El negocio del odio
Publicada el 21/05/2020
Infolibre
¿Dónde estaba escondido el odio? El que se manifiesta en las calles,
el que vuela por las cada vez más insufribles redes sociales, el que
esparcen algunos (presuntos) periodistas. ¿Siempre estuvo entre nosotros
en espera de una oportunidad de mostrarse sin disimulo? Estoy inmerso
en la ambiciosa tarea de entender las causas de esta enfermedad en
España, y para ello he iniciado el monumental proyecto de leer, mejor
dicho, de estudiar, cada uno de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, una de nuestras cumbres literarias, sometido al escrutinio de una doble estupidez, el de una
derecha recalcitrante que le acusa de anticlericalismo, y el de una
izquierda exquisita que construye su yo intelectual en el desprecio de
lo que considera excesivamente popular, como si la inteligencia
estuviera en lo que nadie entiende. Escribo “monumental” porque son 46.
Los regaré con otras lecturas, como Mater dolorosa de José Álvarez Junco.
La enfermedad del odio lleva siglos entre nosotros. Cualquier intento de modificar una coma del guión “tú pobre; yo, rico” ha provocado represión, pronunciamientos militares, golpes de Estado y guerras civiles. La sola mención de la necesidad de una reforma agraria provocaba grandes accesos de ira en los grupos dominantes encabezados por los terratenientes y el clero. Siempre consideraron la política como un apéndice subordinado al orden y al mando. Se trata de un estatus hereditario al que se han ido sumando nuevas élites. La dominante hoy procede del franquismo. Son sus beneficiarios principales, los que lograron concesiones y monopolios.
Les recomiendo el libro de Juan Pedro Velázquez-Gaztelu, Capitalismo a la española (Esfera de los libros). De ese periodo de anormalidad política, ética e intelectual máxima proceden algunas de nuestras limitaciones. Una de las más llamativas, que viene de antiguo, es la ausencia de meritocracia. Priman los listos sobre los inteligentes, los espabilados sobre los útiles. No hay espacio para los Steve Jobs ni los Bill Gates. Tenemos un capitalismo de bajura que funciona unido a la política más turbia. No gana el mejor contrato, sino el más amigo, el que cuadra mejor los porcentajes. Tenemos una tara productiva porque nos falta visión a largo plazo y un campo de juego con reglas iguales y transparentes. Somos un país que depende del turismo y del ladrillo.
El escritor Juan José Millás dijo el domingo pasado en el programa A vivir que son dos días, de la cadena SER, que el poder debe ser un gran negocio para que lo quieran con tanto ahínco. No lo entrecomillo porque cito de memoria, pero les dejo el enlace. La fórmula con el PP y su acompañamiento empresarial, religioso, judicial y mediático funciona de la siguiente manera: si estoy en el poder, en las versiones A y B, todo está bien, la democracia es estupenda y nos encanta la Constitución. Si estamos en la oposición, todo es ETA, Venezuela, comunismo, lo que sea. La ecuación es mando u odio.
Un ejemplo de esto es el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, muy alabado (por mí, también) durante la pandemia porque ha sabido ser alcalde antes que ariete de la crispación; es decir que ha estado callado, no como IDA (Isabel Díaz Ayuso). El mismo Martínez Almeida fue el cabecilla de una oposición muy dura contra Manuela Carmena, siempre descalificadora, en la que todo estaba mal y todo era un peligro para España. Ahora como alcalde se ha calmado. El poder regresa a las manos que lo deben ejercer por ley natural.
¿Recuerdan la oposición a Felipe González desde que el PSOE perdió sus mayorías absolutas? ¿Recuerdan las campañas contra José Luis Rodríguez Zapatero? Le acusaron de ser cómplice de los terroristas del 11-M, además de etarra y no sé cuántas cosas más. No hay límite para el insulto. Es la escuela de Pablo Casado, la del hombrecillo insufrible carcomido por el rencor. Creerse más de lo que se es suele ser un problema. Genera personajes tóxicos.
El PP es el partido que bloquea la renovación del Poder Judicial, la de los Tribunales Supremo y Constitucional, y que presenta recursos de inconstitucionalidad a las leyes del matrimonio gay, que pleitea contra la reforma del aborto y el Estatuto de Cataluña, origen de la actual crisis territorial. Si los Jobs o Gates no tienen cabida en nuestro capitalismo, las Angela Merkel no tienen espacio en nuestra derecha, ¿quién nos queda? Si Merkel fuese española y dijera las cosas que dice en Alemania se la tildaría de amiga de los bolcheviques y de los bolivarianos.
La Transición, el periodo que comprende entre la muerte del dictador y la aprobación de la Constitución, fue un éxito. Llamamos también “transición” al periodo posterior, lo que es un error. El fallido golpe de Estado de 1981 representó una quiebra del pacto con el régimen franquista. La abrumadora victoria del PSOE en octubre de 1982 debió impulsar otro tipo de desarrollo constitucional y político. Es verdad que la amenaza de nuevos golpes de Estado se mantuvo varios años y que cualquier intento de depuración de elementos como el torturador Billy el Niño, o de rescate de la memoria histórica, se hubiera topado con las armas. Tras el ingreso en la UE se podría haber hecho de otra manera, un poco más audaz. Ni siquiera fuimos capaces de fortalecer un sistema educativo laico. La Iglesia católica mantiene el santo derecho a cepillo presupuestario y a una influencia política que no se corresponde con el número de fieles.
La derecha posfranquista sostiene que la ruptura del pacto (de silencio) fue la aprobación de le ley de la Memoria Histórica por parte de Zapatero. El texto no contempla la persecución penal de nadie, solo la recuperación de los restos del máximo posible de los más de 114.000 desaparecidos que permanecen en fosas comunes y en las cunetas.
La posterior aparición de Podemos, que surge del fragor del 15M, del que se acaba de cumplir nueve años, despertó el odio que nunca se fue. Asustó el lenguaje del 15M, dirigido al blindaje de los privilegios, y que Podemos prometiera levantar las alfombras. Ese primer Podemos se nutría de las ideas y los eslóganes de la Puerta del Sol. ¿Qué temen del actual Podemos que en sus sucesivas mutaciones se ha reencarnado en la vieja Izquierda Unida con un lenguaje más fresco y poco revolucionario? Si toleraron el PCE de Santiago Carrillo, Gerardo Iglesias y Julio Anguita, que realizaron grandes servicios al Estado, ¿por qué no Podemos?
¿A qué se debe ese odio cerval en el que ha salido a pasear el lenguaje más guerracivilista, del ya ganamos una guerra y la volveremos a ganar? La respuesta es sencilla: es la defensa de los privilegios. ¿Cómo se podría poner fin a este clima? Devolviéndoles el poder político, el de bajar los impuestos y privatizar lo público en beneficio de lo privado. El otro poder, el económico, el judicial y el mediático nunca ha estado en riesgo. Reconstruir un centro de tolerancia llevará años y en ese empeño tiene un papel que desempeñar Ciudadanos tras meses de desvarío.
Por cierto, ¿dónde está el Rey? ¿No tiene el tiempo y la autoridad moral para hablar de manera discreta con los actores de este sainete y pedirles un poco de mesura? Este podría ser su 23-F bis tras el fracaso en Cataluña.
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