Pocas luces
¿Qué ciudad ganará la competición por el alumbrado navideño más impresionante, con más bombillas, con más potencia lumínica?
"¡Diez, nueve, ocho…!"
El
alcalde empezó la cuenta atrás, micrófono en mano, y claro que nos
unimos todos a gritos, la plaza entera descontando números, cuarenta mil
personas según el ayuntamiento, seis mil según la policía. Si estábamos
en la plaza aquellos cuarenta mil o seis mil, era porque queríamos ver
el nuevo alumbrado, la esperada Segunda Fase, averiguar cuál era la
sorpresa, cuántos de los rumores de la última semana se confirmaban. Si
cuarenta mil o seis mil vecinos habíamos acudido a la convocatoria, si
llevábamos dos horas pasando frío y cantando villancicos y bailando al
ritmo del grupo de versiones que amenizó la espera, y si ahora
coreábamos con el alcalde el diez, el nueve, el ocho, era evidentemente
porque no compartíamos las críticas de algunos, no habíamos secundado el
llamamiento en redes sociales a protestar, y hasta habíamos abucheado a
los cuatro o cinco pesados que, minutos antes de la hora anunciada,
saltaron al escenario y desplegaron una pancarta que decía "Navidad sin
despilfarro".
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"¡Siete, seis…!"
¿Despilfarro?
¿Qué despilfarro? El alcalde lo había explicado varias veces durante la
semana: el alumbrado navideño, el ya instalado, había atraído a miles
de turistas desde que se encendió a primeros de mes, los comerciantes
del centro esperaban un aumento de ventas, los hoteles y restaurantes se
llenaron durante el puente de diciembre, la ciudad recibía atención de
medios de todo el planeta, no podía haber dinero mejor invertido. Por
algo sería que cada vez más ciudades se lanzaban a "la guerra de las
luces", la competición anual por ver quién colocaba más bombillas y con
los diseños más originales.
Por eso la Segunda Fase,
que ahora inauguraba el alcalde: para recuperar el liderato, porque
desde que a finales de noviembre encendimos nuestro alumbrado, otras
ciudades se habían empeñado en superarnos, añadiendo aunque fuese una
bombilla más, una noria unos metros más alta, un mapping más
sofisticado, un famoso con más tirón el día del encendido. "No nos
quedaremos atrás", anunció el alcalde a mediados de diciembre: "Esos que
presumen de luces, en realidad, tienen muy pocas luces, no se dan
cuenta de que nosotros competimos en otra liga: con Nueva York, París o
Tokio, en la Champions de las luces navideñas. Pero si quieren guerra,
la tendrán". Y remató con una cómica imitación de los Hermanos Marx:
"¡Traed más luces, que es la guerra!", que ninguno de los periodistas
becarios presentes en la rueda de prensa entendió.
Y
vaya si trajeron más luces: la Segunda Fase incluía otros cuatro
millones de bombillas para sumar a las ya instaladas –lámparas LED,
subrayó el alcalde, para acallar a los ecologistas–; además de una
segunda noria panorámica, un bosque de árboles navideños, un laberinto
de neones y otras sorpresas que se desvelarían a las siete de la tarde
del veinticuatro de diciembre, al encender la Segunda Fase del
alumbrado.
Entre las incógnitas, la gigantesca
estructura que contemplábamos en el centro de la plaza, cuya forma nos
entreteníamos en esclarecer a la espera de que su iluminación la
desvelase.
"Yo creo que es una Torre Eiffel".
"Qué dices, parece un Papá Noel colosal".
"Yo creo que podremos subir, eso parecen escaleras".
****
"¡Cinco, cuatro…!"
Las
críticas no se hicieron esperar, claro. Los habituales gruñones, los
que ya en años anteriores vieron mal el gasto en decoración navideña, y
que este año protestaron al conocer el aumento de presupuesto,
estallaron tras el anuncio de la Segunda Fase. Acusaron al alcalde de
megalomanía, y de desviar recursos habiendo tantas necesidades. Dijeron
que con lo que costaban las luces se podía pagar la factura de
electricidad anual de no sé cuántos cientos de hogares e hicieron un
rato demagogia hablando de la pobreza energética, las familias que no
pueden encender la calefacción, o que les cortan la luz por impago.
Y
no es que los cuarenta mil o seis mil que acudimos a la inauguración
seamos insensibles a esos problemas, claro que no. Pero lo mismo
podríamos decir de otros gastos navideños, que seguro que esos que tanto
critican luego van y ponen en su casa el arbolito, las luces del
balcón, y por supuesto compran regalos y langostinos habiendo tantas
familias necesitadas. Que si nos ponemos demagogos, nos ponemos todos.
