El cardenal Cañizares
El cardenal Cañizares es coherente a la hora de expresarse de la forma en que lo hace. Es a las Cortes Generales y al Gobierno a los que hay que reprocharles que no sean tan coherentes a la hora de defender la aconfesionalidad del Estado
Las recientes
declaraciones del cardenal Cañizares, de las que doy por informados a
los lectores, han sido recibidas con críticas en diversos medios de
comunicación. Ayer mismo Rosa María Artal y Jesús Cintora le dedicaron sendos artículos, con cuyo contenido estoy de acuerdo, pero que, en mi opinión, no aciertan en el enfoque.
No
se le pueden pedir peras al olmo, por un lado, pero tampoco se puede
impedir, por otro, que el peral dé peras. Es lo que hacen el cardenal
Cañizares en particular y la Conferencia Episcopal en general, que
siempre está disponible para movilizar a sus seguidores contra la ley de
plazos, contra la ley del matrimonio entre ciudadanos o ciudadanas del
mismo sexo o a favor de la enseñanza concertada o del valor curricular
de la clase de religión, o de lo que sea.
Criticar a la Iglesia católica porque se comporte de esta
manera me parece una pérdida de tiempo. La crítica no llega a quienes
va dirigida, que muy probablemente ni se dignarán a leerla.
Pienso,
además, que la libertad de expresión ampara a los cardenales
exactamente igual que a los demás ciudadanos y, en consecuencia, tienen
todo el derecho del mundo a manifestar su opinión sobre cualquier tema
que entiendan que merece que sea oído.
Lo que echo de
menos es que las Cortes Generales y el Gobierno, en cuanto órganos
constitucionales a través de los cuales la sociedad se autodirige
democráticamente, sean tan coherentes a la hora de defender la
aconfesionalidad del Estado, como lo son los cardenales a la hora de
defender la doctrina católica. Lo que se debe exigir es que la Iglesia
católica defienda lo que estime pertinente, pero que el Estado haga lo
mismo.
No entiendo por qué se mantienen vigentes y no
han sido denunciados los Acuerdos con la Santa Sede, que fueron
negociados por un Gobierno preconstitucional, aunque fueran publicados
después de la entrada en vigor de la Constitución. Son acuerdos
materialmente preconstitucionales, aunque no lo sean formalmente. Se
negociaron con la convicción de que ningún Gobierno constitucional
podría haberlos negociado y, sobre todo, conseguido que fueran aprobados
por las Cortes una vez entrada en vigor la Constitución y celebradas
unas elecciones constitucionales. Entre otras razones, porque no tiene
fácil encaje en la Constitución.
Con los Acuerdos se
prolonga en cierta medida la posición que tenía la Iglesia católica bajo
el régimen del general Franco, muy alejada de la que suele tener en los
demás países europeos occidentales. En poner fin a esa posición
privilegiada de la Iglesia en un Estado democráticamente constituido es
en lo que hay que centrarse. Esta es la tarea de los órganos
constitucionales del Estado.
Que la Iglesia diga lo
que le parezca oportuno, pero que no se financie con el 0,7% que se
detrae de los ingresos del Estado en la declaración sobre la renta. Que
el Estado no pague a los profesores que dan clase de religión que son
nombrados libremente por los obispos. Que se acabe con el abuso de
inmatriculación de bienes a nombre de la Iglesia de manera fraudulenta y
un largo etcétera.
En definitiva, que los cardenales
tengan los mismos derechos que tienen los demás ciudadanos, pero que no
dispongan de los privilegios que carecen de justificación en una
sociedad democráticamente constituida.
No hay que
limitar la libertad de expresión de los cardenales, sino ubicarlos en el
lugar que les corresponde en un Estado democrático y, por tanto,
aconfesional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario