viernes, 28 de octubre de 2016

Conferencia de Jorge Riechman. No tiene desperdicio


la experiencia del huerto

[Texto de base para la conferencia del 27 de octubre en San Miguel de Abona, Tenerife]


LA EXPERIENCIA DEL HUERTO[1]


Tendemos a olvidar la tupida red de interdependencias ecológicas y sociales dentro de la cual vivimos. Ahora bien, la agricultura concebida como cuidado de la T(t)ierra tiene el potencial de hacer saludablemente presente para todos y todas los estrechos vínculos que la acción humana mantiene con la ecología del planeta. Aquí están en juego asuntos de suma importancia para la vida buena del ser humano, comenzando por una suerte de “vía regia” para hacer las paces con la naturaleza; y conviene recordarlo en un momento en que bastantes “ayuntamientos del cambio” en nuestro país están apoyando (y en algunos casos poniendo en marcha) iniciativas agroecológicas y de agricultura urbana y periurbana.

Escribió Bertrand Russell en La conquista de la felicidad que “somos criaturas de la tierra; nuestra vida es parte de la vida de la tierra, y nos alimentamos de ella lo mismo que los animales y las plantas. (…) Los procesos que nos ponen en contacto con la vida de la tierra tienen en sí mismos algo que satisface profundamente. Cuando cesan, la felicidad que habían producido permanece”.[2]

Hortus, en latín, significa tanto jardín como huerto. El cultivo del huerto/ jardín probablemente sea el conjunto de prácticas humanas donde más cerca llegamos a estar de una experiencia de salvación. ¿Parece demasiado exagerado? Reflexionemos un poco.

El cultivo del jardín/ huerto hace tangible para nosotros la utopía concreta de una vida sin violencia (vida que se sitúe parcialmente fuera de la cadena de devoraciones que hallamos en la naturaleza) y sin dominación (esa aspiración “de máximos” que sería vivir sin esclavos: sin “esclavos energéticos” fósiles, sin esclavos animales –y sin esclavas y esclavos humanos). En ese sentido, el huerto del campesino adyace con el jardín del filósofo.

(En rigor, más que “una vida sin violencia y sin dominación” tendríamos que decir “una vida donde se minimicen la violencia y la dominación”, porque no somos ángeles: pero las imágenes utópicas no aspiran a ser materializadas literalmente, sino a orientar nuestra acción.)

David E. Cooper, profesor emérito de filosofía en la Universidad de Durham (Gran Bretaña), publicó hace algún tiempo un libro profundo y hermoso sobre el hortus.[3] Podemos convenir con él que el cuidado del huerto y la jardinería es una práctica que, si se realiza con atención despierta y sensibilidad adecuada, llega a encarnar –quizá de forma más sobresaliente que cualquier otra práctica- la verdad de la relación entre los seres humanos y su mundo. Además, los huertos-jardines ejemplares nos hacen experimentar –de buena manera– no sólo nuestra ecodependencia (la co-dependencia entre la actividad humana y el mundo natural), sino un vínculo fértil con la “tierra profunda” del mundo y de nosotros mismos. Para Cooper, el hortus es una epifanía de la relación del ser humano con el misterio de la existencia.

¿Se van mostrando las dimensiones existenciales, morales y estéticas de la experiencia del hortus? A poco que las circunstancias sean propicias y las cosas se hagan bien, viviremos sentimientos de plenitud y gratitud hacia la naturaleza que florece y nos nutre. Podrá darse una comunión con algo que es mucho más grande que nosotros, lo cual infunde sentido a nuestra vida. En su tesis doctoral Opción cero, observa Emilio Santiago Muíño –a partir de su trabajo etnográfico en Cuba— que las historias de vida de los pioneros agroecológicos cubanos están marcadas por un profundo enamoramiento: no solo de su trabajo, también otra forma de entender la felicidad que ha sido, para ellas y para ellos, una divisoria de aguas biográfica. Veamos alguno de los testimonios citados:

