viernes, 21 de octubre de 2016

El periodismo según Camus


(Infolibre)

 

La faceta de Albert Camus como escritor, ensayista, novelista y dramaturgo es ampliamente conocida en España. Pero no tanto su trabajo de reportero. Con la intención de recuperar y poner en valor esta labor del autor francés se publica Albert Camus, periodista, una obra de la doctora en Ciencias de la Información María Santos-Sainz, financiada mediante crowdfunding gracias a la editorial Libros.com.

Albert Camus, periodista
El libro repasa el recorrido de Camus desde sus comienzos en Argel hasta los editoriales a favor de la democracia y la paz, que la autora desgrana con detalle. Además, la obra incluye un artículo inédito, que fue censurado el 25 de noviembre de 1939 en el diario Le Soir Républicain.

A continuación publicamos el prólogo de Albert Camus, periodista, escrito por Edwy Plenel, director de Mediapart, el periódico digital francés que es socio editorial y accionista de infoLibre. Tanto Plenel como el director editorial de este periódico, Jesús Maraña, estarán en la presentación del libro, junto a la propia autora, María Santos-Sainz, y el director de El Mundo, Pedro García Cuartango. El acto se celebrará el miércoles 26 de octubre, a las 20 horas, en la Fundación Diario Madrid (c/Larra 14), con entrada libre hasta completar aforo.

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Era un 10 de diciembre de 1957, en Estocolmo, durante la ceremonia de entrega de los Premios Nobel. Laureado con uno de los más prestigiosos de ellos, el Premio de Literatura, Albert Camus pronuncia, según la tradición, un discurso de agradecimiento al final del banquete oficial. En él remarca: «Sin duda, cada generación se considera a sí misma destinada a rehacer el mundo. Sin embargo, la mía sabe que no lo hará. Aunque su tarea quizás sea aún más ardua. Consiste en evitar que el mundo se deshaga».

En el contexto de la época, el de la Guerra Fría, las luchas anticoloniales, los imperialismos y las independencias, las dictaduras incluso en la misma Europa, el comunismo militante y la rebelión de los jóvenes, en suma, la época de las emancipaciones y la resistencia, sus palabras podían parecer tímidas, como de reserva o retaguardia. No obstante, leídas hoy, con una distancia de casi sesenta años, parecen más actuales que nunca. Y, lejos de ser una invitación a la prudencia o a la indiferencia, suenan como una llamada al compromiso.

No al compromiso cerrado y militante de los que quisieran doblegar la realidad a su dogma, ese compromiso ciego de los que, por considerar su visión política la única válida, se creen también con la certeza de decir la verdad. Camus invita a un compromiso más esencial: un compromiso existencial, el de nuestra condición de hombres y mujeres libres. Nuestra libertad nos pide y exige responsabilidad. Somos deudores del mundo, y sobre todo de su sentido. De su comprensión, y por tanto de su cohesión. De su razón, contra la sinrazón que la arruina.

Ir al encuentro de nuestra libertad no es añadir al desorden del mundo el desconcierto de los miedos y la excitación de los odios, ese velo de opacidad e ignorancia que alimenta nuestro desarraigo y acentúa nuestro malestar. Es, por el contrario, intentar comprender, exigir saber y afrontar la verdad, aunque sea esta incómoda o dolorosa. Para ser realmente libres en nuestras elecciones y autónomos en nuestras decisiones, necesitamos ver con claridad. Si no, no seremos más que juguetes de nuestras ilusiones, dirigidos por la catástrofe que acompañan y precipitan.

Este Albert Camus, periodista es, por tanto, más que una monografía rigurosa, precisa y documentada. Demostrando que la actividad de periodista del escritor fue el principal terreno de ejercicio práctico de este compromiso, con la verdad en primer lugar, María Santos-Sainz lanza una llamada de alarma. Su ensayo es una invitación a que el periodismo se levante y reencuentre la altura y la grandeza, a que rechace la facilidad y combata las corrupciones que lo minan y desacreditan.

Comenzando con las primeras investigaciones de Alger Républicain, y yendo hasta las últimas crónicas de L'Express, su libro nos permite ver las diversas facetas de una obstinada fidelidad a la promesa anunciada en los primeros editoriales de Combat durante la Liberación de París en el verano de 1944, cuyos héroes fueron también los combatientes republicanos españoles de la División Leclerc, como me gusta recordar. «Nuestro deseo», escribe Camus el 31 de agosto de 1944, «tan intenso que a menudo era acallado, consistía en liberar los periódicos del dinero y darles un tono y una verdad que dieran al público lo mejor de sí mismo. En aquel momento pensábamos que un país vale lo que vale su prensa. Y si es cierto que los periódicos son la voz de una nación, estábamos decididos, por nuestra parte, por muy frágil que fuera, a alzar este país elevando su lenguaje».

