Encomio del bicho
Casi todo lo que el virus hace peligroso es algo revisable porque no está en la medida de lo humano, aunque paradójicamente lo hayamos convertido en nuestra razón de ser
"Nadie se convierte en héroe por méritos propios, sino por intereses ajenos"
Gómez de Ágreda
No podemos dejar en el olvido el hacer el elogio del virus, escribirle su alabanza.
La
historia no es ajena a la contumacia humana que precisa del dolor y de
la muerte para darse por aludida y, al menos, hincar la rodilla para
mirar al cielo unos o al interior, los más, y reparar en aquello que
puede darnos sentido. Eso precisamente a lo que no solemos prestar la
más mínima atención. Así somos y de eso ha venido a redimirnos el bicho,
no sé si con fortuna.
No había verdad más obvia que
la de nuestra vida entre el gentío, nuestro obligado amor por la
muchedumbre. Falso, porque todos nos fundíamos en el tropel con el deseo
ferviente de poder eliminarlo para nuestro propio disfrute. Hemos
construido una realidad que excede en mucho al gregario legado del simio
o de la tribu, para convertirse en un amontonamiento esencial,
constitutivo, intrínsecamente unido a nuestra especie. El bicho nos ha
puesto un microscopio delante para que miremos nuestra sociedad. Hace
tres meses aún debatíamos, como si tuviera debate, si era razonable
prohibirle a un jeta crear edificios de micro pisos de 10 metros
cuadrados como solución a la necesidad de vivienda en las grandes
ciudades. Hoy nadie cuestionaría que eso es inhumano, pero ha hecho
falta un confinamiento y un redescubrir que para vivir, no para
malvivir, necesitamos algo de espacio y de luz y, a ser posible, un vano
al exterior.
El bicho nos ha descubierto que viajar
no es partir aglomerados en aviones en los que nos amontonamos como los
cerdos en los camiones camino del sacrificio. Va a ser por miedo por lo
que vayamos a poder volver a entrar en museos en los que el arte sea más
visible que las cabezas de la turba que los invade. La infección es la
que ha devuelto el ansia no de acumular destinos, sino de reencontrarnos
en algún lugar con la naturaleza, pero con una que no haya sido borrada
por las hordas de nuestros iguales. Hemos vuelto a amar el silencio y
la tranquilidad y a descubrir que el mundo puede ser un paraíso solo con
que la brisa nos acaricie las mejillas y el sol nos reconforte por
dentro.
La pandemia nos ha hecho investigar qué está
pasando para que una amenaza salga del reino animal y nos robe la
libertad. Nos hace conscientes de que nuestra depravada utilización de
los recursos naturales, penetrando cada vez más y cada vez peor en los
territorios de otras especies, es lo que nos está poniendo en contacto
con los murciélagos y con otros animales a los que no hemos respetado su
hábitat. La seguridad de que el cambio climático y el derretimiento de
las hielos eternos puede descongelar virus desaparecidos y amenazas
biológicas perdidas puede ser más efectiva que mil viajes en catamarán
de una niña nórdica. El miedo siempre ha sido un estímulo de
supervivencia y ha conseguido ya hasta lo inalcanzable, como que se
dejen de pescar ballenas tras décadas de lucha de los ecologistas.
Casi
todo lo que el virus hace peligroso es algo revisable porque no está en
la medida de lo humano, aunque paradójicamente lo hayamos convertido en
nuestra razón de ser. Vemos cómo para mantener la economía, y con ella
nuestro estilo de vida, precisamos ponernos en riesgo, pero también que
arriesgamos todo lo que tenemos si no seguimos pedaleando. El bicho
revelando una evidencia mil veces negada, tan encubierta como el riesgo
de aceptarnos como país que vive del reposo del industrioso. ¡Que
inventen ellos, ay, y que produzcan también!
Al virus
le debemos el comprobar las horas de vida que perdemos y lo que
contaminamos por un presentismo muchas veces absurdo y que tiene más que
ver con la desconfianza del empleador, el ojo de amo, que con la
necesidad real. Así hemos descubierto el placer de volver a comer en
casa aquello que cocinamos, el lujo de no depender del grasiento menú
del día, de la ensalada junto al ordenador. Ha sido precisa una
homogénea amenaza biológica para que sea más evidente que nunca la
desigualdad.
Solo a su avance le debemos esa policía
cívica que se nos ha desatado dentro para detectar e increpar al que
incumple las normas y al que abusa de ellas. Un espíritu de vigilancia
constante que nos hace sufrir cuando vemos que decisiones privadas –como
bajarse las mascarillas o acercarse demasiado– ponen en riesgo el bien
común. Tal diligencia la practican ahora personas que nunca vieron mal
al que se escurría de Hacienda o al que quería cobrar o pagar sin IVA o a
quien pedía dinero negro, como si esos fómites de avaricia incívica no
fueran también la causa de nuestros males.
Si no fuera
por el bicho aún discutirían algunos que los inmigrantes no deben ser
tratados en la sanidad pública –ahora temen dejarlos enfermos por ahí– o
continuarían otros batallando contra las vacunas. Si no fuera por el
bicho no estaría a la vista de todos que sin los trabajadores
extranjeros no se recogen las cosechas de Europa ni se llenan nuestras
despensas y que las condiciones de vida a las que son sometidos no las
aceptamos para los que tienen la misma piel que nosotros.
Al
coronavirus le debemos haber reparado en lo tranquilos que podemos
estar sin tener que comprar compulsivamente para calmar la ansiedad y la
insatisfacción de una vida que ha rebasado la dimensión de lo humano.
Solo a la muerte que ha sembrado podemos agradecer la unánime opinión de
que un estado del bienestar bien regado es la única esperanza para
todos, hasta para los ultra liberales que se lamen solos, porque hay
batallas que solo puede dar la especie humana en su conjunto. Añadan
aquí, lectores, todo ese saber que no hubieran obtenido sin tamaña
desgracia.
Alguien tenía que escribir el elogio del
bicho, su apología y su alabanza. Tanta realidad y tanta sabiduría y
tanta experiencia en tan poco tiempo y para varias generaciones. No
cantemos victoria. Los optimistas creen que vamos a salir de aquí
cambiados, pero yo no puedo darles ese gusto. El ser humano subsiste por
su capacidad para olvidar lo malo y quizá lo más probable sea que esta
experiencia no nos vaya a aprovechar demasiado como masa aunque sí a
muchos como individuos.
Cosa distinta del optimismo es
la esperanza. Como bien dice Vaclav Havel, "el optimismo es la creencia
de que las cosas van a ir a mejor y la esperanza es la profunda
convicción de que las cosas, vayan como vayan, siempre tienen sentido".
Gracias al bicho por no matar la esperanza.
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