¡Agua...!
La ceremonia de la confusión a la que hemos asistido estos días es
muy propia de palmeros y muy poco de periodistas de raza y bien formados
con una base firme y válida más allá de cuáles sean los sentimientos
políticos o las adscripciones profesionales de cada cual

T1 M4... Sánchez...
¡Agua! Varias generaciones de periodistas de casi todos los países han
crecido y han vivido bajo la sombra del Caso Watergate. "Puerta del
Agua" se llamaba aquel edificio del que salieron unos papeles robados
que revolucionaron la política norteamericana en los años 70 y se
convirtieron en el emblema de cómo la función de control de la prensa
podía llegar a derribar hasta las más altas murallas en una democracia y
agua es lo que hacen ahora muchos. El Watergate constituyó la
sacralización de la idea del Cuarto Poder, ignoto para Montesquieu, que
se convertía en las modernas democracias en un añadido que reforzaba los
equilibrios y el control. Tanto que los equipos políticos profesionales
se cubrieron de los llamados técnicamente gatekeepers
que luchaban para proteger la portería de sus señoritos y para intentar
desviar los tiros a puerta de aquellos que intentaba, con mejores o
peores artes, colar un gol definitivo al poder.
Este equilibrio se ha basado en unas normas conocidas, adquiridas y
suscritas por los aspirantes a chutar a gol que, fueran de la ideología
que fueran y quisieran apoyar al equipo que apoyaran, estaban
conformados de una pasta intelectual que admitía que para pasarle
factura a un político y forzar su dimisión había que tener un caso que
apuntara a una línea de flotación real -su credibilidad, su coherencia,
la honestidad, la mentira, la corrupción- y que se contaba con las
pruebas fehacientes que según el método empírico científico acreditaran
sin lugar a dudas que tal falta se había producido. Eso ha sido así
durante todo el siglo pasado y las reglas de este juego del equilibrio
de poderes y de la forma de voltearlo han sido pasadas y obtenidas de
generación en generación sin grandes problemas más allá de las
especulaciones intelectuales sobre dónde andaban los grises, sobre los
matices de la operativa y sobre las líneas de fricción. Ninguna
divergencia importante, aunque sí interesante. Puedo asegurarles que en
toda universidad nos transmitieron a todos los periodistas los mismos
conceptos sobre la verdad, la objetividad, la comprobación de datos, la
aportación y protección de fuentes... Mentirá quien les diga que no, al
menos antes de que llegara la verdad líquida e instrumental a nuestras
vidas.
De no haber sido así, de no haber existido una noción
clara de cómo eran las cosas y de cómo había que controlarlas, no
hubiéramos tenido tantas hordas de frustrados. Quiero decir que sabido
es que ha habido enormes periodistas en este país que se han perdido por
el ansia loca de tener su propio Watergate, de hacer caer a un
presidente, que fuera su talento profesional el que se llevara por
delante el máximo trofeo. Hasta esos que pisaron la cara oscura de la
luna, nunca negaron que se trataba de tener sobre la mesa ese caso y esa
investigación y esas pruebas y ese bagaje intelectualmente necesario
para que al poder sólo le quedara bajar la cabeza y salir por la puerta
falsa. No lo consiguieron porque no era tan fácil, aunque a veces la
bajeza de los gobernantes así lo hubiera exigido. No era sencillo
obtener las informaciones y las pruebas y que estas fueran mostradas y
adveradas en público en un momento en el que la opinión pública o las
instituciones las utilizaran como palanca para desalojar del poder al
indeseable. Y miren que no niego que el descubrimiento de la creación y
el sostenimiento del GAL debería haber bastado en una democracia, pero,
que quieren, fallaron algunas premisas de cómo funciona el control
informal y no institucional del Cuarto Poder aunque luego se cobraran la
pieza las urnas.
No es tan fácil tener tu Watergate y
muchos lo pagaron con la deriva posterior incluso de su credibilidad
profesional o de sus propios fantasmas. No es tan fácil.
