La pregunta no es si es mejor o peor que el antiguo. La pregunta es
quién ha sido. El Partido Popular estrena nuevo logo y repite el error
cometido ya tantas veces por otras empresas o instituciones que deciden cambiar algo que funcionaba –y a lo que nadie ponía pegas– por algo, sencillamente, mucho peor.
Uno de los ejemplos más sonados fue cuando a algún cráneo privilegiado
de Microsoft se le ocurrió ‘mejorar’ su sistema operativo Windows XP,
que funcionaba tan ricamente, por el malhadado Windows Vista, cuya vida
laboral fue justamente eso mismo, vista y no vista.
¿Por qué cambia el PP su buen logo de siempre por este pestiño cateto
que parece diseñado por el cuñado de algún mandamás del partido que
acabara de comprarse un Mc y estuviera haciendo probaturas? La pregunta,
en realidad, no tiene que ver con la política. Tiene más bien que ver
con el modo en que suelen funcionar las cosas en la política, pues no es
improbable que el origen de todo fuera que alguien convenció a alguien y
este alguien a otro alguien que a su vez convenció a Rajoy o a
quien en ese momento hiciera de Rajoy para que se cambiara el logo
porque representaba, ¡vade retro!, el pasado. En algún momento
del proceso, el propio presidente o su vicario en ese momento dio luz
verde, el resplandor se extendió en forma de pirámide esmeralda por toda
la organización y lo que muchisísimos pensaban que aquello era un
maldito error optaron por callarse tras constatar lo principal que hay
que constatar en estos casos: que al jefe le gustaba.
Muchas decisiones en política se toman de esa manera. No es que se
tomen más o menos de esa manera, no, sino que se toman exactamente de
esa manera. Es cierto que en política las cosas no pueden hacerse del
modo diametralmente contrario: a base de asambleas y más asambleas desde
abajo y cada vez más, pero entre ambos métodos sin duda hay un término
medio. El PP ha cambiado el logo con el mismo sistema de decisión con
que, con tanta y tan costosa temeridad, puso en circulación la versión
negacionista del 11-M: el jefe tomó la decisión; muchos pensaron que era un error pero optaron por el silencio protector.
Naturalmente, aquello del 11-M fue muy grave y esto del logo no lo es
en absoluto, pero lo interesante es que comparten un mismo formato de
toma de decisiones que, además, afecta a todos los partidos, incluso a
aquellos que nacieron bajo la solemne promesa de que jamás tomarían las
decisiones de esa manera. La tentación del despotismo es consustancial a
la política, lo cual no significa que no pueda combatirse eficazmente.
¿Por qué no se hace? Porque entonces el partido pierde eficacia, se
dice. Y es verdad que pierde eficacia. De hecho, pierde en eficacia exactamente el mismo volumen que gana en dignidad.
La pregunta, pues, de quién ha sido el autor intelectual del logo
tiene tan fácil respuesta como la tenía la quién fue el autor
intelectual de las mentiras del 11-M. Hasta los autores materiales saben
la respuesta.
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