jueves, 1 de agosto de 2019

Pedro Sánchez, toma nota. Si quieres un gobierno de primera, que Yayo Herrero sea ministra de Medio Ambiente y vicepresidenta para el cambio de entendederas sociales. Sería un buen certificado de acierto para tu segunda y cada vez más evanescente resurrección como político creible; si lo de Maxim Huerta y lo de Duque te pareció normal, lo de Yayo Herrero es pan comido y sin riesgos añadidos por exceso de glamour sin fuste. Ella tiene mucho más fuste que la media de los ministros al uso y el glamour le importa un bledo. Ya sin tapujos y enredos de por medio, no nos vamos a engañar, lo que de verdad necesitamos para que esto no se vaya al cuerno es ¡Yayo for president-a...! Eso sí que sería un cambio de verdad, de los gordos, y no tus tiquismiquis, o los de Podemos, que no tienen nada que envidiar a los tuyos, Pedrito...Uffff...

Viajar sin clase turista

Estamos en un período de emergencia y excepción. Es posible afrontar esta crisis con criterios de justicia, pero sobre la base de sociedades y economías radicalmente diferentes
Yayo Herrero

LA BOCA DEL LOGO
31 de Julio de 2019
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Llega el verano y, con él, las vacaciones y los viajes. En los próximos dos meses, muchas personas se trasladarán por semanas y quincenas, en un viaje de ida y vuelta. Los mares se llenarán de cruceros, los montes de excursionistas, colas en los museos... Carreteras, aviones y trenes llenos de personas que quieren y pueden viajar.
Millones de selfies. Cientos de miles de desplazamientos, de litros de gasolina quemados, territorios secos que multiplican por varios dígitos su población, trabajadoras temporales que se desloman haciendo camas y fregando habitaciones por un sueldo miserable. Son turistas. Se lleva la cuenta de cuántos llegan y cuánto gastan. Luego, se trasladará el resultado al PIB y los gobiernos, en todas las escalas, locales o estatales, proclamarán exultantes el incremento del número de personas que llegaron y la cantidad de euros que gastaron.
En el lado oscuro, los otros viajes no deseados. No son turistas. Son personas que escapan de territorios esquilmados, de sociedades violentas, de la pobreza. No sabemos sus nombres, ni cuántos son exactamente, y menos desde que la UE y sus países miembro han decidido no rescatarlas y castigar a quienes lo hacen.  Pretenden que su viaje sea de ida, pero en ocasiones vuelven a casa gratis, quizás ni siquiera a casa porque las deportaciones no buscan dejar en casa, sino sacar a quienes sobran, a donde sea. No se fotografían. No posan. Más bien pretenden ser invisibles. Todo lo más alguna imagen involuntaria de decenas de personas hacinadas en una embarcación frágil o encaramadas a una valla coronada con concertinas. A lo peor, la imagen de un cuerpo sin vida en una playa.
Las caravanas de turistas contrastan con los miles de personas migrantes que intentan atravesar fronteras militarizadas, entre la invisibilidad y la explotación. En camiones frigoríficos, amontonados en cayucos y pateras, los desahuciados del mundo, arriesgan la vida y con frecuencia mueren por atreverse a viajar sin ser turistas. No atraviesan la línea de frontera con tanta facilidad como los minerales, las mercancías, los alimentos o las inversiones que vienen de los lugares de los fueron expulsados.
Y sin embargo, cada vez hay más personas que emprenden esos viajes forzosos.
Sin obviar la legitimidad de cualquier persona para desplazarse a donde quiera, hay diversos factores económicos, políticos, sociales o culturales que fuerzan los flujos migratorios. Y en el corazón de esos factores, como su causa material más profunda, la crisis ecológica.
El cambio climático, por ejemplo, destierra por pura desaparición o degradación del hábitat. Nadie puede vivir en lugares inundados, en territorios arrasados por tormentas y ciclones tropicales cada vez más frecuentes e intensos. Algunos lugares se van transformando en verdaderos hornos en los que se hace difícil la vida. Incendios, contaminación del aire... Todos estos cambios afectan a la disponibilidad de agua, la productividad de los cultivos y pastos y la pérdida de los servicios ecosistémicos que afectan de forma inevitable a las economías y a las condiciones materiales de existencia de muchos seres vivos, generando además situaciones de conflicto y violencia.
Según la Organización Mundial de las Migraciones existen 68,5 millones desplazadas de forma forzada. OXFAM dice que entre 2008 y 2016 se han producido 21,8 millones de desplazamientos internos a causa de eventos climáticos extremos y repentinos. El Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos del Consejo Noruego de Refugiados sostiene que en 2017 y por causa del clima, hubo 16,1 millones de personas desplazadas.
En un artículo reciente leía que “África, con el 13% de la población mundial y el 6 del PIB global, es el continente que más se calentará, cuando tan sólo emite el 3% de los gases de efecto invernadero. Se derriten los glaciares del Himalaya, en donde nacen los principales ríos. Y el mar está echando a las personas que habitan en las islas de Oceanía. En Yakarta, la capital de Indonesia, millones de personas deberán abandonar la ciudad porque se hunde. Un hecho que también sucede en Holanda. 200 millones de personas se verán obligadas a dejar sus lugares de residencia a causa de la desestabilización del clima antes de mitad de siglo”.
