jueves, 7 de mayo de 2020

El peligro de las dobles jugadas: el fariseísmo maquillador y trampantojo que se apunta a un bombardeo con tal de seguir llevándoselo crudo

El grupo ecologista ANSE compra Cabo Cope | La Verdad
El grupo ecologista ANSE compra Cabo Cope | La Verdad

(lamento que esta foto de Cabo Cope no sea la misma que ha publicado el autor del artículo; el sistema no me ha ha permitido el traslado de espacios visuales. Para compensar me ha regalado un doblete)

Cabo Cope, un formidable promontorio en la costa de Águilas (Murcia) lleva años siendo una referencia decisiva en el ecologismo español y, al mismo tiempo, obsesionando a quienes han querido apropiárselo y explotarlo según sus planes y apetencias. Nadie (o muy pocos), sin embargo, esperaba que acabara siendo el objeto de una polémica relativamente sui generis, ya que la polvareda la ha levantado un grupo conservacionista al conseguir apropiárselo, mediante una fundación creada para adquirir activos inmobiliarios, con la finalidad de “garantizar su conservación”.
La crítica a esta compraventa ha surgido, inicialmente, desde las filas de los antinucleares históricos que se opusieron en 1974, con éxito, al proyecto de Iberdrola de construir junto a ese Cabo, una central nuclear. Aquella campaña de dura y hábil oposición sentó las bases de un ecologismo que, al poco de darse por descartado ese proyecto, centró su actividad en la defensa del litoral, con una intensa experiencia adquirida a partir de 1977 en las costas de Murcia y Almería. En la actualidad, Cabo Cope forma parte, desde 1992, del Parque Regional Cabo Cope-Puntas de Calnegre, al que, bien es verdad, le hacen la guerra la Comunidad Autónoma, los agricultores de la zona y la propia Iberdrola, que conserva en ese espacio protegido las 300 hectáreas adquiridas en su día para su proyecto nuclear; el resultado es que el Parque Natural no ha conseguido que se le dote del correspondiente Plan de Ordenación de los Recursos (PORN), que sigue siendo la reivindicación ecologista principal.
Sin que haya de ser histórico el fundamento de la polémica actual, reuniremos en tres grandes ámbitos, y de forma resumida, los elementos que confluyen en esta nueva fase de conflictividad en torno a Cabo Cope. El marco institucional presenta, en primer lugar, a la Sareb, o “Banco malo”, que no ha dudado en deshacerse de este espacio, ya que venía siendo un activo de Caja Madrid/Bankia, resultado de alguna operación hipotecaria frustrada. Se le critica por haber tratado a Cabo Cope como un vulgar bloque de pisos (tóxicos), y de vender a una fundación privada ese espacio procedente de un banco nacionalizado. El Ministerio para la Transición Ecológica (Miteco) no ha movido un dedo para influir en la Sareb o en el Ministerio de Economía para reconducir ese espacio hacia la propiedad pública; todo lo contrario, se señala al número 2, el secretario de Estado de Medio Ambiente, Hugo Morán, como valedor de la operación, ya que se alinea con los compradores conservacionistas.
La Comunidad Autónoma murciana, a la que tuvo que parar los pies el Tribunal Constitucional porque quiso destruir el Parque Natural para construir ahí una urbanización de 60.000 personas, se ha desentendido del asunto, como era de esperar. El Ayuntamiento de Águilas, que ya decidió en 2006 (con mayoría PP), mediante negociación con Caja Madrid, la permuta de Cabo Cope, no ha hecho nada desde entonces, y la actual alcaldesa, la socialista Mari Carmen Moreno, dice estar encantada con que Cabo Cope pase a manos de una fundación privada.
El segundo aspecto, de tipo estrictamente ecologista-conservacionista, nos muestra en primer lugar,al grupo comprador de Cabo Cope, la Asociación de Naturalistas del Sureste (Anse), creada en 1973 y que, de hecho, ha evolucionado en las últimas décadas hacia una sociedad de servicios ambientales. Así, ha ido multiplicando sus proyectos de conservación con las instituciones y, muy especialmente, haciéndose con el filón de los proyectos Life, comunitarios, que son los que están en el origen de su potencial financiero. Antes de esta compraventa, Anse ha ido acumulando fincas para proteger, sobre todo, su fauna, hasta crear, en 2012, una fundación que le permite actuar en estas compraventas con la libertad necesaria. La compra de Cabo Cope, por un importe de 500.000 euros para 270 hectáreas de superficie supone un coste de 0,18 euros/m2, lo que es un regalo; nadie duda que la campaña anunciada de cuestación abierta e internacional (Anse cuenta con la alianza de la poderosa WWF), conseguirá superar, con suficiencia, ese importe.
Anse ha ido convirtiéndose en una organización institucionalizada y poderosa, con los peligros que esto conlleva para la causa ecologista, como la alianza de fondo (y, cada vez más, de forma), con el mundo empresarial financiador. Así, los directivos de Anse ya no se sonrojan de tener como partenaire a Hidrogea, ubicua empresa concesionaria del servicio municipal de aguas en numerosas ciudades de la región y en España, viéndose envuelta en varios asuntos judiciales, planteados por vecinos y ecologistas, por su política carera y abusiva (por ejemplo, el “caso Pokemon”).
