El liderazgo y los cretinos
Publicada el 22/08/2019 /Infolibre
Afirmar que Matteo Salvini, Boris Johnson, Donald Trump o Marcos de Quinto, nuestra última aportación a la incompetencia ambiental, son idiotas, pese a que lo parezcan a menudo, sería un error. Se trata de personas que han reemplazado una parte de su inteligencia, que sin duda tienen en el coeficiente que sea, por las tripas y que, por algún motivo, no logran expresarse en toda la potencialidad de sus capacidades. En los cuatro casos escogidos –porque hay más– prima un narcisismo patológico. Salvini, Johnson, Trump son máquinas de egolina desmedida. Todo lo miden como un duelo personal, sea el Open Arms, el Brexit o los hispanos. Es “yo” contra el mundo que no me ama.
De Quinto, que aún debería escalar unas cuantas posiciones en un eventual Gobierno de España para soñar con ser uno de ellos, se ha lanzado al barro tuitero desde un lenguaje impropio de un diputado, y de alguien que ha logrado amasar una considerable fortuna. Es un error frecuente creer que el dinero y la formación producen un mayor civismo.
A mí, que no tengo un duro (traducción para millenials y generación Z: poco dinero), siempre me ha maravillado que gente sin atributos aparentes gane millones a espuertas. Puedo entenderlo en personas que inventan o fabrican cosas que mejoran la vida de los demás, avispados que crean una necesidad a la vez que desarrollan el producto que la satisface, inversores habilidosos que mueven grandes fondos o que ven una oportunidad de negocio donde los demás vemos un erial.
Incluso a la gente sin escrúpulos que juega con la vida de los demás, sea en el Primer o en el Tercer Mundo, sin importarle un comino su suerte y la de sus familias, les presupongo una maldad inteligente, no empática, que solo busca su bienestar.
Este tipo de personas suelen ser discretas e invisibles. Viajan en un mundo paralelo de aviones privados y se hospedan en mansiones y hoteles de tropecientas estrellas. Parten del principio de Juan de Médici, fundador de una dinastía de banqueros con enorme poder e influencia política y cultural en el Renacimiento: evitar la ostentación innecesaria. Hay excepciones, claro, tipos como Jeffrey Epstein que hicieron millones gracias a sus conexiones políticas y al manejo de redes de prostitución al servicio de algunos poderosos, y no por su talento constructor. Aquí practicamos la variante del capitalismo de amiguetes.
En política prima el ruido, el grito, la jactancia, aunque sea desde la necedad. Hablamos de una minoría porque existen otros políticos que con más o menos acierto pelean por mejorar la vida de sus conciudadanos. Por si hubiera dudas, no me refiero al caso de Isabel “La Católica” Díaz Ayuso y a su nuevo equipo de viejos colaboradores de Esperanza Aguirre. Por cierto, despídanse de la Sanidad Pública madrileña, al menos tal y como la conocemos.
Algo falla en el sistema cuando obtienen promoción y altavoz los que tienen menos que decir. Los medios de comunicación servimos a menudo de potenciadores de xenófobos y mentirosos, sin repreguntar, o enfrentarles a sus propias falsedades, dejando que queden en el aire mezcladas con los hechos comprobados. Necesitamos más periodistas cabrones, personas que entienden que debemos ser fiscales implacables, no palmeros.
La ciudadanía tampoco es inocente, que no nos eche toda la culpa a los periodistas y a los políticos. Un ciudadano responsable tendría que ser un defensor de los intereses de todos. Para eso necesitamos una sociedad civil fuerte, que sepa diferenciar el matón de puerto (Lampedusa, ya saben) del juez que protege el desembarco de los migrantes a bordo del barco Open Arms. Que sepa distinguir los que ahorran dinero público de los que lo roban. Que entienda que no cumplir las leyes, tener trato de favor en Avalmadrid o no pagar el IBI no es un asunto familiar, es corrupción.
Vivimos en un mundo en el que se ha impuesto la autocensura, un deber ser colectivo que merma la calidad de la conversación y de los liderazgos. La mayoría de los estudiantes teme decir lo que piensa para no ser excluidos de la conversación dominante, que es la que marcan las televisiones de opinión, y el anonimato en las redes sociales.
La revista The Economist señalaba en su edición de esta semana que lo que está en juego en las sociedades democráticas cada vez más polarizadas es el derecho a la libertad de expresión. Antes convendría recordar que es un derecho que no solo defiende nuestro libérrimo decir dentro de lo que marcan las leyes (antes de la Ley mordaza), sino la obligación de escuchar opiniones diferentes a la nuestra sin necesidad de disparar al contrario o insultarle (ojo De Quinto). Es algo que se educa en la escuela.
En los meses de verano, la prensa deportiva española suele ser una muestra exagerada de los problemas que tenemos los periodistas y nuestras empresas. Hay excepciones, dentro de los cuatro principales periódicos, y fuera: Líbero, Panenka y una web deliciosa llamada Ecos del balón.
No hay apenas informaciones contrastadas, ni fuentes. Todos los días venden una ilusión, o dos, y a menudo contradictorias entre sí. En las web de estos cuatro medios conviven durante horas o días las noticias desmentidas con las nuevas fantaseadas, y con otro tipo de entradas escandalosas para aumentar el tráfico. La profusión de mujeres en fotos más o menos picantes no resiste el más mínimo estándar periodístico.
Deberían andarse con cuidado en el mundo post MeToo. Son resabios que pertenecen a una España en blanco y negro como la que defienden Vox y sus aliados disfrazados de derecha. Es una forma de verlo. Otra, que son el reflejo exacto de lo que hay.
Deberíamos hablar más de los mejores, de la gente que se esfuerza, la que tiene un verdadero impacto en la mejora de la vida de sus vecinos. Somos un país con los héroes cambiados.
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