“Con la permacultura yo creo que yo me encontré a mí misma, sentí que podía ser útil. La tierra te desgasta un poco, pero te da mucho placer, también felicidad. No hay cosa que más me guste que levantarme por la mañana y ver que las matas dan flores, que hay frutos, que puedes conversar con las plantas, es como si descubrieras tu esencia. Yo estuve muy separada de la tierra, y descubrirla, eso es como volver a nacer, es muy bonito (Carla, pionera agroecológica y antigua ingeniera petrolera, entrevista).
Yo no sabía nada de permacultura. Y cambió mi concepto de las cosas. Lo primero que me sorprendió fue cuidar la naturaleza. Yo antes a todos los deshechos del jardín les metía candela. El agua lo mismo podía echar agua por el tragante y la planta necesitada. En la permacultura todas las cosas son necesarias, ya uno se da cuenta de las cosas que son buenas y cosas que son malas. Me sorprendió que se hacen las cosas con cultura. No es como tradicionalmente la agricultura, que son los canteros largos que se pierden por allá y sólo es lechuga, lechuga, lechuga… En la permacultura me sorprendió que siempre tienes alimento (Sánchez, permacultor habanero, entrevista).
Fue algo muy bonito, éramos como una guerrilla, un pequeño grupo de compañeros donde todos hacíamos todo (…) Vivía muy entusiasmado con el trabajo, con el sueño de hacer realidad la Agricultura Urbana (Mario García, productor de organopónico, refiriéndose al inicio del movimiento de los organopónicos).”[4]

En este año cervantino de 2016, quiero releer unas líneas donde Kenneth Rexroth, el gran poeta, traductor y activista libertario, comenta Don Quijote. En cierto momento hace las observaciones siguientes: “Don Quijote aprende ‘por la vía difícil’ –como dicen algunos— que el Sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Sábado. Ésta es una enseñanza que la mitad de la cultura española se ha negado violenta y constantemente a aceptar: una visión de esplendores verdaderos que sobrepasan todos los imaginados, afirma Cervantes, y que sólo está al alcance de la nobleza de un loco, el loco más noble de toda la literatura. ¡Cuán urbano es todo esto!, a pesar de que las aventuras de Don Quijote tienen lugar entre campesinos y castillos, entre miseria y esplendor. La inteligencia que opera sobre este material es la inteligencia de un ciudadano que no habita un pueblo miserable; habita antes bien esa república mediterránea universal que se remonta hasta la Jericó de la Edad de Piedra con sus calles de arena, sus buenas acequias, sus casas de adobe rodeadas de jardines, sus foros en que los hombres iban a escuchar y a charlar acerca de cada una de las novedades, su vida de decencia y orden.”[5]

La “república mediterránea universal” que aquí ejemplifica la aldea neolítica de Jericó, en ese momento de la historia humana en que la igualdad básica de todas y todos no se ha precipitado aún apenas hacia el patriarcado y la Megamáquina de Lewis Mumford (la triste historia de los últimos cinco-seis milenios), tiene rasgos de un ideal que no deberíamos perder de vista. Como señala Santiago Muíño en su tesis doctoral, “debe ser estudiado el potencial para la conversión biográfica de la agroecología: despierta un amor y una pasión fascinantes. Sospecho, siguiendo a Mumford, que la agricultura descubre, en personas socializadas bajo el modelo de personalidad de la megamáquina, un tipo de relación orgánica con el medio, que si bien puede ser físicamente mucho más exigente, presenta, también por ello, algunas satisfacciones inauditas.”