España es un país tremendamente afectado por la crisis ecosocial. Completamente dependiente en términos de energía y minerales, se calienta, además, al doble de velocidad que otros países de Europa. La desertificación avanza. En el sureste de la Península Ibérica, Málaga, Granada, Almería y Murcia son los espacios afectados más gravemente por el cambio climático, pero en zonas interiores agrícolas del interior de España empiezan a nos ser viables algunos cultivos debido a la degradación del suelo, el estrés hídrico y el aumento de temperaturas. Se empiezan poco a poco a producir los primeros desplazamientos internos pero la crisis ecosocial pasa social y políticamente inadvertida para las mayorías sociales.
El extractivismo también expulsa personas. Bajo la lógica colonial, hay territorios que han sido utilizados históricamente como minas y vertederos, con brutales consecuencias sobre comunidades y pueblos. En la práctica, el extractivismo, ha sido y es un mecanismo de saqueo, expulsión y apropiación colonial y neocolonial que ha marcado la vida económica, social y política de muchos países del Sur global. La historia de América Latina, por ejemplo, está atravesada por esta lógica. Cada año son asesinadas cientos de personas por defender la tierra y oponerse a proyectos extractivistas o energéticos.
Desde los púlpitos del poder se vuelcan noticias falsas que generan enormes prejuicios. La mayor parte de las migraciones se dan entre los países del Sur, solamente una parte pequeña de las personas expulsadas sigue el mismo derrotero que las materias primas saqueadas de sus territorios. Pero la idea de la amenaza al mundo rico se repite de forma machacona. Los mismos que acusan de turismofobia a quienes denuncian los procesos de gentrificación y expulsión de vecinos y vecinas por las subidas de alquileres y la transformación del centro de las ciudades en una marca o un escaparate, criminalizan a quienes intentan saltar vallas y llegar a lugares que perciben como seguros.
El camerunés Achille Mbembe acuñó el término necropolítica, y dice que esta se instala en el momento en el que desaparece la diferencia entre el ser humano y la mercancía. Bauman dice que las políticas migratorias y de asilo, no sólo de Europa sino también de los Estados Unidos o Australia, se han convertido en la industria del desecho humano. Están integradas en una racionalidad económica que considera que los seres humanos son sustituibles y desechables.
Lo cierto es que si la valla que rodea la Europa rica, además de no dejar entrar migrantes, no dejara entrar energía, materiales, alimentos y/o productos manufacturados, la UE no se sostendría. Todos los países que se consideran desarrollados y ricos viven con muchos más recursos de los que hay en sus propios territorios. Para que exista el mundo rico tal y como lo conocemos, la contrapartida es la expulsión y el abandono de un mundo empobrecido, cada vez mayor, dentro y fuera de nuestras fronteras cada vez mayor.
Lo que es un problema humanitario causado por la explotación y el saqueo, se convierte en un problema de seguridad. Una economía enormemente violenta convierte en sobrante a una buena parte de la población. La expone a peligros mortales, la recluye en territorios acotados, zonas de exclusión, en las que confinar y securitizar, además, es un negocio. Transformados en residuos humanos, muchas personas son tratados como la materia prima del negocio de las fronteras y los centros de internamiento. Otro extractivismo para el capitalismo del desastre.
Los neofascismos criminalizan, estigmatizan, deshumanizan, abandonan y matan a personas “sobrantes” con un discurso y escenografía que busca legitimar socialmente el exterminio. La Unión Europea criminaliza, estigmatiza, deshumaniza, abandona y mata a personas “sobrantes” dentro del discurso políticamente correcto de los derechos, a partir de la ingeniería social “racional” limpia y tecnócrata del capitalista mundializado que considera que las vidas y los territorios importan solo en función del “valor añadido” que produzcan. Y las izquierdas no tienen una reflexión ni propuesta acorde a la gravedad de la situación. Se pretenden buscar soluciones dentro del orden establecido y es imposible. De seguir así, muchas personas a las que ahora no se nos pasa por la imaginación, podemos vernos como “turistas forzosos”.
La mejor información científica advierte de la crudeza de la situación. El declive en la disponibilidad de energía fósil y minerales, los escenarios catastróficos del cambio climático, las tensiones geopolíticas por los recursos y los procesos de expulsión de muchas personas a los márgenes de las sociedades o fuera de la propia vida, abocan a acometer de forma urgente transiciones que, apoyadas en la equidad y la justicia, que permitan encarar los cambios ya irreversibles y frenar aquellos elementos de deterioro que aún sea posible detener.
El pensamiento económico capitalista convencional no puede resolver los desafíos presentes y futuros de la economía mundial y sobre todo de las vidas cotidianas. Es imposible la pretensión de crecer de manera permanente, imprescindible para el capitalismo, obviando los límites planetarios, incluso aunque se pretenda que ese crecimiento sea “verde”.
Estamos en un período de emergencia y excepción. Es posible afrontar esta crisis con criterios de justicia, pero sobre la base de sociedades y economías radicalmente diferentes. Poner el tema encima de la mesa, sin esconderse detrás de declaraciones de derechos que no se materializan es, desde luego, un punto de partida imprescindible.

Autora

  • Yayo Herrero

    Es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.


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