Por
más pesados que fueron, sus críticas tuvieron poco eco. La mayoría de
vecinos recibimos con agrado el anuncio de la Segunda Fase, sobre todo
cuando supimos que no se limitaría al centro de la ciudad: el alumbrado
especial se extendería por todos los barrios, muy especialmente en
aquellos más humildes, más desatendidos, y que ahora también serían
protagonistas: en todas las plazas y calles principales habría réplicas,
a menor escala, del instalado en el centro, incluidas pequeñas norias,
mappings y laberintos de luz, que se encenderían a la misma hora, las
siete de la tarde del veinticuatro de diciembre, Nochebuena, en el
momento en que el alcalde apretase el botón.
****
"¡Tres!"
El
alcalde acercó la mano al enorme botón azul que habían colocado en el
escenario, un calambre de excitación cruzó la plaza de un extremo a
otro.
"¡Dos!
Por fin íbamos a saber
cuáles de los muchos rumores eran ciertos: que había contratado al Circo
del Sol, que un conocido director de cine había preparado un
espectáculo comparable a la inauguración de unos Juegos Olímpicos, que
un mago haría desaparecer el ayuntamiento con un impresionante efecto
óptico, que una gran bola navideña descendería del cielo y de ella
saldría el capitán de nuestro equipo de fútbol, o una presentadora
televisiva, o un actor que triunfa en Hollywood, o un miembro de la
Familia Real, o los protagonistas de una conocida serie, o todos los
citados a la vez, que los rumores fueron a más según se acercaba la
fecha.
"¡Uno!"
Todos levantamos un
brazo, en la mano el móvil con la cámara activa para captar en vídeo el
momento en que por fin se encendería la Segunda Fase, cuarenta mil o
seis mil móviles grabando el mismo momento en cuarenta mil o seis mil
vídeos idénticos que pronto recorrerían las redes sociales.
"¡Cero!"
Y apretó el botón con un manotazo.
Pero
no se encendió nada. Ni la gran estructura del centro de la plaza. Ni
la segunda noria. Ni el bosque, ni el laberinto. Ni sus réplicas en los
barrios. Ni los cuatro millones de nuevas luces LED.
No
se encendió nada. Ni siquiera los diez millones de bombillas que ya
lucían en la primera fase. Ni una sola bombilla alumbró la noche de la
ciudad: no solo no se activó el alumbrado navideño, sino que se apagaron
todas las demás luces. Todas: farolas, fachadas monumentales, comercios
y nuestras casas. Apagón total. El alcalde pulsó el botón, y la ciudad
se fue a negro.
Al principio, claro, pensamos que era
parte del espectáculo. Una genialidad: apagar la ciudad entera, para que
así brillase más aún el alumbrado navideño. La primera reacción fue
positiva: gritamos, aplaudimos, silbamos, iluminados por los pequeños
rectángulos blancos de las pantallas de cuarenta mil o seis mil móviles
que seguían en alto, grabando la oscuridad total en vez del esperado
estallido lumínico.
Como pasaban los segundos, y en seguida los minutos, y no se encendía nada, empezamos a mosquearnos. Nadie sabía nada, el alcalde gritaba desde el escenario pero no le entendíamos, con el micrófono también apagado. A nuestros teléfonos llegaban mensajes de familiares y amigos que desde los barrios nos confirmaban que también ellos estaban a oscuras. Y en las redes empezaba a hablarse de chapuza, pero también de sabotaje. Esta última fue la primera palabra que pronunció el alcalde cuando quince minutos después volvió la luz a la plaza:
Como pasaban los segundos, y en seguida los minutos, y no se encendía nada, empezamos a mosquearnos. Nadie sabía nada, el alcalde gritaba desde el escenario pero no le entendíamos, con el micrófono también apagado. A nuestros teléfonos llegaban mensajes de familiares y amigos que desde los barrios nos confirmaban que también ellos estaban a oscuras. Y en las redes empezaba a hablarse de chapuza, pero también de sabotaje. Esta última fue la primera palabra que pronunció el alcalde cuando quince minutos después volvió la luz a la plaza:
"Un sabotaje. Eso me acaban de decir desde la policía municipal, queridos vecinos: ha sido un sabotaje".
La
primera versión, que en seguida recogieron los medios, fue esa: alguien
había saboteado el nuevo alumbrado navideño. Y además tenían pruebas:
la policía había descubierto, en varias calles de barrios periféricos,
unos cables caseros que alguien había conectado al alumbrado navideño.
Todavía no había mucha información, no se sabía qué tipo de aparatos
habían enchufado mediante rudimentarios empalmes, pero la intención era
clara: querían provocar una sobrecarga en la red, un exceso de demanda
eléctrica que colapsase las centrales suministradoras. Un cortocircuito.
Y lo habían conseguido: en cuanto el alcalde conectó el nuevo
alumbrado, el aumento de potencia saturó el sistema y se apagó la luz.