Este objetivo no ha envejecido un ápice, y el gran mérito de María Santos-Sainz es el de devolverle toda su actualidad, y su urgencia. Su libro es un manual de resistencia para periodistas (y ciudadanos, pues uno no va sin el otro) en estos tiempos tan mediáticos en los que el oficio está amenazado y la profesión desestabilizada. Nos invita a aprender de Camus para recuperar el valor y la dignidad, bajo la exigencia del derecho a saber del público y la preocupación de nuestra responsabilidad ante los ciudadanos. Cuando el entretenimiento gangrena la información, cuando la concentración arruina el pluralismo, cuando la propaganda mata a la verdad, el periodismo sólo puede entrar en resistencia, o renegar de sus posiciones. Sencillamente por deber profesional. Sin pretensión ni gloria, nada más que por la necesidad existencial.

Leyendo el ensayo de María Santos-Sainz, no he parado de pensar en las advertencias de la filósofa Hannah Arendt en Verdad y política, ese texto de 1967 que considero el verdadero manifiesto filosófico de nuestro oficio común. Sin los periodistas, confiaba, «no encontraríamos nuestro lugar en un mundo de cambio constante y, en el sentido más literal, no sabríamos nunca dónde estamos». Estamos en el reencuentro con ese mundo deshecho que evocaba Camus desde 1957, desorientado y extraviado, privado de referencias.

Pero, añadía Arendt, ese ideal democrático sólo vale si los llamados periodistas son los servidores escrupulosos de las «verdades políticamente más importantes», es decir, las verdades de hecho, y no los adeptos oportunistas de las pasiones de la opinión. «La libertad de opinión es una farsa si la información sobre los hechos no se garantiza y si no son los mismos hechos los que están en el centro del debate», proclamaba la filósofa antes de enunciar esta observación: «La historia contemporánea está plagada de ejemplos en los que los que enuncian la verdad de los hechos han pasado por ser más peligrosos, e incluso más hostiles, que los mismos opositores». Observación ampliamente verificada hoy día, en nuestros tiempos de comunicación a base de noticias inmediatas, sin fronteras ni plazos, con la suerte funesta reservada a tantos lanzadores de alertas —Julian Assange, Chelsea Manning o Edward Snowden, por citar nada más que los más conocidos mundialmente—, héroes de un derecho universal a la información contra los secretos ilícitos del poder estatal o el financiero.

Arendt y Camus formaban parte de una generación brutalmente espoleada por las tragedias vividas —crímenes, guerras, masacres, etc. El pensamiento de ambos sobresalía con la lucidez expresada por David Rousset, a su vuelta del universo concentracional, en 1946: «Los hombres normales no saben que todo es posible». Todo es posible, incluso lo peor del ser humano, la negación de su propia humanidad. Lo vemos, desgraciadamente, cuando se celebran delante de nuestros ojos, a escala mundial desde 2001, «las bodas sangrientas del terrorismo y la represión».

Esas palabras que podrían ser de hoy son del pasado. Son las de Camus durante la Guerra de Argelia, que no sentía ninguna indulgencia por el terrorismo, esa forma de lucha que deja «de ser un instrumento controlado por una política para convertirse en el arma loca de un odio elemental». Pero, al haber visto inmediatamente en la devastación atómica de la ciudad de Hiroshima ese momento en el que «la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo» (Combat del 8 de agosto de 1945), percibía ese cambio sin vuelta atrás —hacia la tortura banalizada, las prisiones secretas, el estado de excepción, las libertades fundamentales apisonadas— en las que «cada cual se siente autorizado por el crimen del otro para avanzar aún más».