Esas normas básicas profesionales escritas y bien escritas, acreditadas
por expertos, estudiadas y repasadas por miles de estudiantes que luego
fueron y fuimos periodistas en los países occidentales eran comunes
desde Columbia a Navarra pasando por la Complutense hasta que llegó la
sopa de guisantes en la que la realidad se hace grumos y los saberes se
convierten en circunstanciales e interesados misiles para librar una
guerra utilitarista y de bandería en la que algunos son capaces de
olvidar todo principio de racionalidad y cualquier cosa sobre decencia y
Periodismo que algún día aprehendieran.
¡Sánchez...
agua! Porque para poder gritar ¡hundido!, o ponerse la medalla del
periodismo de investigación que nos redime del abuso del poder, hay que
seguir todas las pautas del periodismo de calidad que están pensadas
para asegurar que el resultado es producto de un sano control
democrático y no de una racia partidista. Sucede que esos estándares se
han producido con las informaciones de este diario, que pusieron en
jaque a Cifuentes y Montón, e incluso con las de otros medios que
remataron la faena, porque una vez sobre la mesa el escándalo, nadie
puede evitar ni quiere una especie de economía colaborativa de la
decencia periodística para poner contra las cuerdas al culpable. No
sucedió eso con el vídeo de las cremas de Cifuentes. Eso es otra mierda
que nada tiene que ver con lo que les digo y creo que ya lo escribí en
su día.
La ceremonia de la confusión a la que hemos
asistido estos días es muy propia de palmeros y muy poco de periodistas
de raza y bien formados con una base firme y válida más allá de cuáles
sean los sentimientos políticos o las adscripciones profesionales de
cada cual. Una de las cosas que precisamente más me ha estremecido es
que en la cúpula del medio que ha traspasado todas las normas del buen
ejercicio del periodismo haya una persona que se formó junto a mí y con
los mismos profesores que aquel del que melancólicamente les hablaba
como el hombre que buscó su Watergate sin éxito. Esos principios no son
principios de partido ni de oportunidad política ni de ideología ni
siquiera de convicciones. Baste decirles que muchos de nosotros los
adquirimos en unas aulas absolutamente confesionales, lo que no las
hacía menos excelentes a la hora de transmitir las bases de este oficio.
Esto último me ha resultado especialmente pasmoso y hasta doloroso
porque cuando uno sabe de la inteligencia y la preparación intelectual
de alguien y le ve actuar de forma contraria a ambas, sólo puede colegir
en su magín que otras poderosas fuerzas, no tan altas ni tan limpias,
le han podido llevar a comportarse así. Todo eso si exceptuamos la
posibilidad de que su voz se desgañitara para evitar este harakiri
periodístico y de credibilidad y que nadie le escuchara, que una mente
abierta no debe descartar ningún escenario, aunque lo vea improbable.
No, no hay material para hundir a un presidente en las mal llamadas
investigaciones sobre la tesis de Sánchez. Igual que les dije en mi
columna del jueves que lo de Montón era insostenible, les digo ahora que
tener una tesis doctoral más o menos brillante no es cuestión que ponga
en jaque a nadie ni siquiera dentro de la Universidad, cuanto menos a
un político. Al César lo que es del César y a Sánchez lo que es de
Sánchez. Aquí el problema está en el chiringuito académico montado por
Álvarez-Conde que campó a sus anchas sin el control de un rector que fue
aupado como magistrado del Tribunal Constitucional por el PP y que,
según dicen, incluso aspira a presidir el órgano constitucional. Hemos
comprobado, gracias al periodismo, que en este chiringuito algunos
políticos -Cifuentes, Casado y Montón que sepamos- obtuvieron trato de
favor y sobre ello hemos fundado algunos nuestras exigencias éticas. La
cuestión penal resulta incluso ajena a este planteamiento -aunque lo
refuerce- porque nadie pensó en esperar a dilucidar si Nixon había o no
delinquido para cobrarse la pieza por su ignominia.
En aquella Universidad de la que les hablo, y en las otras, nos dejaron
meridianamente claro cómo iba esto de la verdad y el periodismo y cómo
se arbitraba la función de control del poder por parte de la prensa. Eso
me permite decir que los que lo mal utilizan lo hacen a sabiendas de lo
que están haciendo. La probidad intelectual que todos ensayamos en las
aulas y la deontología que nos enseñaron académicamente personas con
vivencias muy duras debería servir para impedir estas afrentas.
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