"No
os preocupéis, que ya lo hemos resuelto", anunció nuestro primer
gobernante para evitar que nos marchásemos. "Los enemigos de la Navidad
no se saldrán con la suya. Vamos a demostrárselo. ¡Allá vamos otra vez,
seguidme!"
Acercó de nuevo la mano al botón, y reanudó la cuenta atrás, y nosotros con él:
"Diez, nueve, ocho, siete, seis…"
"Diez, nueve, ocho, siete, seis…"
Volvimos a levantar los teléfonos, cámaras preparadas, y dos o tres televisiones estatales conectadas en directo.
"Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Cero!"
"Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Cero!"
Y se fue otra vez la luz. De toda la ciudad.
Parte
de los cuarenta mil o seis mil se lo tomó a cachondeo; pero otra parte
empezaba a impacientarse. Eran casi las siete y media, todos queríamos
llegar a casa para la cena de Nochebuena, que además se veía amenazada
por el apagón: hornos interrumpidos a medio asar la carne, neveras que
no enfriarían las bebidas con las que queríamos brindar, gente sin
duchar, vestir o maquillar y buscando velas en algún cajón.
El
segundo apagón duró más que el primero. Algunos nos quedamos en la
plaza, porque con la ciudad a oscuras no confiábamos en poder sacar el
coche del parking, o que el transporte público circulase para llegar a
nuestros barrios. Otros, por curiosidad, por ver cómo acababa aquella
historia; o por protestar, que los abucheos iban a más. Muchos sí
salieron de la plaza, iluminando el suelo con las linternas de sus
móviles, y se perdieron por las avenidas próximas, oscurecidas como no
se había visto en décadas, en siglos decían algunos, desde los tiempos
anteriores al alumbrado público, cuando la gente se encerraba en casa al
ponerse el sol por miedo a las peligrosas calles oscuras. En la plaza,
algunos levantamos la cabeza para mirar las estrellas, de pronto
presentes, la Vía Láctea espumeando como nunca la habíamos visto,
señalábamos puntos brillantes que no sabíamos nombrar, hacíamos fotos
imposibles al cielo sin contaminación lumínica.
A las
ocho y media, el alcalde retomó el micrófono, una vez restablecido el
suministro, la plaza ya con poco más de tres mil o quizás apenas
quinientos vecinos. Insistió en el sabotaje y, furioso, acusó
directamente a quienes más habían protestado por el despilfarro de
luces: la oposición política, los ecologistas; hasta insinuó que entre
los saboteadores podía haber gente de otras ciudades, esas que querían
guerra, y que "quizás nos hacen guerra sucia".
"Pero
no podrán con nosotros, no ganarán. La policía municipal ha encontrado
nuevos cables enganchados a instalaciones navideñas, en distintos puntos
de la ciudad. Esto no es cosa de dos o tres resentidos: hablamos de un
grupo numeroso, organizado, una banda, con preparación para manipular
cables, capaces de colapsar todo el sistema eléctrico de una ciudad. Los
voy a llamar por su nombre: ¡son terroristas! Terroristas de la
Navidad, quieren asustarnos, quieren que no celebremos, ¡pero no podrán
con nosotros!"
Dicho lo cual, apretó por tercera vez
el botón, ahora ya sin cuenta atrás ni tonterías, de un puñetazo que
hundió el interruptor en el panel metálico.
No nos
sorprendió el nuevo apagón. Ni siquiera protestamos, preferimos
retirarnos en silencio, regresar a pie y a tientas a nuestros barrios,
para ver si podíamos salvar la cena, aunque fuesen platos fríos a la luz
de las velas.
"Y encima nos perdemos el discurso del Rey", dijo algún gracioso, inidentificable a oscuras.
De
camino a casa, leímos las noticias que ya circulaban a esa hora: en
efecto, había por toda la ciudad cables enganchados al alumbrado
navideño, empalmes caseros, en algunos barrios se contaban por decenas
en una misma instalación. Siguiendo algunos de esos cables, los técnicos
de la compañía habían llegado a domicilios particulares: familias que
habían decidido enganchar la electricidad de su hogar al alumbrado
navideño.
La policía sospechaba que se trataba de una
acción coordinada, pues alguien les había ayudado en una acción que
requería unos mínimos conocimientos de electricista; pero sobre todo
porque, al ser descubiertas, todas las familias dieron a la policía la
misma explicación, repitiéndola casi palabra por palabra: llevaban mucho
tiempo sin poder encender la calefacción, debían limitar a lo más
básico el consumo de luz, algunos directamente habían sufrido cortes de
suministro por no pagar los últimos recibos. Y siendo una fecha tan
especial, todos querían celebrar la Nochebuena con los suyos sin pasar
frío, cocinar en el horno, incluso encender el arbolito ("de luces LED,
señor agente") sin pensar en la próxima factura, aunque fuese por una
noche. "Feliz Navidad".
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