Y ante ello, ¿cómo olvidar que, en nuestros días, esta política del miedo, que juega con el pánico creado por el terrorismo para anular al pueblo y debilitar la democracia, sea negada por una mentira de Estado convertida en mentira mediática, antes de difundirse con diversas galas neoconservadoras más allá de los Estados Unidos de América? ¿Cómo olvidar que incluso la prensa norteamericana de supuesta calidad se haya creído la fábula del vínculo entre Al Qaeda y el Irak de Saddam Hussein, las patrañas sobre las armas de destrucción masiva, la agenda ideológica de la administración de Bush que no tenía ningún vínculo, ni el más ínfimo, con la realidad concreta? En pocas palabras, ¿cómo olvidar que, entonces, la asfixia de las verdades de los hechos haya permitido una aventura ilegal y asesina, una invasión y destrucción de Irak cuyos escombros han servido de cuna al autoproclamado Estado Islámico, ese nuevo monstruo totalitario que suscita, por su parte, nuevas guerras de civilizaciones, nuevas estrategias de choque, nuevos enlaces bárbaros del terrorismo y su represión, Yihad contra Cruzada, y la inversa?

Bajo el riesgo de disgustar, siempre y en todos los campos, Camus rechazó las medias verdades consoladoras que sólo entrevén lo que conviene a los prejuicios dominantes. Igual que el fin no puede justificar los medios, ninguna causa justa puede acomodarse a la injusticia de una mentira, aunque fuera por omisión. En ese instante, esa actitud de independencia aísla, suscita malentendidos o genera rupturas y odios —la vida de Camus, libertario inclasificable, lo testimonia ampliamente. Pero, a la larga, salva las vigilancias infatigables que sabrán aprovechar las generaciones siguientes.

Este Albert Camus, periodista, exhumado y revisitado por María Santos-Sainz, es la prueba necesaria de ello. Porque en nuestros tiempos de incertidumbre, en los que lo improbable de los sucesos se mezcla con lo probable de la catástrofe, el periodismo se arriesga de nuevo a ponerse a prueba, a someterse a los reclutamientos de la propaganda, obstruido por el peso de los intereses, sometido a las trampas de las ofensivas cruzadas del dinero y el poder. El antídoto está en este preciado libro, en el periodismo crítico que nos invita a practicar siguiendo las huellas de Camus.

Supone, advirtiéndonos ya, «un profundo cuestionamiento del periodismo por los mismos periodistas». Dicho de otra forma, una reflexión sobre el sentido del oficio, sobre la responsabilidad de su profesión. «¿Qué es un periodista?», preguntaba Camus en el mismo editorial de Combat del 1 de septiembre de 1944. «Es un hombre al que, como mínimo, se le exige tener ideas». No sin una ironía discreta, esta respuesta significaría: un hombre que se interroga sobre el significado de su trabajo. Que se preocupa, que se cuestiona, que siempre duda, y todo ello porque sabe la importancia de su misión.

En este sentido, el periodismo según Camus es lo opuesto al periodismo cínico, mercenario o aventurero, conformista u oportunista. Su exigencia profesional de verdad es también fidelidad a un ideal de vida. Encontramos los esbozos de ello en una conferencia que pronunciará el 28 de marzo de 1946 en Nueva York, ante los muros de la Universidad de Columbia, justo donde se creó la primera escuela de periodismo. «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay ni bien ni mal y Hitler no se equivocó ni acertó». Por lo tanto, «quien tiene razón, es aquel que vence, y tiene la razón durante el tiempo que mantiene su victoria».

A esta filosofía gloriosa de los vencedores, siempre satisfecha de la humillación de los vencidos, Albert Camus oponía la sabiduría modesta de los trabajadores. «Mantenerse en su lugar y hacer bien su oficio», respondía humildemente en la misma conferencia, con el fin de hacer emerger un mundo que dejará «de ser el de los policías, de los soldados y del dinero, para convertirse en el del hombre y la mujer, del trabajo fecundo y el ocio reflexivo».

Habremos comprendido que el compromiso del que aquí se habla es un posicionamiento radicalmente democrático, por una democracia a la altura de la humanidad cotidiana, de la libre deliberación y de amplia participación, de justicia social y libertad individual, de pueblo realmente soberano y no de la sorda privatización oligárquica. En este camino de esperanza y resistencia, el derecho a saber es, del débil al fuerte, el arma pacífica de la emancipación por el conocimiento. Obreros del presente, los periodistas están al servicio de este derecho fundamental, y por ello se han embarcado inevitablemente en esta batalla. Con más razón es necesario que estén a la altura de esta responsabilidad.

Asociando periodismo y crítica, legítima crítica ciudadana de los medios y necesaria consciencia crítica de los profesionales, el libro de María Santos-Sainz es una afortunada invitación a no eludir esta exigencia.

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