La tercera consideración es de tipo eco-económico, ya que los críticos condenan, junto al coste “pagado” por Cabo Cope, la práctica de poner precio a la naturaleza, como no sea para que engrose el patrimonio público; y no admiten la menor capacidad del mercado o el liberalismo para proteger nada. Por eso se califica la operación de pelotazo oportunista ya que la evaluación de Cabo Cope en 500.000 euros, precio de saldo para amiguetes, tampoco responde, en términos del cálculo liberal, a un precio “realista”, ya que este seguramente alcanzaría no menos de 100 millones (quizás 1.000: así de disparatado es poner precio a la naturaleza). La economía ambiental, o de mercado, que el sistema ha elaborado para “atender” a los problemas de conservación de espacios y especies (siempre poniéndoles precio y en abierta oposición a la economía ecológica, que niega la mayor), recurre a varias soluciones metodológicas, como la “valoración contingente” o el recurso al “coste del viaje”. La primera se basa en la utilidad que para la colectividad presenta un espacio ambientalmente valioso, y se mide, cuestionario mediante, según la gente exprese su disposición a pagar (por la conservación) o a recibir (a cambio de su destrucción). La segunda evalúa la disposición a pagar los costes de viaje para disfrutar de un espacio, y se aplica sobre todo para áreas recreativas, aunque valdría para espacios naturales protegidos si se atiende al interés de un disfrute, digamos, “a distancia”.
Por supuesto que hablarles de esto a los tecnócratas de la Sareb o a los burócratas del Miteco, es perder el tiempo, y de ahí viene la desgracia de contemplar cómo un Gobierno que se dice socialista se deja despojar de un espacio valiosísimo, facilitando incluso su enajenación por manos privadas. Unas manos, las de Anse, que, como parte de la autopropaganda que difunden, basada esencialmente en que sólo ellas pueden garantizar su protección, quisieran ocultar que Cabo Cope goza de cuatro protecciones superpuestas: la de Parque Natural, la de suelo no urbanizable según el Plan urbanístico, la de Lugar de Interés comunitario (LIC) y la de Zona de Especial protección de las Aves (ZEPA). Aunque estas protecciones impiden construir y maltratar ese espacio, los de Anse se erigen en salvadores “verdaderos” e insisten en que sólo si lo compran (ellos), el Cabo será protegido.
Estamos en presencia de una clara perversión del conservacionismo de derechas, muy en la tradición española, que desde un principio los ecologistas (políticos, sociales), miraron con desconfianza. Estos grupos –ya existentes antes de las batallas nucleares y el cambio político– se volcaban en la conservación de espacios y especies sin prestar mayor atención a los mecanismos socioeconómicos que los degradaban. Algunos de esos grupos evolucionaron a ecologistas, es decir, a la lucha ecopolitica, y eso mismo sucedió, durante unos años, también a Anse, hasta ser laminados sus líderes por quienes mandan ahora, volcados en la actividad crematística. Esto ha ido a más, al calor de las políticas liberales, económicas y ambientales, de tal manera que se ha hecho necesario volver a distinguir, muy claramente, entre ecologistas partidarios de la ecología política y social, y los conservacionistas, cuando estos profesan la apetencia por comprar fincas y por difundir un modelo de protección de “islas de naturaleza” y “fincas cerradas”, como si esto pudiera redundar en la mejora general del medio ambiente. Al mismo tiempo, estos nuevos propietarios pervierten a los consumidores de “educación ambiental”, mostrándoles una naturaleza controlada con aires de “parque temático”, sin contribuir al conocimiento de los problemas y mecanismos de degradación ambiental (todo lo contrario: supervalorando su papel, de clara impostura).
El ecologismo, en efecto, siempre ha sido otra cosa: constituye una filosofía global de la vida y para la sociedad, y cuenta necesariamente con el desarrollo, no la disminución, de la presencia y el control de lo público sobre lo privado, vetando los negocios de la naturaleza por honorables que se quieran presentar.
Al mismo tiempo, ningún gobierno se ha tomado en serio la protección del litoral, aunque se quiso en su momento que la nueva Ley de Costas de 1988 diera oportunidad a que fuera el Estado el que asumiera una protección vigorosa, del tipo del National Trust británico (de origen privado pero asumido por el Estado con una Ley del Parlamento desde 1909) o, más todavía, del Conservatoire du Littoral, francés, organismo estatal autónomo (1975) que domina o administra actualmente más de 200.000 hectáreas costeras. Desde que la preocupación por la protección del litoral español (asediado por la actividad urbano-turística) quiso introducirse en la Administración central (1979), todos los intentos por crear un organismo activo de protección directa –comprar y gestionar directamente, o acordar con propietarios regímenes de protección– han fracasado por flagrante desidia, dando lugar al avance paulatino (y perverso) de distintas formas de apropiación de la naturaleza, principalmente a manos de organizaciones conservadoras (que suelen jactarse de ser “apolíticas”), que chalanean con la condescendencia estatal, de derechas o de izquierdas, hacia la intervención privada.


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