No quiero ser audiencia
Publicada el 29/12/2019
Infolibre
La ambulancia llega al hospital por la entrada de urgencias. El
accidente grave arroja a la orilla de la noche un cuerpo con una
fractura de cráneo, una oreja desgarrada, una costilla incrustada en un
pulmón, otras cinco rotas, la pierna derecha destrozada y la pérdida de
la mano izquierda. En un estado de extrema gravedad, los médicos reciben
al accidentado y a unos familiares que preguntan por el día en el que
podrán darle el alta, en plenas facultades, con todos los extremos en
perfecto estado. Preguntan por la cabeza, el pecho, los brazos y
las piernas, piden una solución para cada una de las desgracias. El
médico sugiere calma: lo primero que deben intentar es mantener
las constantes vitales. Vamos a tratar de estabilizarlo, dice, y empuja
la camilla por la luz trabajada de un pasillo que no se parece al
escenario de las soluciones, sino al túnel del tiempo. Y pide a los
familiares que se sienten en la sala de espera.
Hay situaciones graves que no requieren soluciones, sino estabilización, evolución, espera. Y no se trata de acomodarse en la parálisis, sino en dejar que las constantes vitales recobren su curso. En mi carta de buenos deseos para el 2020, miro a Cataluña, Puigdemont, Reino Unido, Johnson, Estados Unidos, Trump, Brasil, Bolsonaro, Italia, Salvini, Francia, Le Pen, otra vez a España, Abascal, y pido la estabilización de las constantes vitales de la democracia.
No es fácil, porque me doy cuenta de que poco a poco mi condición privada y pública de ciudadanía se ha ido borrando en el espacio amontonado de las audiencias. Soy audiencia, alguien convocado a recibir minuto a minuto, en actualidad candente, miles de catástrofes, descalificaciones, amenazas, lemas crispados, palabras adulteradas, mentiras, llamadas de atención y agitaciones momentáneas que desembocan al final en una fatigada indiferencia. La paradoja es digna de Unamuno, pero el resultado natural de la crispación es la indiferencia y el fin último de la prisa es la parálisis.
Parece que la vida amanece y que la realidad existe para que una legión infinita de tertulianos tengan mil asuntos sobre los que opinar, y exijan soluciones para el húmero y el riñón de la política, mientras el Estado pierde su autoridad y necesita respiración asistida en un quirófano que se va quedando sin botellas de oxígeno. La solución, digo, no será fácil, porque es pedir demasiado que las grandes fortunas que hacen su agosto con la desestabilización renuncien a convertir a los periodistas en los líderes de una audiencia de títeres y saltimbanquis. No se le puede pedir profesionalidad a nadie cuando el mundo laboral es un vaso de burbujas efervescentes en el que las vocaciones son una quimera frente a las urgencias de la precariedad.
¿Y yo? Una burbuja más. Consumo muchas noticias, pero siempre busco en las redes, en las ondas, las pantallas y las páginas aquellas voces que me dan la razón y me convierten en un fichado consumidor de mí mismo al servicio de intereses ajenos. Para vencer la fatiga, me quemo las manos con un esfuerzo de lucidez y me exijo paciencia y busco en mis melancolías una modesta disciplina de optimismo.
Como soy un mensajero más, no pienso en matar al mensajero. Procuro únicamente hacerme dueño de mis palabras. Sólo me atrevo a pedirle al año 2020 un deseo: quiero dejar de ser audiencia, quiero recordar lo que significan palabras como vocación y ciudadanía. No quiero que los médicos de urgencias de mi mundo se precipiten para dar noticias de soluciones rápidas que alimenten la actividad devoradora de periodistas y tertulianos. Quiero que al cuerpo accidentado del mundo se le permita recuperar sus constantes vitales. Más que soluciones, nuestra experiencia de carne y hueso necesita evoluciones positivas del enfermo.
Hay situaciones graves que no requieren soluciones, sino estabilización, evolución, espera. Y no se trata de acomodarse en la parálisis, sino en dejar que las constantes vitales recobren su curso. En mi carta de buenos deseos para el 2020, miro a Cataluña, Puigdemont, Reino Unido, Johnson, Estados Unidos, Trump, Brasil, Bolsonaro, Italia, Salvini, Francia, Le Pen, otra vez a España, Abascal, y pido la estabilización de las constantes vitales de la democracia.
No es fácil, porque me doy cuenta de que poco a poco mi condición privada y pública de ciudadanía se ha ido borrando en el espacio amontonado de las audiencias. Soy audiencia, alguien convocado a recibir minuto a minuto, en actualidad candente, miles de catástrofes, descalificaciones, amenazas, lemas crispados, palabras adulteradas, mentiras, llamadas de atención y agitaciones momentáneas que desembocan al final en una fatigada indiferencia. La paradoja es digna de Unamuno, pero el resultado natural de la crispación es la indiferencia y el fin último de la prisa es la parálisis.
Parece que la vida amanece y que la realidad existe para que una legión infinita de tertulianos tengan mil asuntos sobre los que opinar, y exijan soluciones para el húmero y el riñón de la política, mientras el Estado pierde su autoridad y necesita respiración asistida en un quirófano que se va quedando sin botellas de oxígeno. La solución, digo, no será fácil, porque es pedir demasiado que las grandes fortunas que hacen su agosto con la desestabilización renuncien a convertir a los periodistas en los líderes de una audiencia de títeres y saltimbanquis. No se le puede pedir profesionalidad a nadie cuando el mundo laboral es un vaso de burbujas efervescentes en el que las vocaciones son una quimera frente a las urgencias de la precariedad.
¿Y yo? Una burbuja más. Consumo muchas noticias, pero siempre busco en las redes, en las ondas, las pantallas y las páginas aquellas voces que me dan la razón y me convierten en un fichado consumidor de mí mismo al servicio de intereses ajenos. Para vencer la fatiga, me quemo las manos con un esfuerzo de lucidez y me exijo paciencia y busco en mis melancolías una modesta disciplina de optimismo.
Como soy un mensajero más, no pienso en matar al mensajero. Procuro únicamente hacerme dueño de mis palabras. Sólo me atrevo a pedirle al año 2020 un deseo: quiero dejar de ser audiencia, quiero recordar lo que significan palabras como vocación y ciudadanía. No quiero que los médicos de urgencias de mi mundo se precipiten para dar noticias de soluciones rápidas que alimenten la actividad devoradora de periodistas y tertulianos. Quiero que al cuerpo accidentado del mundo se le permita recuperar sus constantes vitales. Más que soluciones, nuestra experiencia de carne y hueso necesita evoluciones positivas del enfermo.
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