Los ochenta en vena
Resumen de lo publicado: el segundo envío para Carmela, una cinta de casete, contiene también grabaciones a personajes públicos, esta vez de audio. Parecen hechas durante viajes en taxi.
-¿Cómo están ustedeeeeees?
-¡Bien!
-¡No oigo nada! ¿Cómo están ustedeeeeeeees?
-¡Bieeeeeen!
-¡Bien!
-¡No oigo nada! ¿Cómo están ustedeeeeeeees?
-¡Bieeeeeen!
Qué
vergüenza, por favor. A mi alrededor, doscientas mujeres y hombres
cuarentones responden a gritos a la pregunta infantil de un payaso.
Entre ellos, a mi lado, mi padre desgañitándose: "bieeeeeeen".
Le pedí que viniese conmigo al teatro, aunque él ya había visto la obra un par de años antes. "Espinete no existe", un monólogo cómico sobre la nostalgia de los ochenta, que llevaba más de diez años llenando un teatro madrileño.
Pero
me estoy adelantando, perdonen: nos habíamos quedado en la comisaría,
después de entregar la cinta de casete con las nuevas grabaciones.
De
vuelta a la redacción, el subdirector me pidió que escribiese una pieza
sobre la investigación policial, contando todo lo que sabíamos. Me dijo
que trabajase mano a mano con el redactor que solía llevar asuntos
policiales y tribunales, al que había pedido que interrumpiese sus
vacaciones, el tema lo merecía.
Pero nada más llegar a
mi mesa, sorpresa. ¿Adivinan? Sí, otro paquete. También a mi nombre, y
anónimo. Y como si todo fuese una gran broma, tras el VHS y la cinta
casete esta vez salió del sobre un nuevo objeto de museo, pequeño y
cilíndrico, con una lengua marrón de celulosa.
-¡Un
carrete de fotos de los de antes, cómo mola! –dijo el otro redactor en
prácticas al verlo. Ese día llevaba una camiseta de Naranjito.
-Empiezo
a hartarme del jueguecito retro –murmuré. Pero entonces vi que en el
sobre había algo más: dos entradas. Para el teatro. "Espinete no
existe". Para esa misma noche. Quien quiera que fuera el autor de los
envíos, ahora me invitaba al teatro. ¿Debía llamar a la policía? Preferí
esperar, averiguar primero qué contenía el carrete.
Como
ya no me daba tiempo de llevarlo a ningún sitio a revelar, lo guardé en
el cajón de mi mesa hasta el día siguiente. Quedaban tres horas para
que empezase la función, y todavía tenía que escribir el artículo sobre
las grabaciones y la investigación policial. Miré al redactor en
prácticas frente a mí. Seguro que le encantaría ir a ver la obra esa de
Espinete, y me sobraba una entrada. Pero acabé invitando a mi padre, que
al menos su nostalgia es auténtica, vivida, no de segunda mano.
Por
supuesto, él ya había visto la obra un par de años antes, pero quiso
venir conmigo. Y allí nos presentamos los dos, en un teatro detrás de
Gran Vía. El público en la puerta era mayoritariamente de su generación,
aunque también había gente de mi edad. Nostálgicos artificiales,
jóvenes que echan de menos un pasado que no es suyo.
A
la entrada nos dieron un peta-zetas a cada uno, para ir ambientándonos.
A falta de pocos minutos para empezar, el teatro estaba lleno. Sonaban
en megafonía sintonías de series de dibujos animados de los ochenta, que
el público canturreaba encantado. Mosqueperros, Willy Fogg, Marco.
Mientras cantaban, masticaban los peta-zetas, el chasquido de la
golosina multiplicado por doscientos.
-¿Te acuerdas de Espinete, verdad? –me preguntó mi padre mientras se comía su peta-zetas.
-Por
supuesto, papá. Si mi generación tiene una vivencia común es la de ver
en Youtube capítulos de Barrio Sésamo con nuestros emocionados padres.
Por cierto, ¿sabes que Espinete terminó en un vertedero? Busqué
información antes de venir. Resulta que el disfraz de erizo rosa se pasó
años en un almacén de Televisión Española, entre miles de trajes viejos
y trastos de atrezzo. El almacén fue cerrado porque era de amianto, y
todo su contenido estaba contaminado. El amianto es veneno, provoca
cáncer. Acabaron demoliendo el almacén, y los escombros, con todo el
contenido, terminaron en un vertedero. Vuestro ídolo de infancia
olvidado en un almacén, contaminado, cancerígeno y finalmente al
basurero. Bonita metáfora, ¿eh?
-¿Hemos venido para
reventar mi infancia con metáforas? –preguntó mi padre, y en seguida me
mandó callar porque se apagaron las luces. En la oscuridad se escuchaban
los chispazos de peta-zetas.
Una figura salió al escenario, solo veíamos su silueta oscura. Y empezó el espectáculo:
-¿Cómo están ustedeeeeees?
-¡Bien!
-¡No oigo nada! ¿Cómo están ustedeeeeeeees?
-¡Bieeeeeen!
-¡Bien!
-¡No oigo nada! ¿Cómo están ustedeeeeeeees?
-¡Bieeeeeen!
Y todavía una tercera vez:
-¡Que cómo están ustedeeeeeeeeeees!
-¡Bieeeeeeeeeen! –el teatro se venía abajo, cientos de gargantas gritando.
Entonces
se encendió una pantalla en mitad del escenario. Empezó a proyectarse
la intro de Barrio Sésamo: un trenecito de parque de atracciones, niños
en columpios y tirando hojas en un bosque otoñal, Espinete y Don Pimpón…
Y la musiquita, el "na-na-ná" que el público se puso a corear, felices.
Mi padre también, claro. Yo me resistí, no olvidaba que había venido
allí por trabajo, porque alguien quería que viese algo.
Tras la intro de Barrio Sésamo, un sketch de Epi y Blas sobre palomas que levantó carcajadas. Siguieron varias sintonías de anuncios de la época, los payasos de la tele cantando "Cómo me pica la nariz", un momento del "Un, Dos, Tres", los cinco de Parchís cantando y bailando, un adolescente jugando en un recreativo, un gol de España en un partido contra Malta, varias secuencias de series que mi padre me iba nombrando al oído –El coche fantástico, V, El Equipo A-, la voz de Félix Rodríguez de la Fuente, Pancho corriendo por la playa y gritando "Chanquete ha muerto", unos policías de uniforme marrón disparando desde un furgón, unos presos amotinados en el tejado de una cárcel, más policías marrones ahora repartiendo porrazos a un grupo de jóvenes, un barrio de chabolas con niños fumando, el amasijo de hierros de un autobús reventado por una bomba, un forense enumerando las torturas reconocibles en dos esqueletos que llamó Lasa y Zabala, más policías repartiendo porrazos y disparando botes de humo esta vez contra una barricada de neumáticos ardiendo, una secuencia de una película de quinquis, una comparecencia conjunta de Felipe González y Ronald Reagan, Tejero en la tribuna del Congreso, una batalla callejera entre guardias civiles y jóvenes con ikurriñas…
Tras la intro de Barrio Sésamo, un sketch de Epi y Blas sobre palomas que levantó carcajadas. Siguieron varias sintonías de anuncios de la época, los payasos de la tele cantando "Cómo me pica la nariz", un momento del "Un, Dos, Tres", los cinco de Parchís cantando y bailando, un adolescente jugando en un recreativo, un gol de España en un partido contra Malta, varias secuencias de series que mi padre me iba nombrando al oído –El coche fantástico, V, El Equipo A-, la voz de Félix Rodríguez de la Fuente, Pancho corriendo por la playa y gritando "Chanquete ha muerto", unos policías de uniforme marrón disparando desde un furgón, unos presos amotinados en el tejado de una cárcel, más policías marrones ahora repartiendo porrazos a un grupo de jóvenes, un barrio de chabolas con niños fumando, el amasijo de hierros de un autobús reventado por una bomba, un forense enumerando las torturas reconocibles en dos esqueletos que llamó Lasa y Zabala, más policías repartiendo porrazos y disparando botes de humo esta vez contra una barricada de neumáticos ardiendo, una secuencia de una película de quinquis, una comparecencia conjunta de Felipe González y Ronald Reagan, Tejero en la tribuna del Congreso, una batalla callejera entre guardias civiles y jóvenes con ikurriñas…
Ya no se oía ningún chispazo de peta-zetas
en el teatro, y sí el murmullo creciente de los espectadores, al que se
unió mi padre:
-No recordaba yo así la obra, no entiendo nada…
Yo sí empezaba a entender algo. Entendía al menos por qué me habían enviado las entradas, por qué querían que viniese.