Vale la pena citar por extenso a Mumford en este punto. “Fue en el huerto donde, gracias sobre todo a los esfuerzos de la mujer, pudo sentirse el ser humano en su casa: en paz, aunque solo fuera de forma efímera y precaria, con el mundo que le rodeaba (…) En el huerto y el jardín, un mundo en que la vida prosperaba sin grandes esfuerzos ni matanzas sistemáticas, el hombre tuvo sus primeros atisbos del paraíso, pues paraíso no es más que el termino persa original para un jardín vallado. (…) La capacidad de crecer, la expresión de exuberancia y la trascendencia, que las plantas en flor simbolizan estética y sexualmente, es un don original de la vida; y en el hombre florece mejor cuando están presentes de forma constante criaturas vivas y símbolos vivientes que agiten su imaginación y los alienten a llevar a cabo actos de expresión, tanto en su mente como en las labores cotidianas dedicadas al sostén de la vida y al cuidado humano. El amor engendra amor al igual que la vida engendra vida. (…) Un día sin tales contactos ni estímulos emocionales –reacciones al aroma de una flor o una hierba, al vuelo o la canción de un pájaro, al resplandor de una sonrisa o al cálido roce de una mano–, esto es, un día como los millones de días que se pasan en fábricas, oficinas o autopistas, es un día ausente de contenidos orgánicos y gratificaciones humanas.”[6]

“Agradecer a los árboles frutales”, dice uno de los aerolitos del poeta Carlos Edmundo de Ory, una de sus anotaciones fulgurantes.[7] En efecto: los seres humanos deberíamos agradecer siempre el exceso de generosidad de las plantas verdes, esa nutritiva gratuidad gracias a la cual vivimos todos los seres heterótrofos que poblamos el planeta. Del excedente de la fotosíntesis comemos todos los demás: sobran las razones para agradecer a los árboles frutales, a los cereales, a las leguminosas, y también a las setas, los peces, los animales de los que nos aprovechamos…

Y sin embargo, lejos de agradecer, agraviamos y atormentamos indeciblemente a estos seres. Nuestra ávida obsesión por forzar los rendimientos, por rebañar las máximas porciones posibles de aquel excedente, se traduce de forma casi inmediata en sufrimiento y mala vida para ellos.

Es de biennacidos devolver algo cuando se recibe mucho. Los seres humanos que practicamos la agricultura, ganadería o acuicultura industrial, o nos alimentamos con sus productos, no hemos entendido –lamentablemente— ni siquiera algo tan sencillo. El cultivo del hortus nos remite, de forma muy directa, a esas interdependencias ecológicas y sociales dentro de la cual vivimos, pero que tendemos a olvidar. Uno de los fundadores de la ética ecológica, el ingeniero forestal y ecólogo estadounidense Aldo Leopold (1887-1948), escribió:

“Hay dos peligros espirituales en no tener una granja. Uno es el peligro de suponer que el desayuno procede del colmado, y el otro que el calor procede de la caldera.
Para evitar el primer peligro, se debería plantar una huerta, preferiblemente donde no haya un tendero que venga a complicar las cosas.
Para evitar el segundo, se debería colocar un trozo de buen roble en los morillos, preferiblemente donde no haya una caldera, y dejar que te caliente las espinillas, mientras una ventisca de febrero sacude los árboles afuera. Si uno ha cortado, seleccionado, acarreado y apilado su propio buen roble, y mientras tanto deja que la cabeza siga trabajando, recordará muy bien de dónde procede el calor, y con una riqueza de detalles vedada a quienes pasan el fin de semana en la ciudad a horcajadas sobre un radiador…”[8]

No estará de más recordar que fue precisamente un libro que alertaba contra los dañinos efectos imprevistos de la agricultura industrial, y especialmente los plaguicidas –Silent Spring de Rachel Carson, publicado en 1962—, lo que podemos considerar como el hito fundacional del movimiento ecologista moderno.

La agricultura no debe producir sólo alimentos y fibras; la ganadería no puede limitarse a generar carne y productos lácteos. Deben “producir”, por ejemplo, autonomía para las y los agricultores; seguridad alimentaria para los consumidores; paisajes ricos y diversificados para todos; regeneración del suelo, la calidad de las aguas y la biodiversidad para las generaciones futuras. Cultivando hemos de cultivarnos, autoconstruirnos, encontrar armonía entre los seres ecodependientes e interdependientes que somos y la naturaleza. Hace falta un esfuerzo organizado para mejorar enormemente nuestros rendimientos en estas “producciones” no convencionales.

