La función profética de Julio Anguita
En 2015 advertía en su discurso de vuelta en un mitin en Málaga sobre la necesidad de organizar el poder popular para defender un gobierno del pueblo frente al ataque de los poderosos (...). En 2015 hablaba para mayo de 2020
Después de la conmoción ante su fallecimiento, me atrevo a escribir algunas reflexiones sobre Julio Anguita
tras comprobar el impacto extraordinario que ha tenido la noticia. ¿Por
qué una ola de emociones tan desbordada sacude hoy a tanta gente, llena
de afecto hacia Julio? ¿Cuál fue su valor para sectores tan amplios de
la población? La respuesta está en el valor profético de su acción
política, pero no en el sentido con el que intentaban caricaturizarlo
quienes se sentían incapaces de combatirlo dialécticamente. Los hubo que
se lanzaron a una operación por mar, tierra y aire contra él; y creían
que venciendo a su persona combatían sus ideas.
Julio gustaba de abordar el sentido profético en política con un valor prometeico: de adelantarse a lo que sucedería, de
ver de antemano las consecuencias de las decisiones políticas y
afrontar, sin importar el coste, la acción política correspondiente,
pesara a quien pesara. Si uno acude a los debates sobre el
Tratado de Maastricht o se para a escuchar los mítines que dio en los
últimos años observa que sus diagnósticos no eran los cómodos del
momento, pero sí los acertados con el tiempo. Nunca le agradeceré lo
suficiente que rompiera su silencio tras 15 años para contribuir a la
campaña electoral de las elecciones andaluzas de 2015.
Si en 1992 la ofensiva llegó a quebrar a IU en un momento
de crecimiento y amenaza al consenso del bipartidismo, en 2015 advertía
en su discurso de vuelta en un mitin en Málaga sobre la necesidad de organizar el poder popular para defender un gobierno del pueblo frente al ataque de los poderosos. En 1992 hablaba para 2008 y sobre los estragos de la Gran Crisis. En 2015 hablaba para mayo de 2020.
Hombre
de una excepcional visión estratégica, hay toda una generación para
quien Julio ha sido referente desde los inicios de nuestro compromiso
político. Primero lo fue en su labor municipal y luego con la
construcción de Convocatoria por Andalucía. El germen de Izquierda Unida
tuvo en el Partido Comunista de Andalucía el impulso organizado para su
empuje; en Felipe Alcaraz, la generosidad del momento, y en Julio
Anguita, la adhesión subjetiva de un dirigente político ya entonces de
enorme credibilidad.
Era diferente. Distante y
displicente con las cuitas internas de partido, hijo de una cultura
comunista impregnada del sustrato anarquista andaluz, Julio Anguita fue
una llegada de aire fresco a la sacudida del espacio a la izquierda del
PSOE tras la debacle del PCE de 1982.
En los años 80 del siglo pasado, Julio Anguita era sobre todo el alcalde comunista de la ciudad de Córdoba.
Un referente que despuntaba por su discurso sosegado, nada
condescendiente con el auditorio y que invitaba a reflexionar. Fue con
Santiago Carrillo y Ernesto Caballero en Lucena, en mayo de 1982, la
primera vez que lo escuché: un orador que mostraba datos y citaba textos
continuamente para ratificar las tesis que defendía. A un joven
estudiante de enseñanza media como yo le causó un hondo impacto.
Su
salto a la política española fue producto de una curiosa carambola. Sus
más leales compañeros no querían que se fuera de Andalucía, donde era
una parte fundamental en la construcción de un espacio político exitoso.
Fueron quienes menos coincidían con sus tesis quienes más lo empujaron a
aceptar la Secretaría General del PCE.
Solía contar
Julio que en el PCE convivían dos culturas que gustaba de llamar el PCE
del interior, un partido conectado a la realidad y tejido social; y el
PCE del exterior, agarrado a las tesis inamovibles de una alianza
estratégica con el PSOE. De esa doble vía surgían cada cierto tiempo las
contradicciones políticas internas.
Llamó la atención
a todo aquel que con él trataba la diferencia de su personalidad
-poliédrica, llena de matices y con momentos de ternura que él
seleccionaba - con la que se proyectaba públicamente desde determinados
medios y que construían un personaje envarado, dogmático o irracional. La
realidad era que siempre te encontrabas a un Julio racional, didáctico,
apasionado y contenido, de una forma de ser andaluz muy cordobesa, muy
senequista.
Le sacaban de quicio la impostura
intelectual o política, el oportunismo o el regate corto porque él era
de una profunda coherencia intelectual y política y un convencido de que
la razón era el mejor instrumento para construir una sociedad
infinitamente mejor que la que se desmoronaba a nuestros ojos.
¿Por
qué, pues, una ola de solidaridad tan amplia emerge en un ejercicio de
fraternidad tan emocionante como el que lo acompaña con su marcha?
Porque su honestidad vital es un valor en quien todo el mundo quiere
reconocerse. Porque una sociedad tan huérfana de dirigentes que no
defrauden abraza con entusiasmo a aquel que, firme en sus convicciones y
las comparta o no, las defiende con una fortaleza que admira porque
quiere ser como él. Por eso Julio es respetado, es escuchado y es profundamente querido.
Desde las familias de los barrios populares que lo veían juntos en
televisión, porque lo sentían su referente, a escépticos que veían
brillar cierta pátina de ilusión propia en la fundamentación del
discurso de aquél.
Para quienes como yo se politizaron
con Julio como figura, hay un profundo sentimiento de orfandad ante
quien ha ocupado hasta ahora el papel de vigía en medio de la
desorientación, el de leño al que agarrarse tras sucesivos naufragios.
En un momento en que la Historia de nuestro país, con tantos
antecedentes desasosegantes, se encuentra con una oportunidad formidable
para quebrar el fatum, el destino que siempre la ha llevado a salidas
reaccionarias en tiempos de crisis, posiblemente a Julio le agrade
sentir esa fraternidad. Una fraternidad, siempre entendida como la extensión de la libertad y la igualdad a toda la población
–el valor eclipsado de la tríada revolucionaria francesa-, que emerja
como la principal característica en esta crisis y a cuya contribución él
ha sido imprescindible.
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