas del hiperactivo senador de Compromís Carles Mulet, hay más de 670 vías públicas a lo largo de la geografía peninsular rotuladas con el nombre de "Juan Carlos I" o "Rey Juan Carlos", la mayoría en castellano pero también, en tres casos, en gallego ("Xoan Carlos I"), y en 32 en catalán ("Rei Joan Carles", "Joan Carles de Borbó" o "Joan Carles I"), tanto en municipios de Catalunya como de Baleares y la Comunidad Valenciana. La provincia donde más vías públicas tiene el rey emérito es Badajoz, con 51; seguida de Toledo, con 48; Alicante, con 45, y Murcia, con 44. Les siguen Sevilla, con 39; Cuenca, con 31; Madrid, con 29 o Cáceres, con 28.
Estamos así ante la situación paradójica de que, además de dar nombre a espacios culturales y deportivos, parques, centros sanitarios y otras instalaciones públicas, un exjefe de Estado que ahora es claramente rechazado por la opinión pública goza de una desmesurada presencia en el callejero municipal que algunos de los actuales consistorios, por pura vergüenza, empiezan a corregir.
Es difícil pensar que, con las investigaciones judiciales en marcha y lo que Corinna Larsen ha revelado, pueda producirse una rehabilitación de Juan Carlos I, ese señor tan presente en las vías públicas de nuestras ciudades. Su sucesor, por otra parte, lo tiene crudo para restaurar, siquiera parcialmente, una legitimidad gravemente deteriorada. Y no le va a ayudar a conseguirlo el monarquismo nacionalista que parece añorar aquello de "Dios, patria y rey", ni el constitucionalismo defensivo de quienes se niegan a admitir que la crisis de la Casa Real se enmarca en una crisis de régimen más amplia, fenómeno que reclama una reforma modernizadora de la Carta Magna.
La monarquía va perdiendo, singularmente entre los más jóvenes, valor como elemento de compactación simbólica. Y no hay monarquía parlamentaria que sobreviva, a la larga, a esa devaluación. Con menos motivo en un país donde la tradición monárquica es difícil de asimilar a la democracia en la historia anterior a la restauración borbónica más reciente, y donde no tiene actualmente connotaciones "sagradas" o sentimentales para la mayoría. Aceptar la monarquía por defecto, pese a su lastre franquista, como componenda de la democracia realmente existente, fue una manera "laica" de ser monárquicos que ha quedado casi amortizada. Persistir en el intento de identificar al monarca con la "patria", rendidos incondicionalmente a su fervor, solo contribuirá a acabar de hundirlo.
¿Podría dar al rey Felipe VI una oportunidad de ser ampliamente aceptado, desde un nuevo pragmatismo como el que concitó su padre, el eventual alejamiento de la monarquía de sus adherencias franquistas, suprimiendo su relación con las Fuerzas Armadas, haciendo transparente su funcionamiento y orientando su actividad a la representación de una ciudadanía plural? Da la impresión de que ya es tarde, porque se trata de un rey sin un relato propio que dé vigor a su papel más allá de lo ceremonial y porque el republicanismo tiene fundamentos más racionales, civiles y democráticos que el monarquismo. Por eso el dilema entre monarquía y república ha venido para quedarse.
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