Se
apagó la pantalla, y se encendió un cañón de luz. En el escenario
apareció Espinete. El erizo rosa. Hubo un "aaaaah" de alivio del
público, que en seguida se convirtió en un "ooooooh" cuando vimos el
estado en que se encontraba nuestro erizo. El disfraz estaba sucio y
raído, con varios costurones. Le faltaba un ojo.
-Tal vez lo rescataron del vertedero –propuse a mi anonadado padre, que como el resto del público había enmudecido.
-¿Cómo están ustedes? –preguntó Espinete con un hilo de voz ronca.
Como nadie contestó, insistió:
Como nadie contestó, insistió:
-¡Qué como están ustedes!
Se movía por el escenario arrastrando los pies, encorvado, como agotado.
-¿Alguien
tiene un mechero? –preguntó hacia las primeras filas. Hubo risitas, la
confianza en que quizás todo fuese una comedia. No demasiado nostálgica,
pero una comedia al fin.
Alguien le lanzó un mechero.
El erizo lo cogió, y se sentó en un rincón del escenario, se derrumbó
más bien. Habló con esfuerzo, tosiendo de vez en cuando:
-Hacía mucho que no os veía por el barrio… Ya no queda casi nadie de los de antes. Yo soy… un superviviente.
-No
me lo puedo creer –susurró mi padre al ver que Espinete ponía el
contenido de una bolsita en una pequeña cuchara, y luego la calentaba
con la llama del mechero.
-¡Se está haciendo un pico! –gritó alguien, consiguiendo algunas risas, pocas.
El erizo siguió a lo suyo, con el mechero y la cucharita, mientras hablaba:
-El de la panadería, cómo se llamaba…
-¡Chema! –contestó uno del público.
-Ese…
Chema… Acabó cerrando después de que los yonquis le atracasen por
tercera vez. Y Ana… La pobre Ana… Se prostituía para financiarse su
consumo. La encontraron desnuda y muerta en un descampado.
Ya
no se oía ninguna risita, ni siquiera nerviosa. Ante el espanto del
público, Espinete sacó una cinta elástica y se la enrolló en el brazo
rosado y peludo, sujetando un extremo con los dientes. La estiró bien y
la ató. Lo vimos coger una jeringuilla y acercar la aguja al contenido
de la cucharilla.
-Don Pimpón… Menudo cabrón, él fue quien trajo el caballo al barrio. Algunos dicen que era confidente de la policía.
A
nuestro alrededor, varios espectadores se levantaron y se marcharon,
protestando en voz alta. Pero la mayoría seguía sentada, casi todos
teléfono en alto, grabando el momento en que Espinete se clavaba la
aguja en el brazo y vaciaba la jeringuilla en sus venas. Mientras lo
hacía, canturreaba en voz cada vez más baja:
-Na-na-ná… Na-na-ná… Na-na-ná…
Hasta que dejó caer la cabeza sobre el pecho rosado, soltó un par de gemidos, y se desplomó en el escenario. Se apagó la luz.
Quedamos a oscuras, enmudecidos, no sé si más desconcertados o impresionados por lo visto.
Doy
por hecho que todos visteis los vídeos, que en seguida se viralizaron. Y
ya sabéis lo que pasó después: la policía llegó al teatro y liberó al
actor de "Espinete no existe", que estaba atado y amordazado en un
cuarto de baño. Al Espinete yonqui no lo encontraron.
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