Agricultura como cuidado de la tierra (y por ende de la Tierra), como cultura del agro. Si esto se entiende en toda su profundidad y radicalidad, sobrarán los adjetivos (“sostenible”, “ecológica”, “biológica”, “alternativa”, “viable”, etc.). Y los seres humanos tendríamos futuro sobre la superficie de este martirizado y maravilloso planeta. Como decía uno de los científicos de la agroecología más ilustres de nuestro país, Antonio Bello:

“Olvidemos los motes, agricultura ecológica, orgánica, permacultura, agricultura integrada… Incluso había alguien que hablaba de agricultura racional. Yo creo que debemos hablar simplemente de agricultura. No puedo concebir desde un punto de vista teórico que la agricultura sea una actividad humana que destruya los suelos, el agua o la capa de ozono. Nada de eso aprendí en mi casa. Mi padre no me dejaba destruir un nido de pájaros, ni siquiera machacar un lagarto, que a todos los pequeños nos gustaba. Ese tipo de agricultura es una falta de respeto a la ciudadanía. Se lo digo a los agricultores: os imagináis la responsabilidad que tenéis produciendo alimentos contaminados, que algunos de ellos le ponen el plaguicida el día anterior a mandarlos al mercado para que se conserven, y eso lo van a comer los pequeños, los enfermos en los hospitales… Me atrevo a decir que eso es terrorismo ambiental. La agricultura debe ser simplemente eso, agricultura, una de las pocas actividades humanas que sirven para armonizar al ser humano con la naturaleza.”[9]

El filósofo Emilio Lledó ha llamado la atención sobre un pasaje del canto VII de la Odisea, de extraordinaria belleza, que expresa un humanísimo sueño de felicidad concentrado en unas cuantas imágenes vegetales. “Ahí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el céfiro, soplando constantemente, a un tiempo mismo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo.”[10]

Concluyamos aquí. Lledó cita estas líneas en un significativo libro suyo sobre el epicureísmo, y precisamente Epicuro de Samos ha pasado a la posteridad como “el filósofo del jardín”, el pensador del hortus.


[1] Una versión anterior de este texto fue publicada en eldiario.es, 9 de febrero de 2016. http://www.eldiario.es/ultima-llamada/agroecologia-agricultura_urbana-huertos_urbanos_6_482311766.html
[2] Bertrand Russell, La conquista de la felicidad, Espasa-Calpe, Madrid 1978, p. 75.
[3] A Philosophy of Gardens, Oxford University Press 2006. También es de interés la Jardinosofía de Santiago Beruete (Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines, Turner, Madrid 2016).
[4] Emilio Santiago Muíño, Opción Cero. Sostenibilidad y socialismo en la Cuba postsoviética: estudio de una transición sistémica ante el declive energético del siglo XXI, tesis leída en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, 11 de enero de 2016.
[5] Recordando a los clásicos, FCE, México DF 2001, p. 165.
[6] Lewis Mumford, El pentágono del poder, Pepitas de Calabaza, Logroño 2011, p. 621-622.
[7] Carlos Edmundo de Ory, Aerolitos, El Observatorio Eds., Madrid 1985, p. 22.
[8] Aldo Leopold, Una ética de la tierra (edición de Jorge Riechmann), Los Libros de la Catarata, Madrid 2000, p. 44.
[9] ”Agricultura, simplemente agricultura”: entrevista con Antonio Bello. Separata sobre agrotóxicos en el semanario Brecha, Montevideo, marzo de 2002. Bello, fundador a principios de los noventa del Departamento de Agroecología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), fue profesor investigador del Centro de Ciencias Medioambientales CSIC en Madrid.
[10] Emilio Lledó, El epicureísmo. Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad, Taurus, Madrid 2003, p. 101.

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